1983. Ciclo c
4º Domingo durante el año
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 4, 21-30
Entonces comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír». Todos daban testimonio a favor de él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es este el hijo de José?». Pero él les respondió: «Sin duda ustedes me citarán el refrán: "Médico, cúrate a ti mismo". Realiza también aquí, en tu patria, todo lo que hemos oído que sucedió en Cafarnaúm». Después agregó: «Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Yo les aseguro que había muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó a todo el país. Sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón. También había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio». Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo. Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino.
SERMÓN
Platón, en uno de sus diálogos, el ‘Teeteto’ o ‘De la ciencia’, mediante el conocido método socrático de la mayéutica, va suscitando, a través de las palabras de Sócrates, en su interlocutor Teeteto, dudas respecto a lo que éste aceptaba sin discusión hasta ese momento, habiéndolo tomado de las opiniones del ambiente. Estas dudas, que demuelen lo que hasta entonces Teeteto admitía sin pensarlo demasiado, hacen que, finalmente, exclame: “Por los dioses, Sócrates, que mi admiración aumenta sobremanera al plantearme estas cosas; y sube hasta tal punto que, a veces, siento vértigo solo con mirarlas!”
A lo cual responde Sócrates: “¡Finalmente querido Teeteto! No creas que estas dudas y autocrítica sean vanas, (…) porque, al contrario, el estado de tu alma ahora es el que corresponde al filósofo: la admiración. Porque la filosofía no conoce otro origen que éste”
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Esta misma afirmación es recogida más adelante en su ‘Metafísica’ por Aristóteles: “Es la admiración lo que empujó siempre y empuja a los hombres a filosofar”. ‘Filosofar’, en el sentido antiguo y etimológico del término: el deseo, la búsqueda del saber, de la ciencia, de la sabiduría, del conocimiento, del ‘por qué’ y ‘para qué’ de seres y acontecimientos.
Porque, efectivamente, quien no se asombra y ve suceder todo a su alrededor como si fuera ‘de suyo’, viviéndolo prosaicamente, sin interés, sin curiosidad, sin hacerse preguntas, jamás podrá llegar a conocer, a tener ciencia. ¿Cuántos hombres habían visto caer objetos hacia el suelo, manzanas de los árboles, sin prestar atención a este fenómeno? Un hecho obvio, cotidiano. Newton, en cambio, se asombra, se pregunta el por qué de esta caída y así descubre la ley de la gravitación universal. Es cuando dejo de pensar que el hecho es obvio cuando dudo y me asombre y descubro que no sé y entonces quiero saber, es allí recién cuando puedo encontrarme con la verdad.
Al comentar el texto aristotélico que recién mencionamos Santo Tomás lo explicita: “La duda y la admiración provienen de la ignorancia”. Ignorancia, por supuesto, reconocida que impulsa a intentar remediarla. ¿Quizá sea por ello que hoy la gente no se pregunte, no se admire, porque no quiere reconocer su ignorancia?
No es la condición atenta del ser humano y, mucho menos, cuando es niño y sus ojos se van abriendo a la realidad. Espontáneamente se admira de todo. Abre sus ojazos grandototes y va y toca y muerde y mira y todo quiere saber: ”¿Qué es eso? ¿Por qué mamá, por qué papá?”
Hasta que llega a la edad nefasta –fomentadas por nuestra aberrante educación primaria y secundaria y la TV‑ en que, al contrario, no admitirán ninguna ignorancia, creerán saberlo todo, de nada se admiran “¡Ya lo sabía!; Todo lo escuchan como si entendieran, todo pueden explicarlo, les da vergüenza admitir dudas o ignorancias sobre nada, ningún acontecimiento o descubrimiento o hecho parece causarles asombro. Saben más que los padres. “Ya lo sé papá”.
El tiempo, antes, devolvía la humildad. La experiencia de los años desarzonaba la soberbia y uno podía volver a asombrarse y preguntarse los “por qué”. Por eso decía Aristóteles que no se podía hacer filosofía antes de los treinta, cuarenta años.
Pero hoy es más difícil; porque hasta de las cosas más prodigiosas el hombre ha dejado de asombrarse: que los sonidos y las imágenes viajen por los aires mediante la televisión; que el hombre llegue a la luna y fotografíe la superficie de Venus, Marte y Saturno; que el Papa aparezca de repente en cualquier parte del mundo; que apretando un botón pueda destruirse una ciudad; que pueda trasplantarse un corazón.
