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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1986. Ciclo c

2º Domingo durante el año
     (GEP 19-1-86)

 

Lectura del santo Evangelio según san Juan     2, 1-11
Se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús también fue invitado con sus discípulos. Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino» Jesús le respondió: «Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía.» Pero su madre dijo a los sirvientes: «Hagan todo lo que él les diga» Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación de los judíos, que contenían unos cien litros cada una. Jesús dijo a los sirvientes: «Llenen de agua estas tinajas.» Y las llenaron hasta el borde. «Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete» Así lo hicieron. El encargado probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su o rigen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y le dijo: «Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento» Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él.

 

SERMÓN

Ya nos hemos referido en otras ocasiones al vocabulario de Juan con respecto a los milagros de nuestro Señor. A los cuales se niega a llamar milagros - tháumata - o prodigios - térata -, como lo hacen los otros evangelistas. Jesús -quiere, así, subrayar Juan- no es un taumaturgo, o alguien que quiera llamar la atención sobre sí mismo por medio de no sé qué actos mágicos, hechicerías o encantamientos. No es un brujo o nigromante que realiza acciones llamativas por medio de conjuros o ensalmos. Actos que susciten estupor o admiración -de allí miraculum de mirari , admirarse, o el griego mencionado taumazo , sorprenderse, o térata , fenómeno prodigioso -etimológicamente 'monstruoso'-, que produce asombro, horror.

No, no es eso Jesucristo. Ni su acción se detiene en los efectos inmediatos de esos milagros y por los cuales la gente tiende a buscarlo. Juan lo dice en varias ocasiones: Jesús desconfiaba de aquellos que lo seguían porque hacía milagros, curaciones.

Y ¡cuánta gente hay, aún en nuestra época, aún entre los cristianos, que basa su relación con Dios en ese supuesto poder que Él ejercería en nuestro beneficio garantizándonos la prosperidad de nuestras vidas cuando las cosas andan lo suficientemente bien o solucionando más o menos milagrosamente nuestros problemas temporales! Dios al cual acudimos especialmente cuando ni nosotros, ni los médicos, ni los avisos clasificados, ni ningún otro medio permite arreglar nuestros problemas, nuestra salud enferma, nuestra soledad, nuestras penurias económicas, nuestras dificultades familiares.

No que no sea legítimo solicitar a Dios que nos acuda también en nuestras apreturas mundanas, pero es evidente que una 'religación' o religión con el Señor concebida sólo en estos términos tendría poquísimo que ver con lo que es el cristianismo.

Y ¿quién no se da cuenta de la confusión que tienen tantos en la cabeza y su tendencia a confundir lo 'sobrenatural' con lo 'portentoso' y a acudir en masa allí en donde se le ofrece la 'magia' de apariciones -verdaderas o supuestas- de fenómenos paranormales, de curaciones sorprendentes, de soluciones miríficas? Y ¿quién no asocia, torpemente, la figura de los santos más bien con intervenciones milagrosas realizados por él o por su intercesión o con hechos pseudomísticos o parapsíquicos, que con una vida de fidelidad a Cristo, de lucha, de compromiso con Dios y con los hombres?

Y, de todas maneras, si Cristo y la Iglesia no tuvieran otra cosa que ofrecer a los hombres sino milagros de esta índole: devolver la vista, multiplicar el pan, hacer caminar a los rengos, retornar a la vida a Lázaro, transformar el agua en vino, curar enfermos, hemos de reconocer que los resultados cuantitativos, tanto de la vida de Jesús como de la historia de la Iglesia, se muestran francamente pobres. Al menos en comparación con la cantidad de enfermos, ciegos y hambrientos que nunca fueron curados; y aún con los resultados mucho más efectivos de la medicina, de la ciencia, y de la técnica.

Por eso Juan no quiere llamar 'milagros' a estos actos de Jesús. Los llama -junto con otros actos- "signos", tal cual lo hemos oído en nuestro evangelio de hoy.

Y, ¿qué es el signo? Algo que, más allá de su inmediata apariencia, se refiere a otra realidad que puede no estar presente, o estar más allá de nuestras posibilidades de percepción. Algo que vale, precisamente, no por lo que es en si, sino por aquello que indica o representa.

Quemar o negarse a saludar un pedazo de género de color no es insultante por la tela misma sino por aquello que 'presenta' o 'representa' a nuestra mente. A saber, una bandera. Lo mismo, decimos que una columna de humo es signo o señal de que hay fuego . O una luz colorada de que debemos detenernos, (aunque la mayoría de los colectiveros porteños no lo haga). Precisamente el término griego que traduce "signo" y usa Juan es " seméion ", derivación de "sema". De allí 'sema-foro': el portador o sostén de la señal, del signo. De allí, también, los términos 'semántica' o 'semiología'. Disciplinas tan importantes hoy, puesto que la filosofía contemporánea se ha puesto ya, casi toda, de acuerdo en la naturaleza estructuralmente simbólica del hombre y sus conocimientos.

Sin entrar en los problemas de la filosofía del 'lenguaje' -el conjunto de los símbolos comunicativos del ser humano- o de la 'semiología', es importante darse cuenta de que el ' semeion' , el ' sema' , el 'signo' o 'símbolo', son de la esencia misma del cristianismo. Porque, si el cristianismo es la posibilidad dada al hombre de ponerse en contacto con Dios y participar de Su Vida, siendo -en esta etapa de nuestra transformación- imposible ver a Dios como es -estando como está mas allá de nuestras actuales posibilidades cerebrales, desarrolladas evolutivamente en la dimensión del espacio tiempo- es necesario que Él llegue a nosotros y nosotros a Él por medio de símbolos. De signos, de hechos, palabras, gestos que, más allá de su propia entidad, 'señalen' hacia Algo, hacia Alguien que no podemos percibir directamente.

