1974. Ciclo c
3º Domingo durante el aÑo
(GEP, 27-1-74)
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 1, 1-4; 4, 14-21
Muchos han tratado de relatar ordenadamente los acontecimientos que se cumplieron entre nosotros, tal como nos fueron transmitidos por aquellos que han sido desde el comienzo testigos oculares y servidores de la Palabra. Por eso, después de informarme cuidadosamente de todo desde los orígenes, yo también he decidido escribir para ti, excelentísimo Teófilo, un relato ordenado, a fin de que conozcas bien la solidez de las enseñanzas que has recibido. Jesús volvió a Galilea con el poder del Espíritu y su fama se extendió en toda la región. Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan. Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Le presentaron el libro del profeta Isaías y, abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. El me envió a llevar la Buena Noticia los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor. Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Entonces comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír»
SERMÓN
Unos ciento treinta años después de la muerte de Cristo, cuando ya unos cuantos miles de cristiano se contaban entre los ciudadanos del Imperio romano, Luciano de Samosata, un escritor griego sirio de la época (125-181), los definía diciendo: “Estos cristianos son imbéciles que ponen en común todo aquello que poseen”. Tertuliano, Quinto Septimio Florente Tertuliano (c. 160-c. 220), un abogado cartaginés convertido le replicaba: “¡Un momento! Imbéciles que ponemos en común todo lo que Vds. paganos poseen en privado, si, pero, al menos, mantenemos privado lo que Vds. ponen en común, sus mujeres”.
Anécdota aparte, el que un griego y un africano discutieran sobre Cristo era algo que cien años atrás, poco después de la muerte del Señor, hubiera parecido imposible. Porque, como Vds. saben, de hecho, los primeros discípulos de Jesús, no alcanzaron a comprender de inmediato el alcance universal del mensaje del Maestro. Tanto es así que, cuando varios años antes, el historiador romano Tácito, Publio Cornelio Tácito (c. 55-c. 120), se refiere a los cristianos, a raíz del famoso asunto del incendio de Roma (19 de julio de 64) provocado por Nerón, Nero Claudius Cæsar Augustus Germanicus (37- 68) todavía pensaba que no eran sino una secta, una escuela puramente judía.
Cristo judío, los apóstoles judíos. Se pensaba entonces, en ese entonces, que el cristianismo no era sino la prolongación del mensaje, de la elección, que el Señor había hecho exclusivamente al pueblo de Israel. Jesús era el Redentor no de todos los hombres, sino solamente del pueblo hebreo. Y es así que los primerísimos esfuerzos apostólicos y proselitistas no se hicieron sino entre los judíos. Esos judíos que, como hoy en día, andaban dispersos por todo el mundo, formando en cada lugar donde habitaban comunidades aparte, con aguda conciencia y orgullo de su raza y de su nacionalidad. Fue entre esas comunidades, repartidas por todo el imperio -Asia menor, Roma, Egipto, Siria- donde el cristianismo obtuvo sus primeras conversiones.
Por eso, cuando algunos no judíos -griegos, sirios, italianos- alcanzados por la predicación apostólica y la sublime doctrina católica, manifestaron deseos de convertirse y recibir el bautismo, muchos judeo-cristianos se opusieron y se produjeron encendidas discusiones. Pretendían los judeo-cristianos que esos convertidos paganos recibieran, antes del bautismo, la circuncisión y se adapten a las costumbres judías. No se habían dado cuenta aún de la novedad absoluta del mensaje de Cristo.
Es justamente un judío de las estricta cepa farisaica quien sale por los fueros de esta absoluta novedad y declara al cristianismo independiente del judaísmo: Pablo de Tarso. Nuestro San Pablo, decapitado en Roma en la vía Ostiense, mártir de su fe.
Él fue quien promovió el primer concilio ecuménico, reunido en Jerusalén hacia el año cincuenta, concilio que, finalmente, a pesar de la indecisión primera de Pedro, resolvió definitivamente que los paganos convertidos al cristianismo no estaban obligados a las observancias judaicas.
Este Pablo, primero perseguidor de los cristianos -y del cual hemos celebrado hace pocos días la conversión camino a Damasco-, fue un incansable propagador del evangelio, justamente entre los gentiles. Durante tres años predicó en Arabia, de allí pasó a Antioquia donde se unió a Bernabé y, cuando después de haber recorrido Grecia expuso sin ambages la doctrina de la desvinculación con el pueblo de Israel que había decidido el Concilio jerosolimitano, los judíos, furiosos, comenzaron a perseguirlo, y obtuvieron que las autoridades romanas lo metieran preso.
Lo llevaron prisionero a Roma donde –como ciudadano romano que era- había pedido ser juzgado. Y allí –y para que Vds. no protesten por la lentitud de nuestros tribunales- tuvo que esperar unos ocho años, encerrado en una casa con un policía de guardia en la puerta para que le iniciaran el juicio. Tuvo mala suerte porque parece que, finalmente, cuando le tocó el turno ya estaba Nerón sentado en el Palatino.
Este Nerón era un personaje más bien medroso que, a cada momento, temía que le hicieran una revolución. De modo que, cuando oyó que este tal Pablo era partidario de un rey llamado Jesús, sin mucho más averiguar, mandó decapitarlo. No fuera a hacerle un golpe de estado.
