1986. Ciclo c
3º Domingo durante el aÑo
(GEP, 26-1-86)
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 1, 1-4; 4, 14-21
Muchos han tratado de relatar ordenadamente los acontecimientos que se cumplieron entre nosotros, tal como nos fueron transmitidos por aquellos que han sido desde el comienzo testigos oculares y servidores de la Palabra. Por eso, después de informarme cuidadosamente de todo desde los orígenes, yo también he decidido escribir para ti, excelentísimo Teófilo, un relato ordenado, a fin de que conozcas bien la solidez de las enseñanzas que has recibido. Jesús volvió a Galilea con el poder del Espíritu y su fama se extendió en toda la región. Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan. Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Le presentaron el libro del profeta Isaías y, abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. El me envió a llevar la Buena Noticia los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor. Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Entonces comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír»
SERMÓN
Muy prosopopéyicamente, a la manera culta de los griegos, Lucas, el médico de Pablo, comienza su evangelio, escrito, precisamente, para los cristianos surgidos en el ámbito helénico. Y, este año, nos corresponde -según la división litúrgica actual-, los domingos, leer sus relatos.
No voy a hablar de Lucas ni de las características propias de sus escritos porque ya lo he hecho en alguna otra ocasión. Pero les recuerdo que, cuando Lucas afirma que ha decidido escribir un relato ordenado, no se refiere simplemente a un orden cronológico, histórico. Ninguno de los evangelios quiere ser una biografía de Jesús a nuestro estilo contemporáneo, sino una reflexión teológica sobre él. Por eso el orden del cual habla Lucas es un orden de exposición de ideas mediante el cual pretende ir llevando al lector a una comprensión global y cada vez más profunda de lo que Cristo es.
Y si bien, en lo que hemos leído hoy, existe desde el prólogo a la escena de la sinagoga de Nazaret un salto de tres capítulos -los referentes al nacimiento, infancia, bautismo; tentaciones de Jesús- dicho salto y la unión de ambos extremos no son del todo arbitrarios, porque, de alguna manera, nos encontramos en la escena de Nazaret con el comienzo de la vida 'pública' de Cristo. Lo omitido perteneció a la vida 'familiar y oculta' de Jesús, rescatado del olvido por las investigaciones de Lucas; pero la escena escuchada hoy nos muestra ya el primer impacto, la primera presentación 'oficial' que hace Jesús de sí mismo.
Porque, claro, para nosotros la cosa hoy no ofrece dudas. El catecismo, mediante un vocabulario creado y pulido por la filosofía cristiana nos dice: "Jesucristo es la segunda Persona -o 'hipóstasis'- de la Trinidad hecha o unida al hombre". Pero, cuando aparece Jesús en la historia, ninguna de esas palabras o conceptos existía: ni 'Trinidad', ni 'persona', ni 'hipóstasis'. Ni siquiera la palabra Dios significaba lo mismo que para nosotros.
Para entenderse a sí mismo y para entenderlo a él los discípulos no contaban sino con las categorías conceptuales de la cultura de la época y los judíos, específicamente, (y a través de una larga preparación realizada en la historia santa de su pueblo) las categorías conceptuales de la Biblia. Para poder comprender a Cristo como lo hace, por ejemplo, la teología de Santo Tomás de Aquino, la Iglesia tendrá que recorrer un largo camino, usando con cautela y reformándola la filosofía greco-latina e, incluso, crear su propio vocabulario.
Pero, en el primer siglo, cuando se escribe el Nuevo Testamento, todavía falta mucho tiempo para poder formular las definiciones dogmáticas según las cuales la Iglesia hoy entiende a Jesús.
Y, en la misma vida de Cristo, hay como un progreso de compresión y vocabulario que Lucas destaca. Ya sabemos, por ejemplo, que Jesús, al comienzo, no quiere que le llamen el ' Cristo ', el ' Mesías '. El título que usa para referirse a sí mismo es el de " hijo de hombre ". Y en la escena de la sinagoga de Nazareth nos encontramos, probablemente, con la más antigua de las denominaciones de Jesús, un tratamiento típicamente hebreo: el título de ' profeta '.
Nosotros solemos entender como profeta al que vaticina eventos futuros, al que tiene visiones de lo que vendrá. Y, ciertamente, también esa puede ser una de las misiones del profeta: anunciar lo que sucederá. Pero, estrictamente, en Israel "profeta" es, simplemente, 'el que habla en nombre de Dios'.
Los judíos eran concientes de que en su historia habían aparecido muchos profetas; porque precisamente Dios había hablado y había ido encaminando y formando a su pueblo por medio de los acontecimientos pero también por medio de estos sus enviados los profetas. Pero los últimos grandes profetas ya habían desaparecido hacía tiempo. Hacía mas de cuatrocientos años que no surgían profetas en Israel. Los judíos se habían convertido en un pueblo que, para encontrar la voz de Dios, debía volverse al pasado. Es en esos años anteriores a Cristo cuando se compila el Antiguo Testamento, donde quedan escritos, entre otras cosas, los oráculos, la palabra de Dios pronunciada, en otras épocas y para otras circunstancias, por los profetas.
Fue la tarea de los escribas y sacerdotes, desde entonces, interpretar estos antiguos textos y conservarlos. Pero ya no había palabras nuevas para los judíos. Era como si Dios hubiera callado. No que se hubiera olvidado de su pueblo, pero si que, hastiado de sus pecados, estuviera esperando y haciendo esperar a los judíos.