Cosa que no debe sorprendernos porque pertenece a la estructura misma de nuestro pensar humano. Fíjense que, cuando yo me pongo en contacto con cualquier persona, lo que ella es, su yo profundo, está más allá de mis posibilidades de conocer. Lo único que 'veo' y 'siento' son sus actos, su palabra, sus gestos, su sonrisa, su color. Todo ese conjunto de percepciones es semeion , 'signo' de lo que la persona es, y a la cual yo no puedo llegar sino, así, simbólicamente.

Con tanta mayor razón Dios y las cosas de Dios.

Es la estructura misma de la Encarnación. Si Dios quiere comunicarse a los hombres, debe hacerlo adoptando un 'significante', un 'signo', una 'realidad material', a través del cual el ser humano pueda, de alguna manera, percibir a Dios.

Ya es signo de Dios la misma realidad del universo, a la manera como toda obra de arte -o, simplemente, toda obra- nos dice algo de, se refiere a, su creador.

Pero el signo por excelencia de la presencia de Dios entre los hombres es la humanidad de Jesús, de Nazareth. Como decía san Agustín: "los discípulos veían solamente al hombre, pero, por la fe, en ese hombre, percibían a Dios".

Por ello tampoco los milagros interesan en si mismos -dice Juan-. No importa demasiado la visión recuperada de aquel ciego; ni la temporaria vuelta a la vida de Lázaro; ni el pan que sació el hambre, aquella sola tarde, de unos centenares de hombres; ni el vino que alegró una ya olvidada fiesta; ni la recuperación de aquel lisiado o de aquel enfermo. No importan tampoco en sí mismos los milagros que puedan realizar la Iglesia y sus santos en nombre de Cristo. Todo eso no es sino signo, referencia, dedo que señala, semáforo en verde que nos abre las puertas de la esperanza a una Vida, una Luz, una Salud y un Banquete de pan y vino definitivos. Fiesta de bodas para siempre en la cual consiste, sin saber aun nosotros el cómo, la Vida de Dios.

El milagro, en todo caso, no es un fin en si mismo, como no es fin de la existencia del hombre, ni mucho menos del cristianismo, la salud que nos pueda dar la medicina, ni el hambre que nos pueda calmar la FAO, ni la prosperidad que puedan darnos los científicos ni los políticos de este mundo. Ellos son, como mucho, en su inevitable ser perecederos, caducos, pasajeros, signo de una plenitud hacia la cual se alza el ansia del corazón de todo hombre y a la cual puede responder solamente la abundancia del Reino.

Signos de una realidad que, como definición, está más allá de lo que inmediatamente se percibe. Sólo pude alcanzarse en este mundo por la fe. Una cosa es el milagro, pues, el hecho bruto, que, supuestamente, todos pueden ver, y otra es su consistencia de signo, la realidad al cual apunta. Y a ésta solo la alcanzamos por la fe.

Y Cristo -dice Juan- desconfiaba de los que lo seguían solo por el milagro, no por el signo.

De todas maneras no es el milagro, tal como lo buscan cuasi supersticiosamente algunos cristianos, el más importante de los signos mediante los cuales Dios intenta comunicarse con los hombres. En realidad, decíamos, el signo por antonomasia es el mismo Cristo con sus palabras, -también con sus milagros-, sus hechos y, sobre todo, su entrega en la Cruz. Su vida entregada hasta la muerte es, justamente, el signo por excelencia del amor del Dios que se nos regala.

Pero esta estructura 'significativa', 'significante', de la comunicación de Dios al hombre, 'animal simbólico', no queda encerrada en el recuerdo de lo que vieron un grupo de hombres, hace 2000 años, en un oscuro rincón de Palestina. Esa estructura se prolonga y llega hasta cada uno de nosotros en el 'gran signo de Dios entre los hombres', prolongación de la Encarnación, que es la Iglesia. La Iglesia que somos todos los cristianos, sacerdotes, monjes y laicos, con nuestro lenguaje y mensaje específico, con nuestros símbolos y ritos, con nuestros sacramentos. Así como con nuestra cultura, con nuestro arte cristiano -que tantas obras sublimes ha dado al mundo-, con nuestra teología y nuestra filosofía plasmada en tantos admirables pensadores cristianos, también con nuestras realizaciones políticas en la historia. Por supuesto que con nuestros milagros -que los hay los hay-, pero, sobre todo, con nuestras obras de fe, de amor y de coraje.

Por allí están 'los santos' festoneando toda la historia de la Iglesia como los signos más transparentes de la presencia del amor de Dios sobre la tierra. Allí están nuestras obras de amor, nuestros hospitales, hospicios, escuelas, misiones, leprosarios. Allí están las vidas de los que renunciaron a todo lo humano para darse totalmente a Dios en nombre de una esperanza trascendente; signos vivientes de la realidad que no podemos ver. Allí están las innumeras familias cristianas; los mártires de todos los tiempos. Allí están los soldados que cabalgaron por Cristo imposibles batallas; los separados y separadas que no 'rehicieron su vida'; los que llevaron y llevan con paciencia todas las adversidades por seguir a Jesús; los que cumplen su deber de hombres y de cristianos. Todos 'signos de Dios', de la presencia hasta el fin de los tiempos de Cristo en su Iglesia.

Pidamos a nuestro Señor que nos transforme en verdaderos signos suyos, milagros vivientes en este mundo frívolo e intrascendente cerrado en la contemplación de sus propias realizaciones perecederas.

Para ello acudamos a María que, desde su sonrisa de madre, nos apoyará siempre enseñándonos "hagan todo lo que Él les dice".

Y, entonces, el agua que corre por nuestras venas se transformará en el rojo, espumante y abundante vino de los santos.

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