1994. Ciclo B
4º Domingo durante el año
Lectura del santo Evangelio según san Marcos 1, 21-28
Llegó Jesús a Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad. Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: -¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: El Santo de Dios. Jesús lo increpó: -Cállate y sal de él. El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: -¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y lo obedecen. Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.
SERMÓN
El pequeño cuadro evangélico que hoy Marcos nos ha relatado, parece ser una de las informaciones más antiguas que se conserven de la vida terrena de Jesús. Aquí no vemos ninguna traza de los matices de señorío sacral que los evangelistas prestarán a su figura una vez vistas las cosas desde la perspectiva de la Resurrección , después de la Pascua , como en Juan. Aquí se trata casi de un testimonio desprejuiciado, de una percepción inmediata de la personalidad de aquel que había levantado una ola de entusiasmo entre la gente, mediante su predicación, mediante sus curaciones, aún antes de que a nadie se le ocurriera pensar que él era el mesías, ni mucho menos el hijo de Dios. Una impresión que no venía de la fe posterior a los acontecimientos pascuales, sino del trato vecino con su figura bien humana, de hombre hecho y derecho, de varón...
He aquí que, en medio de un pueblo dividido entre una gran mayoría de pobres serviles y atemorizados por sus autoridades religiosas y civiles, tanto romanas como judías, que obedecían por miedo a las terribles penas de la época, que, a la vez que odiaban al invasor, no podían respetar a sus propios gobernantes, colaboracionistas del enemigo y tan explotadores y ruines como ellos; en medio de un sacerdocio corrupto que solo pretendía medrar económica y políticamente en medio de los suntuosos y costosos ritos del templo de Jerusalén; en medio de legislaciones absurdas que se encargaban de interpretar y manejar las discordes voces de los escribas, es decir de los soferin o letrados o abogados de la época, sin preocuparse del sentido común ni de la ética, sino solo de la literalidad de leyes y reglamentos tantas veces descabellados; en medio de arcaicas predicaciones en las sinagogas, sin nervio, sin adaptación a las circunstancias, leyendo textos antiguos ajenos a la problemática de cada día; y, sobre todo, viendo en las llamadas clases dirigentes, políticas y religiosas, por un lado un discurso pomposo, lleno de prepotencia, de falsa legalidad y de mendaces promesas y, por el otro, una conducta incoherente, mercenaria e hipócrita; en medio, pues, de la desazón, del desaliento de los buenos, del miedo, de la desprotección, del abandono, de la sensación de estar dejados de la mano de Dios y de sus propios líderes, aparece esta figura fresca, imponente, suave, sincera, limpia, simple, varonil, sin vueltas, de este joven profeta Jeshúa bar Ioseph de Nazareth.
Allí está esa impresión reflejada en el asombro y la admiración que hoy menta Marcos: la sensación de novedad, de hallazgo, de cosa nunca vista que tienen los que en medio de ese ambiente escuchan y miran a Jesús.
Y, precisamente, lo que a primera vista hallan, finalmente, en este hombre, es lo que de ninguna manera encuentran en sus jefes, en sus leguleyos, en sus sacerdotes, en sus oradores y predicadores: autoridad. Esa autoridad que justamente faltaba a sus autoridades.
También nosotros tenemos dos maneras de utilizar la palabra autoridad: una peyorativa, cuando hablamos, por ejemplo de autoritarismo; otra buena, cuando decimos de alguien que realmente vale: es toda una autoridad.
Existe pues la autoridad formal, la que surge de las instituciones naturales -como la de los padres por ejemplo o las de cualquier sociedad natural- o de las artificiales -como este o aquel sistema de gobierno-; autoridades que están sostenidas por la fuerza, por su poder de coaccionar, de cobrar impuestos, de multar, de manejar la economía o los medios, y que no solo mediante la persuasión sino mediante la violencia pueden imponer sus normas y funcionar por la eficacia de sus medios represivos. Esta autoridad sostenida por la fuerza de por si no es mala ni buena, depende de quien la ejerza y hacia que fines la encamine. Si es usada en orden al bien común, al crecimiento y felicidad de los que son sometidos a ella, es legítima y hasta necesaria; porque sin algún tipo de coacción no se puede proteger a los buenos ni reprimir a los delincuentes. Hay una crítica al autoritarismo que es excesiva, cuando se postula el anarquismo y se desprestigian aún las autoridades y jerarquías naturales.
