1996. Ciclo A
4º Domingo durante el año
(GEP 1996)
Lectura del santo Evangelio según San Mateo 5, 1-12a
En aquel tiempo: Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: «Bienaventurados los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Bienaventurados los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Bienaventurados los afligidos, porque serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Bienaventurados los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Bienaventurados vosotros, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alegraos y regocigaos, porque tendréis una gran recompensa en el cielo »
SERMÓN
Las bienaventuranzas siguen siendo desde los primeros anuncios del evangelio la parte m s desconcertante y llamativa de su mensaje. Aún después de dos mil años de cristianismo sus proposiciones nos siguen sonando paradójicas, y aún contradictorias.
¿Cómo basar la dicha, la bienaventuranza, la felicidad, precisamente en aquello que todo el mundo considera lo contrario de ello: la pobreza, el hambre, la aflicción, la persecución...?
¿Cómo es que el cristianismo pretende erigir en fuente de gozo aquello que unánimemente es causa de llanto para los hombres?
Y no es que uno quiera entender perfectamente los caminos del Señor, pero sí encontrar alguna luz y coherencia en su mensaje...
Porque es obvio que ningún llanto o dolor o pena o pobreza puede tener sentido en si mismo: el cristianismo no viene a trastocar de tal manera nuestro concepto de la realidad que intente hacernos ver el bien donde hay mal, y mal donde hay bien. Pero sí el cristianismo viene a reformar la escala de valores de los hombres, incluyéndola en una escala superior.
Porque si la vida fuera solamente el presente en donde nos encierra el límite de nuestra biología, los años pocos o muchos que tenemos que pasar en este mundo; si el intento creador de Dios se detuviera en la formación de este universo y ningún otro futuro se abriera para el hombre más allá del que le permiten sus talentos, su tiempo de vida, su angosto estar en este mundo ¿quién dudaría de que el feliz sería aquel capaz de alcanzar durante su existencia terrena los mayores gozos, los mayores placeres y evitar por todos los medios, aún a costa de su prójimo, los males, las penas, las desgracias...?
Aún así uno podría decir que ni siquiera los éxitos mundanos son posibles sin algo de sacrificio: el esfuerzo del estudio, para cualquier profesión honorable; el entrenamiento para los laureles deportivos; el tesón tedioso para la realización en el trabajo; el riesgo aún para la riqueza deshonesta... Salvo para algunos privilegiados, el triunfo en esta vida siempre es fruto de fatigas, de -como decía Churchill- sangre sudor y lágrimas.
Pero, concediendo que la felicidad hubiera que hallarla a toda costa en esta tierra, qué difícil vislumbrar una sociedad en donde todos fueran exitosos, sin desigualdades, sin competencias, sin envidias, sin luchas de poder...! ¿A qué fantasía futura no habría que recurrir para imaginar una sociedad de hombres y mujeres plenamente felices, sanos, robustos, longevos, iguales, dichosos, sin miserias, sin enfermedades, sin taras, sin enconos, sin depresiones, sin compulsiones, sin fronteras..? Qué de utopías tendrá aún que forjar la mente humana para aferrarse a la idea de que es posible que el hombre pueda ser plenamente feliz en este mundo...!
Y a todo esto ¿qué decir en esta historia hacia ese futuro ideal que fabricar nuestra técnica y nuestros políticos visionarios y nuestros economistas, de los millones de seres humanos que han quedado y aún quedarán en el camino?: las víctimas de la injusticia, de las enfermedades, de su propia incapacidad, las odiosas diferencias entre los que nacieron entre sedas y algodones y los que nacieron en pobreza; los que fueron educados en familias buenas y los chicos de la calle; las que heredaron un cuerpo para lucir en pasarelas y las que nunca recibieron un piropo...
A qué desánimos, a qué diferencias, a que dolores, condena la escala de valores de la felicidad mundana a la gran mayoría, para que solo minorías vivan la exaltación de la riqueza, del poder, del placer, de la salud, de una felicidad que, de todos modos, aún de sus manos, tarde o temprano, se les escapar ... Y no nos engañe nuestra situación, nuestro medio, nuestra época: tres cuartas partes de la humanidad vive debajo de los límites del hambre; pero aún nosotros, entre los afortunados del mundo ¿quién dirá que somos pura felicidad?
Y, entonces, si el progreso de la humanidad fuera el objetivo único de su historia; y la obtención de la dicha que espontáneamente busca todo ser humano la finalidad de nuestro vivir ¿no habría que decir que aún cuando generaciones futuras pudieran alcanzarlo: el haberlo hecho a costa de tanta pasada lágrima, de tantas penas, de tantos dolores, pone en cuestión la lógica cruel de esta hipotética futura realización..?
