1984. Ciclo A
2º Domingo durante el año
Lectura del santo Evangelio según san Juan 1, 29-34
Juan vio acercarse a Jesús y dijo: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel» Y Juan dio este testimonio: «He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: "Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo" Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios»
SERMÓN
De escucharlo cotidianamente en la Misa, antes de la comunión, el título “Cordero de Dios” se nos ha vuelto familiar y no llama para nada nuestra atención. Pero es evidente que, para alguien no habituado al lenguaje cristiano este apodo habrá de sonar cuanto menos extraño. Y extraño también sonó para aquellos judíos que lo oyeron por primera vez en labios de Juan el Bautista.
Ellos estaban preparados para escuchar, de aquellos labios que venían anunciando la inminencia de la llegada del ‘enviado’, que les dijeran: “Aquí está el Rey” o, lo que es lo mismo, “el Ungido”, “el Cristo”, “el Mesías. O “Aquí está el hijo de David”, o “el Hijo de Dios” o “el hijo del Hombre”. Todas denominaciones conocidas del Antiguo Testamento y que prometían, con ellos, la llegada para Israel de “el día de la venganza”, de la independencia, de la prosperidad.
Aquel “día” los romanos serían expulsados de Palestina y los judíos serían los señores del mundo. A Jerusalén llegarían, desde todo el mundo, caravanas de camellos cargadas de oro. Habría paz, justicia y abundancia y un reino poderoso y rico sería inaugurado por ese rey, después de haber destruido y dominado a todos sus enemigos.
Sí; eso esperaban los judíos: un libertador, un caudillo. Más o menos un Che Guevara o un coronel inspirado o un Alfonsín.
De entrada Juan les tira un balde de agua fría, porque, cuando con su mano extendida señala a Jesús diciendo “este es aquel cuyo camino he venido preparado”, lejos de definirlo con ningún título pomposo –ni rey, ni doctor, ni diputado‑ le endilga el mote de “Cordero de Dios”.
Jan van Eyck, Adoración del Cordero, Gante
E, inmediatamente, surgen en la mente de los que le oyen las resonancias que este nombramiento tiene en la vieja Biblia –y que también nosotros conocemos, porque las escuchamos en las lecturas del Viernes Santo‑. Ante todo el pasaje en donde el misteriosos personaje que se llama “el Servidor de Yahvé” y sobre el cual acabamos de oír, en la primera lectura de Isaías, se dice que “como cordero a degüello es llevado, y como oveja muda es trasquilado y se descargan sobre él las culpas de todos”. Y también tendrían en mente al cordero pascual cuya sangre, salpicada en las puertas de las casas de los judíos, los protegió en Egipto de la ira de Dios y les permitió atravesar el mar Rojo. O los corderos que, mañana y tarde, eran sacrificados en el templo de Jerusalén por las transgresiones del pueblo.
Así pues, desde el comienzo de la vida pública de Jesús, Juan, con este título, descarta todo falso triunfalismo y define exactamente la misión de esta extraña e inesperada clase de Mesías.
Al mismo Jesús, luego, le costará quitar de la mente de los suyos las expectativas mundanas que se forjaban sobre Él. Tanto es así que, al final, cuando se dan cuenta de qué clase de corona y de trono están reservados para Jesús, la mayoría lo abandona, aún sus más allegados.
Como nosotros, mientras conservamos la ilusión de que seguimos a poderoso Señor capaz de asegurarnos cómoda existencia, ayuda para el trabajo, para la salud, para los ascensos, para los problemas de familia, para la felicidad de los nuestros, todo va bien y repetimos en la Misa “Cordero de Dios” sin ningún problema. Pero, en cuanto parece que más poderosos que Él son los microbios o las mesas examinadoras o los Timerman y los Grinspun o lo que nosotros consideramos malos o la injusticia y el mal en general, entonces, nuestra fe tambalea. Fe, digo, judía no todavía cristiana.
Porque es verdad que, desde Cristo y su doctrina y su gracia, se pueden mejorar muchas cosas entre los hombres aún aquí en la tierra: si todos renunciáramos a nuestros egoísmos, a nuestras envidias, a nuestros deseos desordenados. Todo andaría mucho mejor y es evidente que, desde allí, puede inspirarse toda una moral, una política, incluso una economía, como la Iglesia lo hace a través de su doctrina social. Aún nuestra salud prosperaría si cumpliéramos los mandamientos y consejos de Cristo morigerando nuestros excesos y crápulas. Pero, todo eso, primero, que no va sin una auténtica conversión del hombre a Dios. Ni evangelio, ni leyes, ni constituciones, ni revoluciones, funcionan sin cambio interior y sin santidad y, segundo, porque, aún si anduvieran, ni la meta de la justicia social, ni de la lucha contra la inflación, ni la salud corporal ni nada que se quede en este mundo, por más bueno que sea, es la meta que quiere Dios para el hombre.
Como lo escuchamos recién a Isaías: “Es demasiado poco que seas mi servidor y restablezcas las tribus de Jacob”. Es poco que eches a los ingleses de las Malvinas, a los bolches de la universidad y de la televisión, a los judíos de la economía. Es poco que fabriques agua pesada, submarinos y tanques. Es poco que alcances salud y prosperidad. “Yo te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra”. Yo quiero darte todo –nos dice Dios‑. Quiere quitarnos el pecado, es decir aquello que nos cierra a la verdadera Vida. Quiere darnos misión de cruzado y horizonte de infinito. Quiere llevarnos al Cielo.
Ese cielo que es la Vida misma de Dios y a la cual se llega a través del don de sí mismo, bañando el camino con la sangre de nuestro yo herido y entregado, siguiendo las huellas del “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.”