El problema surge, empero, cuando a esas funciones de autoridad formal acceden los incompetentes o los deshonestos y entonces la utilizan mal o para favorecer sus propios intereses o el de determinados sectores, sin justicia y con escándalo. O cuando aún la autoridad natural se ejerce despótica o irracionalmente.
Por eso siempre fue importante que a la autoridad de la función o el puesto o el grado o el título, se añadiera la autoridad personal del que usufructuara de ella.
Y ¿quién no se da cuenta de que es mucho más fácil ser leal y sujetarse con alegría a un padre que vale, a un superior que enseña con su conducta, a un dirigente que se sabe honesto y capaz, a un jefe de oficina o profesor que saben dirigir y enseñar, que a cualquier otro que ocupando el mismo puesto autoritario no lo acompañe con su personalidad?
El término griego que usa nuestro evangelio y que nosotros traducimos como autoridad es exousia que está compuesto de la preposición ek , fuera, y el sustantivo ousía que significa ser. La exousía , la autoridad, sería entonces como el ser que surge y se expande fuera de si mismo, que se desborda. Aún el término latino auctoritas , viene del verbo augére , hacer crecer, aumentar. Es el que hace crecer a los demás. Es el valor, la virtud, la densidad interior y personal de alguien pero que brota hacia afuera y se impone por admiración, por imitación, por natural respeto. Una vibración exterior, un brillo, que nade de la interioridad rica de aquel a quien respetamos y que surge de su mirada, de su forma de actuar, de su palabra, de su conducta. No necesita imponerse por la fuerza, por el grito, por el gesto airado, por su poder de despedirme o de hacerme mal o de impedirme el ascenso. No tiene necesidad de manifestarse en bastón de mando, en auto con chofer, en casa lujosa, en mentón parado, en alfombras coloradas. No precisa de chupamedias, ni de serviles, ni de aduladores.
Su presencia no engendra miedo, sumisión, sino aprecio, veneración, y al mismo tiempo tranquilidad, paz, confianza. Llega él y el ambiente se serena, las aguas se aquietan, se siente que hay alguien en quien poder apoyarse, encontrar consejo, luz, firme timón...
Eso es lo que los más lejanos recuerdos que registra el evangelio de la personalidad de Jesús destacan de él: "les enseñaba de manera nueva como quien tiene autoridad y no como los escribas".
Sería mucho pedir que, en un mundo sin ética y sin moral de lo alto, sino con meras costumbres arbitrariamente impuestas por el hombre, y a través del inicuo sistema de las estultas elecciones masivas y de la partitocracia, con sus suciedades de comité, asaltando los resortes del Estado e influyendo desde allí en todos los órdenes de la vida política, económica y cultural, será mucho pedir que los puestos de poder, las funciones dirigentes sean ocupadas -a no ser por casualidad- por verdaderas autoridades. Pero al menos en nuestras instituciones más cercanas, en nuestras familias, en nuestros lugares de trabajo, en nuestras cátedras, en nuestro púlpitos, en nuestros conventos, en nuestra área de influencia, que el poco o mucho poder que tengamos de exigir, de aconsejar, de apremiar, sea respaldado siempre con esa autoridad que solo el crecer de adentro puede dar, en contacto con la fuente de toda autoridad, de Jesús, y en disposición de servicio, de no exigir nada a los demás que uno mismo no esté dispuesto a dar, de no enviar a nadie al frente sin estar uno mismo en primera fila, habiendo echado antes de nosotros los malos espíritus para poder también luego expulsarlos de los demás.