1983. Ciclo c
2º Domingo durante el año
Lectura del santo Evangelio según san Juan 2, 1-11
Se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús también fue invitado con sus discípulos. Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino» Jesús le respondió: «Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía.» Pero su madre dijo a los sirvientes: «Hagan todo lo que él les diga» Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación de los judíos, que contenían unos cien litros cada una. Jesús dijo a los sirvientes: «Llenen de agua estas tinajas.» Y las llenaron hasta el borde. «Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete» Así lo hicieron. El encargado probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su o rigen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y le dijo: «Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento» Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él.
SERMÓN
Es notable que Juan –que redacta este evangelio hacia las postrimerías del siglo, después de haber vivido con María muchos años por legado de Jesús‑ solo la mencione en su evangelio en dos ocasiones. Una, en el momento más tremendo de la vida de su hijo, de pie al lado de la Cruz. Otra, aquí, en Caná, al comienzo de su vida pública, en un milagro que si, por ser el primero, inicia de hecho la manifestación de la gloria del Mesías, por su realidad misma nos sorprende en su intrascendencia.
Y, dejando de lado las intenciones simbólicas siempre presentes en el relato juanino, ¡qué lindo es destacar cómo estas dos intervenciones de María responden a lo que nosotros sabemos del corazón de la mujer!
A lo mejor despreocupadas por todo aquello que parece importante a los varones –cuestiones de prestigio, de dominio, de competencia, de política, de negocios, de luchas‑ y acusadas, por ello, tantas veces de superficiales, cambiantes, veleidosas; pero, en cambio, a la vez que firmes como rocas en los momentos realmente importantes de la vida ‑abnegadas junto al enfermo, serenas frente a la muerte, allí donde los varones trastabillan y no saben qué hacer(1)‑ al mismo tiempo, digo, cuidadosas de esos detalles de los cuales los varones desdeñan ocuparse pero que hacen que la vida sea plena y estética. Desde la flor que adorna la mesa de trabajo del marido o el superior, hasta la palabra afectuosa, la sonrisa oportuna, el ropero prolijo, la mesa cuidada. Esa sutil presencia femenina en el hogar que hace llevadera y valiosa toda existencia.
Jan Steen, Las bodas de Caná, c.1665/70, National Gallery of Ireland, Dublin
Y quién no de importancia a estos gestos aparentemente triviales, piense en todos aquellos momentos de su vida que estuvo triste y no supo por qué; esas nostalgias indefinibles que nos atrapan en algún momento del día o de la vida y para los cuales no tenemos causa razonable; o esos fastidios y congojas que se desencadenan por motivos sin importancia –una palabra que nos dijeron, una sugerencia que creímos descubrir crítica, una observación casual, una invitación que no nos llegó, o una sonrisa que nos negaron, algo que dijimos y no nos hicieron caso‑. Y es inútil que nos digan que la cosa no tiene cuantía alguna ‑porque ya lo sabemos‑; igual no podemos sacarnos de encima la pesadumbre. Lo mismo en sentido contrario por qué hoy estamos contentos, relajados, plenos, sin que haya pasado nada importante, quizá justamente por ceños y actitudes insignificantes pero que iluminaron nuestras horas.
Y ‑quizá, porque los sufran más‑ de esos detalles, de esas tristezas y, al mismo tiempo, de las alegrías contrarias, son especialmente conscientes la mujeres.
¿Qué novia, que mujer, que madre, no se da cuenta de inmediato del estado de ánimo de su marido, hijo, hermano, amigo y no descubrirá en seguida detrás quizá del disimulo esas tristezas agobiantes, profundas que no se manifiestan? Y ¿quiénes, si no, más capaces que ellas para aventarlas y disiparlas en la tibieza de su ternura y consuelo de mujer?
Los varones son más brutos, más insensibles, incapaces de entender que hay problemas que no se arreglan con plata, médicos o cañonazos.
Fíjense Vds. todos los milagros de Jesús, problemas importantes: distribuir pan a los hambrientos, devolver la vista a un ciego, hacer oír a sordos, calmar tempestades, curar leprosos, resucitar a muertos. Todos problemas graves, doctorales, sociales, graves, noticiones.
¡Qué diferencia con éste en el cual interviene María! “¡No tienen vino!” sencilla y banalmente para seguir el festejo, para continuar la alegría.
Y vean: cómo mucho se hubiera tratado de una pequeña interrupción, no era una tragedia, ni siquiera un drama. Las fiestas de bodas duraban siete días, hubiera bastado ir a comprar más, pedir prestados odres a los amigos. Como mucho hubiera sido un pequeño mal rato para los padres del novio y la novia por la falta de cálculo, que algún mal pensado podría querer confundir con mezquindad. (A lo mejor no habían contado con los doce robustos y sedientos galileos que se añadieron a la fiesta, acompañando a Jesús.)
Pues bien, de eso se ocupa María e, incluso, el relato deja la impresión de que los novios ni siquiera se apercibieron del problema.
Más aún. En la inmensa mayoría de los milagros que hace el Señor hay que solicitar su intervención, pedirle el favor ‑“Señor devuélveme la vista”, “haz que oiga”, “Lázaro tu amigo está enfermo, ve a curarlo”, “¡ayúdame!”‑. Aquí nadie pide nada, nadie ni siquiera se da cuenta. Es la Mujer, que se fija en todo, que está en los detalles, que sabe dar importancia a lo que los varones no se lo darían, es Ella la que dice: “No tienen vino.”
La vida del cristiano, camino hacia el renacimiento a la Vida divina, necesita no solo de pan, de luz, de inteligencia, de salud. Necesita también de alegría. Y de ternura. Y de solidez para los momentos supremos.
Por eso no basta el varón, no basta Jesucristo. Es necesaria María. No queremos un cristianismo protestante puritano, todo severidad y rigidez, todo disciplina e imposiciones, todo obediencia y órdenes. Lo queremos pleno, aureolado también con la luz y la sonrisa de la mujer, en la alegría del sabernos amados y cuidados por María, en la seguridad de que ni siquiera necesitamos saber lo que precisamos, porque Ella es capaz de adelantarse a nuestros deseos y necesidades.
Invitémosla a nuestra casa y a nuestras vidas. Recemos todos los días el Rosario. Seamos cristianos marianos y, sin que le pidamos nada, confiemos en Ella.
Entonces, Ella se meterá, como buena mujer, hasta en los últimos rincones de nuestra alma y aventará nuestras tristezas inútiles, desalojará nuestras ocultas congojas, nos apoyará en nuestras tristezas legítimas e, incluso, se atreverá a pedir a Jesús, para nosotros, aquello que nosotros mismos no nos atreveríamos a pedirle: “No tienen vino”.
(1) María, de pie junto a la cruz, junto a otras mujeres. Los discípulos varones huyendo por los campos de Judea u ocultos en casas de amigos en Jerusalén.