Cualquiera de esas cosas que antes hubieran bastado para llenar de asombro a una generación hoy apenas despiertan momentáneo interés. Y, además, en el colegio no nos dijeron que todo tiene su sencilla explicación científica y de nada hay que maravillare. A lo cual habría que preguntar si, justamente, no es asombroso el que todo tenga su explicación científica, como reflexionaba Einstein. Explicación, por otra parte, que los verdaderos sabios actuales sostienen que abarca una ínfima parte del universo y hay mucho que andar todavía, más aún, si –como sostenía el mismo Einstein, por cada respuesta que da la ciencia, se abren diez nuevos interrogantes. Por otro lado sabiendo que la ciencia de ninguna manera es algo fácil y los descubrimientos de las leyes de la naturaleza son fruto del aporte de muchos abnegados investigadores y largas horas de observación y estudio y no la lectura superficial de una revista de divulgación.
El asombro, por otro lado, se desgasta. Vivimos bombardeados por periódicos y noticieros –y, peor, el cine‑ en donde, todo junto, en media hora, suceden decenas de acontecimientos que, en la vida de un hombre normal no suelen ocurrir sino poco y raramente. ¿Cómo no se va a desgastar nuestra capacidad de asombro? ¿Cómo no vamos a pensar tontamente que sabemos todo y de todo?
Ahora, por ejemplo, se lanza a una enorme masa de gente ‑la mayoría ignorante en cuestiones político-económicas‑ a decidir con un papelito si van a subir al gobierno los peronistas o los radicales, y todos admitimos este mecanismo azaroso de promoción sin parpadear.
¿No habría que asombrarse y preguntarse “por qué” este absurdo sistema llamado democrático que no utilizamos jamás para nada realmente serio: decidir una operación, un negocio, una cuestión legal? ¿Por qué tantas cosas se nos venden como obvias? ¿Por qué el absurdo y corrupto sistema de los partidos? ¿Por qué la democracia? ¿Por qué los congresos no representativos de nadie más de los que lo integran? ¿Qué es eso de ‘los derechos del hombre’? Quizá hechas seriamente estas preguntas llegaríamos a postular otra vez todo eso como necesario –lo dudo‑ pero, al menos, conscientemente, sabiendo de lo que hablamos y no repitiendo como loros.
El hombre moderno es un perpetuo adolescente que cree que sabe todo y puede todo, cuando lo único que sabe es repetir lo que todos parecen aprender de memoria y tener en su cabeza los slogans y frases hechas que ha escuchado y le remachan periodista, maestros y políticos.
Y el secreto de la sabiduría no es asombrarse solamente de las cosas extraordinarias. A pesar de las maravillas de nuestro mundo moderno siempre las cosas nuevas y raras conservarán la capacidad de atraer nuestra atención. Pero se da el caso que la verdadera sabiduría y la más profunda no es la que trata de explicar los hechos extraordinarios que, al fin y al cabo, constituyen circunstancias excepcionales en nuestra vida, sino la que se interroga sobre la parte más importante y substancial de nuestra existencia que es lo ordinario, lo cotidiano, que siendo tan admirable como lo extraordinario, no lo percibimos capaz de interrogarnos solo porque estamos acostumbrados a ello.
‘Milagro’ proviene justamente del latín ‘miraculum’; de la raíz ‘mirari’, admirarse: admirable, asombroso. Todo en realidad es milagro, decía San Agustín, porque la existencia de cosas que podrían perfectamente no haber existido necesita explicación. Y, comentando el signo de la transformación del agua en vino de las bodas de Caná, afirma que fue tan extraordinario y digno de admiración ese hecho como el que la viña regada por la lluvia produzca la uva que en la cuba se convierte en rojo licor. Lo que sucede es que por repetido de lo segundo no nos asombramos, de los primero sí.
Y, vean, justamente el filósofo es aquel capaz de admirarse frente a las cosas más ordinarias, más comunes. La pregunta clave de la filosofía se refiere a lo más corriente y vulgar; el simple hecho de ser, del existir, del vivir.
