1998. Ciclo c
4º Domingo durante el año
(GEP, 1998)
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 4, 21-30
Entonces comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír». Todos daban testimonio a favor de él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es este el hijo de José?». Pero él les respondió: «Sin duda ustedes me citarán el refrán: "Médico, cúrate a ti mismo". Realiza también aquí, en tu patria, todo lo que hemos oído que sucedió en Cafarnaúm». Después agregó: «Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Yo les aseguro que había muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó a todo el país. Sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón. También había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio». Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo. Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino.
SERMÓN
Offenbach, ese prolífico autor de operetas y óperas del siglo pasado, autor de "La vie Parisiènne", por ejemplo y de "Los cuentos de Hoffman", judío de nacimiento, se convirtió ya grande al catolicismo. En sus memorias cuenta que eso no le pareció nunca una apostasía de su gente porque la mayor gloria del pueblo judío -sostenía- había sido precisamente dar al mundo al hijo de Dios y lo lógico era que los judíos fueran verdaderamente judíos siendo cristianos.
Que continuara sintiéndose judío, era fruto de las profunda convicciones judías de su padre, que desde pequeño lo había formado en el orgullo de su raza. Recuerda Offenbach que, niño en Viena, cuando, junto con un par de compañeros judíos, notó que el resto de la escuela los distinguía y miraba como diferentes preguntó el porqué a su padre, quien le respondió con orgullo que ello era así porque pertenecía a la raza de Dios, la raza que había sido elegida entre todas las demás.
Esto que relata Offenbach no era sino el sentimiento común de todos los judíos que desde la época del exilio en Babilonia transitó todas las geografías y todos los tiempos de ese pueblo hasta nuestros días. Ese fue el cemento que convirtió a Israel en una etnia impermeable, nunca fundido en el crisol de ninguna nación, un fenómeno único en la historia de la humanidad.
Si hay un punto que explica como desde la simpatía que -cuenta hoy Lucas en su evangelio- despierta Jesús al principio en su auditorio se pasa a la furia con intención de despeñarlo, es precisamente el que Jesús osara afirmar que Dios era capaz de preferir a una fenicia, la viuda de Sarepta, o a un sirio, Naamán, a los miembros del pueblo de Israel.
Para esta mutación de actitud lo demás tiene menos importancia: por ejemplo lo de que "nadie es profeta en su tierra". Una constatación que fácilmente han probado generaciones de argentinos que para triunfar -técnicos, artistas, científicos- han tenido que hacerlo en el exterior. O los padres que tienen que sufrir el que sus hijos recién hagan caso de sus consejos cuando lo reciben de alguien de fuera de la familia. Pero eso no es para enojar a nadie.
Sin embargo Lucas es un observador profundo, su relato deja traslucir no solo extrañeza de que uno del mismo ambiente se atreva a decir cosas extrañas o a enseñar a sus pares, hay algo más que Lucas insinúa, probablemente la envidia. Curioso como la envidia nos toca siempre con los más cercanos. A nadie se le ocurre tener envidia de Clinton o de la Fortabat o de Mirtha Legrand, o de cualquier personajón más o menos alejado de nosotros. Podremos decir éste si que la pasa bien o qué lindo tener esa fortuna o esa fama, pero realmente no se produce en nosotros ningún sentimiento excesivamente profundo de envidia. Pero cuando el que se distingue es algún cercano; un cuñado, un amigo, un compañero de facultad o de colegio, que les va mejor que a nosotros o es ascendido o tiene hijos estupendos o lo que fuere, ahí si, morimos de envidia, y aún los buenos no pueden apagar del todo ese sentimiento malo que nace espontáneamente en su corazón.
El hijo de José es el que se ha destacado de la familia. Ha roto las pautas establecidas. En vez de continuar como estaba previsto el oficio del padre, casarse con una muchacha de la aldea, sentarse a conversar en los fogones de invierno y colaborar en las labores de la primavera y el estío, ha salido al mundo a predicar, a ganarse la vida como profeta. Hasta allí no hay demasiado que reprocharle: al fin y al cabo no es novedad en Israel el que de vez en cuando aún de las familias más normales salga un predicador o un rabino. Pero lo que es inusual, lo que no se le puede perdonar a Jesús es que haya tenido éxito. Que todo el mundo hable de El, que la gente acuda a escucharlo, a pedirle curaciones, consejo... No solo llegan a Nazaret las noticias de las multitudes que arrastra, sino también de los milagros que realiza, probablemente aumentados por el correr de éstos de boca en boca...