Mientras tanto Pablo había escrito mucho. Sobre todo cartas doctrinales a aquellos grupos de cristianos a quienes había convertido en sus correrías. Estas cartas, sumadas a las que había escrito antes y todavía se conservan, junto con la de otros apóstoles son las epístolas que aún hoy leemos los domingos en la Misa. Un fragmento de una dirigida a los corintios lo acabamos de leer recién.
¡Pobre Pablo! Después de tantos años de cárcel, poco antes de su muerte, casi todo el mundo lo había abandonado. En la última de las cartas que de él conservamos, la segunda a Timoteo, escribe: “Yo ya estoy a punto de derramado como una libación y el momento de mi partida se aproxima. He peleado hasta el fin el buen combate. Concluí mi carrera. Conservé la fe […] Todos me ha dejado. Demas me ha abandonado por amor de este mundo. Crescente se fue a Galacia. Tito a Dalmacia. Solamente Lucas se ha quedado conmigo.”
Y cuando uno se imagina a este bueno de Lucas, único amigo fiel, al lado de Pablo, inerme y desamparado, en medio de la tiranía y crueldad del tiempo de Nerón, aún después de tantos siglos no puede sino admirarlo y agradecerle.
Pero la fidelidad no es el único mérito del bueno de Lucas, ni su valentía al lado del viejo predicador lo solo que debemos agradecerle, porque resulta que este mismo Lucas es el que nos ha dejado escrito el evangelio que hoy en este Domingo comenzamos a leer y vamos a seguir leyendo durante todo este año. Así como el año pasado leímos el evangelio de Marcos y el año que viene leeremos el de Mateo.
No quiero cansarlos pero, para redondear la figura de este Lucas, al cual vamos a tener que escuchar durante este año, diré que, además de buen amigo y buen cristiano, era un hombre culto. Era médico y, probablemente, así como vemos a los presidentes acompañados de sus médicos a todas partes, acompañó a Pablo a título no solo de secretario sino de matasanos privado.
Que es universitario y médico se nota cuando escribe, no solo porque su evangelio es el mejor redactado de todos, el estilo más clásico, más pulido y porque cuando describe las enfermedades que cura Cristo les da sus nombres técnicos, científicos, describiendo cuidadosamente sus síntomas, sino porque cuando tiene que contar las mimas historias que relatan Mateo y Marcos oculta cuidadosamente, por solidaridad profesional, todo aquello que pudiera ir en desprestigio de los médicos. Por ejemplo, Marcos, hablando de una mujer que desde hacía doce años tenía hemorragias y a la cual cura Cristo, dice “había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado ‘al contrario’ cada vez estaba peor” Parece dicho hoy. Lucas, contando lo mismo, se hace el oso y dice simplemente: “enferma desde hacía doce años no había podido ser curada por nadie” y sigue rápidamente adelante sin mencionar los errores de los médicos. Por algo San Lucas es hoy el patrono de los médicos. (Quizá habría que tener cuidado de no rezarle estando enfermos corriendo el riesgo de hacerlos fundirse en farmacias y sin perspectivas de cura.)
El asunto es que este Dr. Lucas, secretario, médico y amigo de Pablo, conociendo ya el evangelio de Mateo, escrito para los judíos y el de Marcos, el más antiguo, breve y al cual faltan muchas cosas que la tradición había recogido sobre Cristo, cree conveniente escribir otro más completo para esos paganos, griegos y romanos a los cuales se había dirigido su Maestro fuera del judaísmo. Y así, como escribe en el prólogo que acabamos de leer, después de informase cuidadosamente y reunir todos los datos que encuentra a su disposición, compone su obra solo treinta años después de la muerte de Cristo, menos años que los que median entre el retiro de San Martín y la historia que de él escribió Mitre.
En este evangelio de Lucas, influido por la doctrina de Pablo, insiste justamente en el llamado universal a la salvación y deja de lado aquellas cuestiones que más podían interesar a los judíos y que aparecen en Mateo. Su afán informativo lo lleva a contar bastante de la infancia de Cristo y es el evangelista que más nos habla de María, la madre de Jesús. Tanto que algunos sostiene que estuvo con ella personalmente y recabó esos relatos de sus mismos labios.
Más: antiguas tradiciones afirman que llegó a pintar el retrato de María. Existen varios cuadros que aún se conservan que se dicen que son copia de este primitivo pintado por Lucas.
Se podría decir muchísimo más de Lucas, su estilo, aquellas parábolas hermosas que solo encontramos en su relato, como la del hijo pródigo, la oveja perdida, el fariseo y el publicano, su insistencia en la alegría que trae Cristo, el amor de Jesús por los pecadores, su perdón, la ternura con los humildes y los pobres, los peligros de las riquezas, la necesidad de la oración, la acción del Espíritu Santo.
Pero mejor será no hablar de él sino escucharlo con atención en los próximos domingos, sabiendo que éste su relato, inspirado por Dios, es a la vez el testimonio de un hombre como nosotros que, habiendo conocido a Cristo a través de Pablo, se enamoró de Él y selló la veracidad y verosimilitud de aquello que relata con la almohadilla impregnada en la tinta de su propia sangre. Sangre derramada en un circo romano cuando cumplió los 74 años de edad.
Que Lucas nos enseñe durante este año a conocer y a amar cada vez más a Nuestro Señor.