Eso que percibimos todas las mañanas cuando nos despertamos como telón de fondo de todas nuestra vivencias, de nuestras alegría y penas, de nuestros rechazaos y quereres, de nuestras empresas y fracasos. “Estoy vivo.” “Soy”·. Cosa a la cual estamos tan habituados que no nos ofrece ningún interrogante, no nos asombra. Nos hemos acostumbrado a ser, a existir desde pequeños, sin darnos cuenta.
Contrariamente a la experiencia del desmayado que súbitamente despierta y no recuerda lo que les sucedió, pero que inmediatamente suscita la pregunta “¿Qué pasó? ¿Quién soy? ¿Dónde estoy?”
Ese es el conocimiento de la filosofía, “¿por qué vivo siendo que antes no vivía y un día no viviré? ¿Porque las cosas existen y no la nada? No habiendo la mínima necesidad de que yo exista ¿quién quiso que yo existiera? Y, si voy a morir, ¿para qué?”
U otras cosas, también ordinarias, pertenecen al campo de este saber fundamental y que parecen interrogantes obvios sobre cosas que le pasan a todo el mundo: “Quiero a los míos; estoy enamorado; tengo amigos. Pero ¿qué es el amor? Estudio, quiero saber. Pero ¿qué es saber? Estoy vivo ¿qué es la vida? Trabajo, gano ¿para qué?
¿Ven? Esas son cosas todas que se pregunta la filosofía y el filósofo y que tendría que preguntarse todo hombre, porque son respecto de sus actividades más importantes y de su existir fundamental y, sin embargo, todo eso se considera obvio: existo, vivo, conozco, amo, lucho … y nunca me pregunto, ‘por qué’, ‘para qué’. Estoy acostumbrado, no me asombro, no destapo mi ignorancia y, por lo tanto, paso por la existencia sin dar respuesta a los único interrogantes capaces de hacer valioso mi vivir. La mayoría de la gente vive así y, por eso, es tan difícil hablarles de Dios. Porque Dios, en última instancia, es la única respuesta a esos interrogantes que el hombre tendría que plantearse respecto a su existencia, a lo ordinario de su vida, que es tan motivo de asombro como lo extraordinario. Y, sin embargo, es imposible acercarse a Dios. Por eso en el mismo Teeteto, Platón dice que el ‘arco iris’ símbolo de la unión de la tierra con el cielo, personificado en la diosa Iris mensajera de Zeus a los hombres, era hija de Taumante que, en griego, quiere decir, el Asombro.
La diosa Iris, personificación del Arco Iris que une, supuestamente el cielo y la tierra.
Fíjense como Lucas, en la escena que acabamos de leer junta dos episodios: uno, el de los que le escuchan y se ponen a favor de él: “daban testimonio a favor de él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca”. Y otros, los que estaban acostumbrados a Él “Che, no es éste el hijo de José”. Para estos Jesús afirma “nadie es profeta en su tierra”, ‘nadie puede enseñarles nada’.
Jesús se niega allí a hacer milagros. No quiere despertar admiración con hechos extraordinarios. Eso no sirve de nada si antes no hay admiración por lo ordinario, por las grandes preguntas que son las menos raras y que nadie se hace.
Ellos conocen a Jesús, le han visto desde chicos, han jugado, convivido con él ¿cómo asombrarse de su presencia? Si no se mira más allá de la punta de las narices y se cree que un conocimiento superficial puede atisbar las honduras de un ser humano ¡Tanto menos los de Dios!
Tengamos nosotros, cristianos, también, cuidado de acostumbrarnos a Cristo, de no asombrarnos más cada vez que nos acercamos a comulgar, al Sagrario, a la escucha de su Palabra, porque lo hacemos todos los domingo o todos los días. No nos habituemos a Su presencia en nuestros sagrarios. Admirémonos todos los días de estar vivos y en gracia y llamados a la eternidad. No dejemos de enmudecer de estupor cada vez que nos perdona y nos sonríe, de vivir el gozo de lo incomprensible que es el que Él -¡Dios!- esté embargado de amor por nosotros, de que nos haya cedido a Su Madre, de que haya muerto por mí. No: no nos acostumbremos. Porque si todos los días al despertar y al anochecer no nos volvemos asombrar en la oración, en la acción de gracias y nos habituamos a ser cristianos, y no redescubrimos todos los días la alegría, del llamado de la Buena Noticia, él no podrá hacer milagros, no nos podrá transformar.
“Y Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino”.