1990. Ciclo A
4º Domingo durante el año
(GEP 1990)
Lectura del santo Evangelio según San Mateo 5, 1-12a
En aquel tiempo: Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: «Bienaventurados los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Bienaventurados los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Bienaventurados los afligidos, porque serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Bienaventurados los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Bienaventurados vosotros, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alegraos y regocigaos, porque tendréis una gran recompensa en el cielo »
SERMÓN
Sería difícil encontrar en esta región en la cual se supone que Jesucristo enuncia las bienaventuranzas una elevación de terreno a la cual propiamente pudiera aplicarse el nombre de montaña. Como mucho, loma, colina. De hecho Lucas, en el pasaje paralelo, ubica al Señor hablando en el llano. Pero Mateo, escribiendo en medio de la polémica antifarisea de la segunda mitad del siglo, quiere hacer notar que el definitivo legislador del pueblo de Dios, es Jesús, no Moisés. Cristo es quien viene a traer la plenitud de la ley, su definitivo cumplimiento. De allí que gran parte del discurso -el famoso discurso 'de la montaña'- que hoy hemos comenzado a leer y continuaremos leyendo en los cinco próximos domingo insiste en contraponer " ustedes han oído que se dijo a los antepasados .", " pero Yo les digo ."
Y de allí, entonces, que Mateo ubica a Jesús en una montaña figurada, paralela a la montaña en la que supuestamente Moisés había recibido las Tablas de la Ley.
Y allí comienza el sermón de la montaña, la nueva Ley, la promulgación del nuevo testamento, superación del antiguo.
Pero Cristo no nos va a traer un nuevo código, un reglamento, un catálogo de prohibiciones y mandatos, donde fácilmente pudiéramos encontrar, mediante un índice, qué es lo que debemos hacer o no en cada momento, a la manera de la casuística rabínica. No: nos trae un nuevo "espíritu", una invitación a la perfección, un impulso que, más allá de los detalles moralísticos del comportamiento, nos introduce en una dinámica de superación y santidad que es el objetivo mismo del existir cristiano y que está espléndidamente reflejado en este preámbulo al sermón que son las bienaventuranzas.
Esta búsqueda de la justicia que es lo único que, en última instancia, puede saciar nuestras hambres y sedes más profundas. 'Justicia', en lenguaje bíblico, muy superior a la justicia de nuestro vocabulario castellano que recuerda a falibles tribunales humanos o reivindicaciones subversivas de utópicas justicias sociales. Se trata de la 'justicia' que viene de Dios y que es, simplemente, la misericordia con la cual Él cubre nuestras miseria, nuestra finitud y nos eleva a la esfera de la santidad. De hecho la mejor traducción de esta bienaventuranza sería: "dichosos o bienaventurados los que tienen hambre y sed de ser santos".
Deseos, pues, de santidad, de la justicia que viene de Dios y que no pueden dar ni conseguir los hombres y que, precisamente por ello, solo puede arraigar en la conciencia de la impotencia de alcanzarla con las propias fuerzas.
Lo que cree, en cambio, poder alcanzar el rico. Rico de dinero o rico de talentos o de juventud o de belleza o de poder o de inteligencia o de salud o de autoestima o de virtudes puramente humanas. Ese suele ser el gran 'cerrado' a la gracia. No necesita 'gracia': él todo lo puede 'comprar' con lo que posee, todo obtener de sí mismo. Recibir gratis, de favor, extendiendo la mano, es un insulto para él.
Así, solo desde la aflicción, desde la paciencia, desde el 'alma de pobre' no de 'rico', podemos alzar nuestras manos menesterosas a Dios y encontrarnos con Su gracia, con Su justicia.
Y la cosa no queda allí. Porque, desde ese nuevo gozo de la misericordiosa justicia divina -que nos abre al don maravillosos de su amistad y del acceso a la Vida eterna- se abren también, al cristiano, exigencias de acción que, al mismo tiempo, confieren significado a la existencia y la hacen valiosa en cualquier circunstancia en que Dios permita que estemos ubicados. Ricos o pobres, lindos o feos, jóvenes o viejos, intelectuales o prácticos, con poder o sin él, todos podemos hacer crecer en nosotros un corazón recto, puro, que nos permita ejercer efectivamente la misericordia, el servicio a los demás y el trabajo por la paz y la prosperidad espiritual y material de nuestros hermanos.
Todo un programa de vida, sin esquemas, sin reglamentos, sin límites de perfección, de entrega, de generosidad.
Y si así hemos de proceder, de acuerdo a nuestra dignidad cristiana, acordes al título de nobleza de la justicia divina con que el Señor nos ha agraciado, y en desacuerdo a lo que hace todo el mundo, a lo que es normal, admitido.
Y si, porque no somos vivos a la criolla y no engañamos y no aceptamos sobornos ni coimas, y no somos deshonestos en nuestros negocios y en nuestros trabajos y en nuestros estudios; si porque no mentimos y no robamos, y no fornicamos ni somos infieles a nuestra condición de célibes o de casados y si honramos a nuestros mayores y a la verdadera autoridad y si amamos a la patria y si a Dios queremos servir sobre todas las cosas; y si, así siendo, por eso nos va mal o somos señalados o se burlan de nosotros ¡mucho mejor! porque si por eso -¡ojo! no por nuestros defectos o por nuestra estupidez, sino porque somos real, virilmente cristianos- si por ello nos persiguen y nos dejan de lado, doblemente bienaventurados, "¡alegraos, regocijaos!" señal de que cabalgamos.