2002. Ciclo A
2º Domingo durante el año
(GEP 20/01/02)
Lectura del santo Evangelio según san Juan 1, 29-34
Juan vio acercarse a Jesús y dijo: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel» Y Juan dio este testimonio: «He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: "Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo" Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios»
SERMÓN
La velocidad con la cual hoy se propagan las noticias hubiera sido impensable para un hombre de no hace tantos años. (Hablamos de antes de la invención del ferrocarril o del telégrafo.) No solo por lo fulminante de la transmisión eléctrica o hertziana sino por lo masivo de su divulgación. Aun en la época del telégrafo, las noticias debían verterse en escritos, en periódicos que no siempre estaban al alcance de todos. Antes de que el relato de los sucedidos arribara a la conciencia de las mayorías transcurría mucho tiempo y gran parte de los sucesos pasaban simplemente desapercibidos. Es verdad, en cambio, que el ser humano vivía mucho más intensamente el conocimiento de los hechos que efectivamente tocaban su pequeño mundo: el de sus relaciones familiares, sus hijos, sus amigos, las alegrías y problemas de sus vecinos. Actualmente todos saben lo que sucede en Afganistán, pero casi nadie lo que pasa en su propia casa.
La radio y la televisión, con las cuales gran parte de la humanidad está en simbiosis enorme porción de su jornada, hace que acontecimientos lejanísimos y personajes que jamás verían personalmente -dirigentes, presidentes, reyes- parezcan estar a su alcance de modos aparentemente inmediatos. Y decimos 'aparentemente inmediatos' porque ya sabemos que la inmediatez de la pantalla, de la revista ilustrada, es una inmediatez puramente virtual, en la cual, de hecho, no existen contactos personales. Amén de que lo que llega a nuestra vista no es todo lo que quisiéramos ver sino solo lo que cuidadosamente, según sus intereses, eligen los poderes mediáticos. Ha sido la experiencia de estos días. Según los dictados de los que manejan esos medios algún pequeño incidente pudo adquirir dimensiones catastróficas y otros, en si más graves, fueron prácticamente reducidos a la nada. Interesante la comparación de las imágenes de nuestros propios noticiosos con las que ofrecían los canales y agencias del exterior. Lo cual desmitologiza bastante el aparente poder de los cacerolazos: puro bochinche exterior incentivado o no por los periodistas según los intereses de turno y, en realidad, en si mismos sin ningún efecto real en los acontecimientos.
No hay que extrañarse, pues, que, en épocas de comunicaciones lentas, voz a voz, sin radios ni televisión, sin medios veloces de transporte, como era el siglo primero en el romano imperio, las noticias, salvo las que interesaban directamente a la administración imperial, se difundieran con extrema lentitud. Por ejemplo: las primeras informaciones oficiales que tenemos del acontecimiento más importante de la historia del universo, de Cristo, se remontan -y confusas- a varios decenios después de los sucesos. Plinio, Tácito, Suetonio, recién anotan, en sus historias, sin darle demasiada importancia, a comienzos del siglo II, la aparición del movimiento de los cristianos, refiriéndolo a un jefe del cual ni siquiera saben exactamente el nombre -'un tal Crestos', dice Suetonio- y del cual poco pueden decir más allá de que había sido ajusticiado bajo Poncio Pilato.
En Palestina misma, la figura de Cristo solo era conocida de un modo más o menos adecuado por sus discípulos. Es en estos medios donde se escriben nuestros evangelios. Fuera de estos círculos Jesús no era alguien que estuviera en la boca de todo el mundo. Por eso no es extraño que, muchos años después de la muerte del Señor, como relatan los Hechos de los Apóstoles, hubiera, aún entre los judíos, quienes no habían oído nunca mentar a Jesús. Entre ellos discípulos de Juan el Bautista que, después de su decapitación, continuaban transmitiendo sus enseñanzas y practicando su bautismo.
Hacia fines del siglo primero estos discípulos constituían un grupo lo suficientemente importante como para que los evangelistas se ocuparan de ellos y trataran de convencerlos de las diferencias que había entre su maestro Juan y Jesús, y la necesidad de adherirse a éste. El pasaje del evangelio que hoy hemos leído está especialmente escrito para ilustrar y convencer de ello a los discípulos del Bautista.