Y ahora lo tienen ahí, otra vez en su pueblo, donde se había criado, rodeado de discípulos de otros lados, incluso de las ciudades, que le siguen y lo admiran. ¿Qué viene a hacer a su aldea? ¿a pavonearse, a mostrarles como ha progresado, a hacer ostentación de su éxito? Y ya sus críticas y comentarios no se sabe si provienen del sólido sentido común campesino, renuente a los cambios, o de esa porción inconsciente de envidia que hace que todo se vea desde la peor óptica, ciegos para ver las cosas positivas del envidiado y con una lupa para sus defectos.
¡Si lo conocemos desde que era así!, ¡todo se lo enseñamos nosotros!, ¿que quiere? ¿cambiar el mundo?, ¿enseñarnos algo nuevo?, ¡Vamos!, hijo de José..., ¿se le habrá subido a la cabeza lo de la descendencia de David a la cual había hecho alguna vez mención su padre cuando recién llegado desde Belén? ¡acaso nosotros no somos tan judíos como él! y ¿qué es esto de que cananeos o sirios pueden ser más queridos por Dios que nosotros..?
Bien, en lo escueto del relato de Lucas no es fácil determinar cuáles fueron las razones para que los coaldeanos de Jesús hayan montado en cólera hasta el punto de querer matarlo y despeñarlo. Vaya a saber cómo sucedieron realmente las cosas, ya que Lucas escribe muchos años después y sus localizaciones no son siempre exactas y es verdad, además, que estrictamente en Nazaret y sus alrededores no hay ningún lugar desde donde se pudiera despeñar a nadie.
Lucas lo único que quiere es mostrar el comienzo de la hostilidad que sus connacionales tuvieron a Cristo y que anuncian desde el comienzo del evangelio el desenlace de la cruz.
Pero por ahora todavía no es el momento de Dios, y por eso cuenta Lucas que Jesús pasó por el medio de ellos, continuando su camino.
De todos modos, más allá de las circunstancias históricas y de las intenciones del evangelista, cualquiera que lea el evangelio de hoy puede fácilmente sentirse identificado con los aldeanos de Cristo. Al fin y al cabo, cuánto hace ya que somos cristianos, y venimos a Misa, y recibimos sacramentos, y de una manera u otra somos familiares a las cosas de Dios. Estoy seguro de que la mayoría razonablemente bien: con nuestros más y nuestros menos todos estamos orgullosos de ser católicos y tratamos en lo posible de hacerlo bien. Pero ¿no podrá ser también que, a la manera de los nazarenos, ya estemos tan acostumbrados a ser cristianos, nos hemos hecho tan aldeanos y coterráneos de Jesús, que su palabra ha perdido mordiente en nuestras vidas, que él no puede ser nuestro profeta? "Ningún profeta es bien recibido en su tierra." Ese asombro que siente cualquiera que no haya oído hablar nunca del evangelio cuando se acerca por primera vez a él y se topa de pronto con la sublimidad de su palabra, de su pensamiento, la alegría de Offenbach cuando se convierte, no lo habremos estropeado en nosotros de tanto leerlo, de tanto oírlo, de tanto escuchar o, mejor dicho, de tanto ya no escuchar las predicaciones, de tal modo que el mensaje de Jesús en nosotros ya ha perdido su frescura, su capacidad de convertirnos. No nos habremos instalado en una especie de cristianismo transigente, fácil, cómodo que no me exige demasiado, que vivo casi como por hábito, rutinariamente, dejando escapar la oportunidad de mejorar, de crecer, a lo mejor, si es necesario de cambiar... No intentaré incluso inconscientemente de matar a Cristo en mi corazón cuando de pronto se me ocurren esos pensamientos de conversión, esos propósitos de cambio, de progreso, de más oración, de más caridad con los míos, de más entrega, en nombre del sentido común, de lo que todo el mundo hace, de la pereza ante el cambio, de qué dirán los demás.
Pidamos a Jesús que nunca perdamos la lozanía del ser cristianos, la posibilidad de estar atentos siempre a las inspiraciones de su Espíritu, la disposición a hacer sin vacilaciones lo que nos pida aunque nos cueste, la siempre renovada atención a su palabra... No sea que de tanto estar familiarizados, con él, con su evvangelio, con sus sacramentos, el no sea capaz de realizar en nosotros, cristianos de siempre, lo que es capaz de hacer con los que oyen el evangelio por primera vez, y sofocando sus inspiraciones en nuestra rutina, El pase de largo en medio de nosotros, nos deje atrás y continúe su camino.