Porque en realidad eso es lo que hacían los hebreos, en eso se habían transformado, en un pueblo de 'esperanza'. Dominados por los persas, humillados por los griegos, gobernados por los romanos y vanas todas las tentativas humanas de liberarse de estos yugos, los judíos sufrían su situación como un castigo o período de prueba, del cual, esperaban, tarde o temprano vendría a liberarlos Yahvé.
Y, justamente, leyendo las viejas Escrituras encontraban textos en los cuales interpretaban que Dios les prometía una definitiva intervención.
Los más importantes de esos textos los habían extraído de un profeta de la escuela de Isaías que había escrito allá por los años 540 antes de Cristo, durante la última fase del cautiverio en Babilonia y que anunciaba a los cautivos la liberación, la vuelta a la tierra prometida. Y uno de esos textos famosos -quizás el más famoso de todos- es el que lee hoy Jesús, a propósito, en la Sinagoga. El anuncio de la aparición de un hombre que, ungido por el Espíritu de Dios, hablaría en su nombre anunciando a los cautivos, la buena noticia de la liberación. Y 'buena noticia, en griego, se dice 'eu-angelion', evangelio.
Pero esta profecía, este anuncio, hecho hacía más de cuatro siglos a los cautivos de Babilonia y parcialmente cumplido en aquel entonces con el regreso a Jerusalén de algunos de los desterrados, los judíos lo leían ahora proyectándolo a una liberación definitiva, la de los 'últimos tiempos'. 'Últimos tiempos' cuando Yahvé intervendría en la historia e instauraría su Reino para siempre, llevando a su plena realización, las tantas esperanzas frustradas de la historia de Israel.
Y ese último tiempo iba a ser anunciado, después de siglos de silencio, de pura lectura de los textos sagrados, por un 'profeta'. Profeta que habría de venir con la palabra viva, fresca, actualizada, de Dios, para anunciar la inminencia del cumplimiento de todas las promesas, la liberación de todos los límites y esclavitudes, y la saciedad de todos los deseos de Israel.
Es decir que Jesús no lee al azar cualquier texto. Elige éste, bien conocido por todos, para dar a sus conciudadanos la sorprendente y fabulosa noticia -el eu-angelion - la 'buena nueva' de que ya no hay que esperar más; que el silencio de Dios ha quedado roto. Su palabra, otra vez, resuena vibrante en los oídos de su pueblo, anunciando que en Él, Jesús de Nazareth, se cumple ese pasaje de la Escritura.
Más tarde el mismo Jesús y los discípulos le atribuirán otras características, otros títulos: 'Hijo del hombre', 'Mesías', 'hijo de David', 'Hijo de Dios', 'Señor', y la Iglesia declarará dogmáticamente, bastante más tarde, que Jesús el Cristo es la segunda hipóstasis de la Trinidad; pero eso no quita que el primer título que parece haberse atribuido a Cristo haya sido el de "Profeta". El 'profeta de los últimos tiempos', el profeta escatológico, el anunciador, el mensajero de la 'buena noticia' de que Dios ya está dispuesto para intervenir definitivamente, liberando a su pueblo, llevando a hartura todos sus deseos.
Y tampoco quita, todo lo que la teología diga después, que Jesús siga siendo 'aquel que viene a anunciar' a todos los pobres de cualquier pobreza, a todos los cautivos de cualquier cautiverio, a todos los ciegos de cualquier ceguera, a todos los oprimidos de cualquier opresión, aquel que viene anunciar la buena noticia, de la paz, de la liberación, de la vista, de la libertad.
Porque él es quien, finalmente, nos ilumina respecto a nuestro verdadero destino, abriéndonos el panorama del 'por qué' de nuestras penas, nuestros límites, nuestras caducidad, encerrando el deseo siempre insatisfecho que anida en el fondo de nuestros corazones. Él es el 'profeta', el que viene a decirnos y mostrarnos, en nombre de Dios, que nuestra ambición constante de vida y felicidad no viene a estrellarse absurdamente en nuestra biología de estrechez y de muerte; sino que está hecha para abrirse al campo infinito de la felicidad divina. Él viene a traer significado a nuestros sufrimientos y fuerza a nuestras luchas, siempre abiertas a un futuro de vida y triunfo a través de la magia de la cruz. Él viene a liberarnos, con su verdad y su gracia, de las esclavitudes de este mundo, de sus propagandas, de sus modas, de sus engaños, de sus falsos señuelos. Él viene a librarnos de nuestras debilidades y vicios, para poder montar a caballo y luchar.
Porque Jesús no es solamente el profeta que viene a anunciar la buena noticia del mundo futuro , sino el que de alguna manera lo inaugura ya . Ya el cristiano comienza a gozar, en la fe, de las dichas del Reino, de lo que posee, ahora, en Esperanza. Ya puede, aún en medio de la oscuridad y el dolor, compartir el destino de su Señor. Ya puede comenzar a luchar por anticipar la justicia y la libertad del Reino en medio de este mundo, en sus instituciones políticas, en la vida familiar. Ya puede iniciar la construcción del Cielo en el amor y el servicio a los demás, en el destierro de los egoísmos, odios y envidias que hacen más dura nuestra vida y nuestra espera, en la liberación del pecado que nos quita libertad, en la luz de la verdad que ilumina la vida.
Sí: todas las esperanzas de Israel, más: todas las esperanzas de la humanidad, todas nuestras esperanzas, hoy se ven cumplidas, en el anuncio de la 'buena nueva' que nos trae el Profeta. Cristo Nuestro Señor, que, en el misterio de su vida humana, se hace voz de Dios, gritándonos al oído que ya podemos comenzar alegremente la lucha, porque el Reino ha llegado. Que la Felicidad es posible y está, ya, al alcance de nuestras manos.