Describir por enésima vez a Juan sería aburrido para Vds., pero es importante volver a repetir que, la del Bautista, no superaba excesivamente la figura de un profeta del antiguo testamento, quizá de un Sócrates algo vehemente, de un maestro de vida estoico, mezcla de moralista y, sobre todo, de político que, ciertamente anunciaba una intervención divina extraordinaria, pero cuyas miras no pasaban de las que podría tener un argentino medio en las circunstancias actuales. Que se terminara con la clase política corrupta -diría hoy Juan el Bautista-, que fueran castigados los que hipotecaron y vendieron el futuro del país llenando su propio bolsillo y enseñando a despilfarrar el dinero al pueblo haciéndole creer que, sin responsabilidad y trabajo, todo se podía obtener del Estado o de intereses usurarios a plazo fijo... Que hubiera justicia con los delincuentes -exigiría Juan-, seguridad en las calles, respecto por la ley y la moral...
Aún la intervención divina anunciada por Juan se veía plasmada o por el deseo de una nueva clase de dirigentes honestos o de un conductor carismático, mesiánico, ¡el Mesías!, que terminaría con toda corruptela y con todo dominio extranjero...
En resumen, el de Juan era un llamado a la moral, al orden político, a la esperanza de conducción decente, mezclado de intensas iras, de deseos de castigo... Y las invocaciones a Dios, cuanto mucho, de tipo temporal, al modo de "¡Dios ya va a castigar a todos estos sinvergüenzas!" Por supuesto que todo ello estaba acompañado por un fuerte llamado a la propia conversión, a que cada uno comenzara la revolución por su propia casa, en si mismo. Eso era lo que, en última instancia, representaba el bautismo de Juan, bautismo 'de agua'. A la espera de que el gobernante que vendría en nombre de Dios iniciara el bautismo 'de fuego'; es decir -diríamos hoy- metiendo a todos los perversos en la cárcel o, peor, colgándolos en Plaza de Mayo, como ya desaforadamente se oye decir airadamente por allí...
Sin llegar a esos extremos del profeta bautizador, vemos que, de buena fe, algunos miembros de la jerarquía eclesiástica, a la manera limitada de Juan, llaman a la concertación, hacen reuniones inútiles con dirigentes de diversos sectores que no tienen el más mínimo interés -y, habría que ver, si poder-- de cambiar nada que afecte a sus propios intereses, creyendo que con bellas palabras pueden modificar las circunstancias inmanejables que, ya sembradas hace mucho, están encaminando al país a inevitables dolores y sacrificios, de los cuales no nos va a sacar ningún "bla bla" ni voluntarismo por más eclesiástico que sea. Nadie va a devolver por "bla bla" lo que el Estado obligó a los bancos a cederle de nuestros fondos para solventar su imparable gasto; ni éste va a dejar de gastar lo que no tiene mientras haya un solo peso que puedan robar. Propondrán cualquier reforma menos la reforma del estado y de la partitocracia manirrota y venal.
Pero Cristo ni es Juan ni es los eclesiásticos que, sin darse cuenta, continúan predicando la sola doctrina de Juan. En realidad, al comienzo, Cristo desilusionó profundamente a Juan el Bautista que esperaba y anunciaba un revolucionario de tipo político, hasta que, ya a punto de ser martirizado, entendió, finalmente, el sentido de la venida del Señor.
El cristianismo tiene, ciertamente, recursos para modificar profundamente la sociedad, si se siguen sus preceptos y se acude a la ayuda de la gracia, pero su objetivo es muchísimo más alto que el de apuntar a los logros de los hombres en esta tierra. Ya lo intuía de algún modo el profeta Isaías en nuestra primera lectura: "Es demasiado poco que seas mi Servidor para restaurar a las tribus de Jacob y hacer volver a los sobrevivientes de Israel". Es demasiado poco invocar a Dios para arreglar los problemas políticos y económicos de la Argentina.
Jesús es antes que nada el Hijo de Dios, el Cordero de Dios que viene a quitar el pecado del mundo y, por eso, puede bautizarnos no solo 'en el agua' o 'en el fuego' sino 'en el Espíritu Santo'.
