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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1972. Ciclo A

5º Domingo durante el año  
(GEP 6-2-72)

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 5, 13-16
Jesús dijo a sus discípulos: Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres. Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo.

SERMÓN

Me comentaba, el otro día, un ama de casa, lo enojada que estaba consigo misma porque, habiendo un propagandista protestante llamado a su puerta y entrado a su casa, no había encontrado palabras ni argumentos para discutirle; y se había callado y hasta sonreído. Cuando me lo dijo aún se sentía frustrada y cabizbaja por no haber sabido defender su fe. Y, por eso, me pedía libros para instruirse y estar preparada frente a cualquier otra ocasión de polémica.

Está bien. ¿Quién no se da cuenta de la pavorosa ignorancia religiosa de nuestros católicos? Pocos hay quienes, después de la nociones de catecismo, recibidas más o menos conscientemente, para tomar la primera comunión, se hayan ocupado alguna vez de profundizar y entender cada vez mejor esas fórmulas casi aprendidas de memoria. Mientras en todas las demás materias llegamos a séptimo grado, al secundario, algunos a la universidad, solamente en religión nos quedamos en el jardín de infantes.

Y, sin embargo, esto reconocido, no tengo ninguna intención de dedicar este sermón a instar a ustedes a que se pongan a estudiar religión y leer libros. No que me disgustaría si lo hicieran, al contario, sino que no me parece que sea, en estos momentos, ni lo más urgente ni lo más necesario. Por otra parte ¡líbrenos Dios de cierta literatura pseudoreligiosa que se vende hoy en día en nuestras librerías católicas!

Por otra parte, es relativamente sencillo aprender como loros tres o cuatro nociones de religión y, mejor, si progresistas o neocatólicas. Lo difícil y arduo es vivir el evangelio, sencillamente, en el compromiso cotidiano.

No, señores, no es ciencia lo que necesitamos, aunque, sin duda nos falte. Y no podré llegar nunca a ser ingeniero con la aritmética que aprendí en primer grado; ni a literato con la gramática del primario; pero sí puedo hacerme perfectamente santo –más santo sin duda que muchos teólogos, monjas y católicos sabihondillos- con el catecismo que aprendí cuando chico. El Credo, los diez mandamientos, el Padre nuestro.

La sabiduría cristiana es algo más que saberse una enciclopedia de memoria. Se aprende más en la oración, en el contacto con Dios, en la experiencia de la vida, en la madurez del dolor y el sufrimiento, en el esfuerzo por vivir como cristiano, en la frecuentación de los sacramentos, que en la erudición de los libros o la cháchara de las conferencias y las lecciones. ¡Guay de los jovencitos engreídos que, porque saben sus nociones librescas, desprecian la sabiduría -a lo mejor analfabeta- de las canas de sus padres!

No interesa demasiado saber discutir con protestantes o con marxistas. El que lo sabe, por supuesto, mejor. Pero poco importa saber, hablar o polemizar. Estamos todos hartos de palabras. La inflación no solo desvaloriza el dinero -aumenta el circulante, disminuye su poder adquisitivo-. Existe también la inflación de la palabra -aumenta el palabreo, disminuye su poder persuasivo-.

Hemos escuchado hasta el hartazgo bellos discursos: políticos que nos prometieron el oro y el moro -y qué delicia escuchar sus recursos oratorios, ¡cómo nos enardecieron!- … y todo quedó en palabras. Hemos visto en la televisión y los diarios ministros de economía y presidentes que, con perfectos argumentos y números estadísticos, demostraban que el costo de vida no aumentaba … y, sin embargo, cada vez menos nos alcanzaban nuestros sueldos.

Todos los días, con hermosas palabras, locutores, afiches, avisos, tratan de convencernos de que cualquier porquería es el vino, el talco, el auto o el desodorante mejor del mundo. Escuchamos a Frondizi, nos convence. Oímos a Lanusse, nos parece que tiene razón. A Rucci, y también parece razonable. A Alzogaray, y, casi, casi, también parece que la pega. Todos están bien. Todos hablan bien. Pero nuestro instinto, a pesar de que no siempre encuentra los argumentos para descubrir el error o la mentira, se da cuenta de que todos no pueden tener razón al mismo tiempo. Vemos demasiada sonrisa, demasiado énfasis, demasiada insistencia en sus afirmaciones de altruismo hacia nosotros. Y, entonces, nos hacemos escépticos. Podremos, quizá, tener simpatía por uno o por otro, pero, en el fondo, no apostamos por ninguno.

Y, por eso, afirmo, nadie va a convencer con argumentos y palabras a ningún protestante ateo o indiferente o pecador. Y podremos llenar las iglesias de estupendas prédicas, nuestro cacumen con inteligentísimas ideas, los diarios con encíclicas y pastorales, documentos y resoluciones, pasar la misa del latín al castellano y hacer cursos prebautismales y prematrimoniales –y quizá está bien que se haga- pero, si detrás de todo eso no está el poder magnético de las obras, del ejemplo y del testimonio, todo quedará en vaniloquio ineficaz.

La gente podrá decir: ¡qué magnífica pastoral! ¡qué bien habla el Padre! ¡ahora sí que se entiende la Misa! Pero, si después de decir eso, los que oyen o leen no se han hecho mejores, más bondadosos, más cristianos, todo habrá sido inútil.

Dicen que, en sus últimos años, a Juan María Vianney, el Cura de Ars, sin dientes y sin dentadura, cuando hablaba, no se le entendía nada. Y, sin embargo, después de verlo celebrar su Misa y escuchar su prédica ininteligible, la gente salía llorando, conmovida, dispuesta a mejorar, a cambiar de vida, tocada misteriosamente por algo que iba más allá de las palabras y surgía de su presencia de santo.

Se repetía lo de San Pablo.

Por eso, no importa demasiado ser inteligentes o eruditos o hábiles. Importa ser sal. No interesa saber muchas cosas, sino vivir en serio aquellas pocas que sabemos. ¿Para qué saber responder a veinte mil preguntas si no hemos sabido responder aún a Dios con nuestra vida?

En eso se fija el mundo, eso miran los demás. No las declaraciones que hacemos, los panfletos que tiramos, las protestas grandilocuentes que proferimos. Más vale un santo mundo que un charlatán de sacristía.

Si, pues –y me parece que ya es tarde- existe todavía alguna esperanza de hacer cristiana a nuestra sociedad, no será, no, con nuestra charla o nuestra ciencia, sino con la sal y la luz, sencilla y humilde, pero sabrosa y radiante, de nuestra santidad.

Y siento tener que terminar –una vez más- con palabras duras; pero son las del evangelio. “ Recuerden que ustedes cristianos son la sal de la tierra. Si pierden su sabor, para nada sirven ya, sino para ser tirados y pisados por los hombres” .

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