¿Quién podría creer en un Dios creador que busca el bien de sus creaturas si la vida del hombre, único animal conscientemente hambriento de dicha, estuviera encerrada en las posibilidades de bonanza y al mismo tiempo de dolor que le puede ofrecer su breve paso por esta vida?
Si el mundo fuera solamente lo que nos muestran nuestros libros de geografía o astronomía y el hombre lo que nos describen los tratados de medicina y los manuales de su historia, cualquier persona en su sano juicio tendría que negar terminantemente la existencia de Dios; o imaginarlo simplemente como un poder indiferente o hasta maligno que juega desde lejos de cada uno, con puras leyes generales, con la física con la química, pero sin preocuparse de cada cual...
Pero así vivió y vive gran parte de la humanidad: "Dios no existe" o "Dios se confunde con la naturaleza, y se manifiesta privilegiadamente en el éxito, en el poder, en la belleza; mientras la enfermedad, la sordidez, lo feo y la muerte, son epifenómenos descartables del fulgor de los felices, o contrastes necesarios a la belleza del todo..."
Pero las cosas se complican porque precisamente esa felicidad que se busca a cualquier precio en este mundo, no solamente suele descartar, por su propio dinamismo toda solidaridad con el que sufre, toda compasión que vaya en desmedro de mi dicha, todo verdadero amor que pueda crearme compromisos con el que vive algún dolor, sino que además me cierra, me aprisiona, en la búsqueda autocomplaciente de mi mismo, y si logro ser feliz, me engaña con una dicha que de todos modos apagar la muerte...
En realidad, si por hipótesis el hombre, supongámoslo, estuviera hecho para disfrutar de una felicidad superior y alcanzar la plenitud en una riqueza, en una dimensión, incapaces de ser gestadas en ningún laboratorio humano, ni inversión de bolsa, ni juego de multinacionales, ni telescopios estelares, ni consultorios de psiquiatras, ni éxitos profesionales; supongámoslo: si el hombre estuviera fabricado para realizarse más allá de si mismo, y de su límite, en una dimensión que solo podría alcanzarle Dios, y si entonces este mundo no fuera la obra definitiva del Dios creador, sino una mera etapa en tránsito, inconclusa, de una creación que aún no ha terminado y solo ser finalizada más allá del tiempo: ¿acaso eso no abriría otra vez la esperanza para el dolor del mundo, para los sujetos a miseria, a pobreza, a inferioridad, a l grima y tristeza, a aparente abandono y, a la vez, no haría de la riqueza, de la felicidad mundana, del placer sin sombras, trampas engañosas, espejismos mendaces capaces de distraer al hombre de su verdadero objetivo y encerrarlo en la cárcel del espacio y del tiempo, uncirlo para siempre a su mortalidad...?
En medio de un mundo que privilegia la juventud, el éxito, el individualismo, la belleza, la capacidad, la perpetua sonrisa, los ricos y famosos, y que condena a los minusválidos, a los viejos, a los inexpertos, a los desvalidos, a los menos dotados, a los feos, al tedio doloroso de la envidia, a la sin esperanza, a la soledad, al perpetuo caminar gacha la cabeza, a la protesta impotente... mundo que fue el de Jesús, pero mundo que, tal cual, sigue siendo ahora ¿no es acaso una proclama de aliento, de alegría, de optimismo el discurso de hoy, las bienaventuranzas, que son capaces de transformar la pobreza y la aflicción en fuente de nuevos deseos y esperanza; y en esa esperanza, dar aliento a la solidaridad, no de los que compiten por los bienes limitados incapaces de llegar a todos, sino de los que buscan los bienes abundantes ofrecidos por Dios, y capaces de ser compartidos en la amistad, en misericordia, en lucha por la paz, en pureza de corazón..?
En su historia bimilenaria ¿acaso la Iglesia no ha sabido construir, basada en estas paradójicas bienaventuranzas, en monasterios, en conventos, en familias verdaderamente cristianas, en parroquias y aún en naciones católicas, ámbitos de verdadera felicidad humana abiertas a lo eterno, al amor de Dios y, por consecuencia, al amor de los hermanos?
Y si eso significó remar contra corriente; si eso despertó enconos e inquinas; si eso significa, otra vez hoy, quedarse solo y pobre, enfrentado a un mundo incapaz de entender el mensaje de Jesús y que vive sin códigos y sin honor únicamente el lenguaje del éxito, también allí otra vez, para que no nos quejemos de la injusticia de Dios, para que no perdamos la alegría, el aliento juvenil de las últimas bienaventuranzas de Cristo: "dichosos los perseguidos; dichosos cuando insultados a causa de mi".
"Alegraos y regocijaos entonces, porque tendréis una gran recompensa en el cielo."