El término "Cordero de Dios" podía evocar, a un discípulo de Juan, el Cordero de la apocalíptica que con su cuerno poderoso destrozaría a sus enemigos, pero más bien, en el contexto del evangelio, trae, al recuerdo del oyente, al Cordero que con su sangre impedía en la Pascua el castigo del ángel exterminador; o el que era ofrecido simbólicamente en oblación por los pecados de su pueblo en los sacrificios del templo de Jerusalén. Con la diferencia de que aquí, en nuestro pasaje de hoy, no se trata simplemente que quite o borre "los" pecados de su pueblo o de cada uno, sino, mucho más globalmente, "el" pecado mismo del mundo. "Este es el Cordero de Dios, que quita "el" pecado del mundo".
Nosotros tendemos a comprender la palabra "pecado" como la acción o acciones malas que solemos confesar cuando nos acercamos al sacramento de la penitencia. Pero la cosa aquí es mucho más profunda, porque cualquier católico que sepa su catecismo sabe que el problema del pecado no es la mala acción en si misma, ni el perjuicio humano que pueda causar al que lo comete o a los demás. No se trata solo de maldad, de crueldad o de vicio o de inmoralidad o perversión. El gran problema del pecado es que nos priva del estado de gracia. Nos vuelve a dejar sumidos en lo puramente humano, nos mata la vida sobrenatural: esa participación de la Existencia divina que recibimos en el bautismo y es germen de eternidad, de Vida verdadera.
Por eso decimos que pecamos "mortalmente", porque, si permanecemos en esa situación, el pecado nos hace retrotraer al estado de puros mortales. El desastre no es tanto el pecado en si sino su consecuencia: el "estado de pecado", es decir de mortalidad y, por lo tanto, de apartamento de nuestros verdaderos fines, de nuestro encaminarnos a Dios propio de la gracia. De allí que, mucho más grave que los pecados, es el estado de pecado, la privación de la gracia, privación con la cual el mundo nace, y a la cual puede retornar en la medida en que la humanidad se aparta del único dador de la gracia: Cristo Jesús, el sólo capaz de quitar el "pecado del mundo".
Y eso puede hacerlo porque, a pesar de ser humano, bien hombre, al mismo tiempo es, a diferencia de Juan Bautista, como dice nuestro evangelio de hoy, el "Hijo de Dios". No pertenece a la pura esfera del cosmos natural. Su vida humana está sustentada en la persona del Verbo, quien de esa manera lo une a la vida divina. Así se hace vía, camino, para que lo infinito, lo eterno, lo absoluto, lo definitivo pueda engarzarse en lo finito, lo perecedero, lo relativo, lo de por si 'pecaminoso', en el sentido de 'destinado a la muerte'.
Jesús, por eso, no es solo un profeta, un compañero o émulo de Juan el Bautista, de cualquier profeta que sea, de un maestro, de un filósofo, de un Sócrates, de un gurú o Dalai Lama, mucho menos de un político ni de un promotor de concertaciones o diálogos interreligiosos: es el dador de Vida Divina, el que bautiza en el Espíritu Santo, el que puede llevar a los que creen en Él a la vida Trinitaria.
Si Juan Bautista o Aristóteles o quienes inventaron el fuego o la rueda o, luego, descubrieron la fusión del átomo, el flujo eléctrico, la matemática binaria, los transistores y los misiles... lo precedieron en el tiempo o lo preceden en la eficacia del uso de la materia y la energía, y multiplicaron las riquezas del mundo efímero, Él existe antes que nadie y existirá por los siglos de los siglos, y solo los que a Él se adhieran alcanzarán la Vida, aunque puedan no alcanzar la prosperidad o la justicia o la devolución de sus dineros acorralados en este mundo. "Después de mi viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo"
Protestamos por los corralitos con los cuales nos roban nuestros bienes de esta tierra, de la paridad que se desvanece y la inflación que devora nuestros ingresos. La verdad es que, desde que nacemos, vivimos en el corralito de nuestra mortalidad y en la inflación del tiempo que se va llevando nuestros años. Volvamos nuestra mirada no a Juan Bautista, no a los que nos prometen falsas ilusiones en esta vida encaminada a la nada, sino al único capaz de bautizarnos en el Espíritu Santo, el Hijo de Dios, el Cordero que quita el pecado del mundo.