1974 Ciclo
C
7º Domingo durante el aÑo
24-11-74
Lectura del primer libro de Samuel 26, 2. 7-9. 12-14. 22-23
Saúl bajó al desierto de Zif con tres mil hombres, lo más selecto de Israel, para buscar a David en el desierto.
David y Abisai llegaron de noche, mientras Saúl estaba acostado, durmiendo en el centro del campamento. Su lanza estaba clavada en tierra, a su cabecera, y Abner y la tropa estaban acostados alrededor de él.
Abisai dijo a David: «Dios ha puesto a tu enemigo en tus manos. Déjame clavarlo en tierra con la lanza, de una sola vez; no tendré que repetir el golpe». Pero David replicó a Abisai: «¡No, no lo mates! ¿Quién podría atentar impunemente contra el ungido del Señor?».
David tomó la lanza y el jarro de agua que estaban a la cabecera de Saúl, y se fueron. Nadie vio ni se dio cuenta de nada, ni se despertó nadie, porque estaban todos dormidos: un profundo sueño, enviado por el Señor, había caído sobre ellos.
Luego David cruzó al otro lado y se puso en la cima del monte, a lo lejos, de manera que había un gran espacie entre ellos, y empezó a gritar a la tropa y al rey Saúl: «¡ Aquí está la lanza del rey! Que cruce uno de los muchachos y la recoja. El Señor le pagará a cada uno según su justicia y su lealtad. Porque hoy el Señor te entregó en mis manos, pero yo no quise atentar contra el ungido del Señor».
Palabra de Dios.
SALMO Sal 102, 1-2. 3-4. 8 y 10. 12-13 (R.: 8a)
R. El Señor es bondadoso y compasivo.
Bendice al Señor, alma mía,
que todo mi ser bendiga a su santo Nombre,
bendice al Señor, alma mía,
y nunca olvides sus beneficios. R.
Él perdona todas tus culpas
y sana todas tus dolencias;
rescata tu vida del sepulcro,
te corona de amor y de ternura. R.
El Señor es bondadoso y compasivo,
lento para enojarse y de gran misericordia;
no nos trata según nuestros pecados
ni nos paga conforme a nuestras culpas. R.
Cuanto dista el oriente del occidente,
así aparta de nosotros nuestros pecados.
Como un padre cariñoso con sus hijos,
así es cariñoso el Señor con sus fieles. R.
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto 15, 45-49
Hermanos:
Esto es lo que dice la escritura: «El primer hombre, Adán, fue creado como un ser viviente»; el último Adán, en cambio, es un ser espiritual que da la Vida. Pero no existió primero lo espiritual sino lo puramente natural; lo espiritual viene después.
El primer hombre procede de la tierra y es terrenal; pero el segundo hombre procede del cielo. Los hombres terrenales serán como el hombre terrenal, y los celestiales como el celestial.
De la misma manera que hemos sido revestidos de la imagen del hombre terrenal, también lo seremos de la imagen del hombre celestial.
Palabra de Dios.
EVANGELIO
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 6, 27-38
Jesús dijo a sus discípulos:
Yo les digo a ustedes que me escuchan: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian. Bendigan a los que los maldicen, rueguen por lo que los difaman. Al que te pegue en una mejilla, preséntale también la otra; al que te quite el manto, no le niegues la túnica. Dale a todo el que te pida, y al que tome lo tuyo no se lo reclames.
Hagan por lo demás lo que quieren que los hombres hagan por ustedes. Si aman a aquellos que los aman, ¿qué mérito tienen? Porque hasta los pecadores aman a aquellos que los aman. Si hacen el bien a aquellos que se lo hacen a ustedes, ¿qué mérito tienen? Eso lo hacen también los pecadores. Y si prestan a aquellos de quienes esperan recibir, ¿qué mérito tienen? También los pecadores prestan a los pecadores, para recibir de ellos lo mismo.
Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada en cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno con los desagradecidos y los malos.
Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes.
Palabra del Señor.
SERMÓN
Hoy en día el cine –al menos el cine al que llaman serio- ese al cual hay que ir con aspecto de intelectual, con anteojos y un libro bajo el brazo, suele ser retorcido, alambicado. Todos los personajes con sus miserias, traumas y protervias. Uno no sabe con qué protagonista simpatizar más o a quien más abominar.
Cuando yo era chico las cosas eran mucho más simples -como ahora con las series de la televisión-. Un corte neto, tajante, se establecía de entrada entre los buenos y los malos, entre el muchachito y la muchacha y los malvados. Uno sabía en seguida con quién debía identificarse, por quien debía sufrir en los peligros y alborozarse en los triunfos. Y uno sabía también en quien debía descargar su agresividad, a quien debía temer, odiar, alegrarse en su castigo o en su muerte. Y, para que la victoria del bueno fuera más deseada y celebrada, el argumentista o el director se complacían en pintar al malo de los colores más negros, cometiendo maldades refinadas, cruel sádico, sensual, falso. Y ¡cómo estallaba en aplausos la platea cuando, finalmente, después de mi perversidades, los malos –japoneses o alemanes perversos en las películas de guerra, rufianes depravados en las de gánsteres, pistoleros inicuos en las de cowboys- recibían una paliza o eran aprisionados o acribillados a balazos! Y se prendían las luces y todos salíamos de la sala contentos, satisfechos, marcando fuerte el paso como el muchachito de la película y, a la noche, antes de dormirnos, imaginando que molíamos a golpes al primer japonés o pistolero que se atrevía a atacar a la chica de nuestros sueños.
Sí, el esquema era simplista: buenos de un lado, malos del otro, pero ¡como consonaba esta simplificación con nuestros instintos más profundos! Por una parte al afecto por los buenos, por los nuestros, la solidaridad con nuestros amigos y parientes. Por el otro, un profundo odio a los malos, a la injusticia, al enemigo todo acompañado por el deseo de la venganza. Y pienso que quizá esto último era lo que más prevalecía. Y lo demostraba el gozo violento que todos teníamos cuando el malo se llevaba su merecido, la parte más refocilante, sin duda, de la película.
¡Ah! ¡Dulce venganza! Dulce incluso imaginada, porque ¿quién no ha cientos de veces en su vida -sacando de ello algún consuelo- pensado en las cosas que le haría a sus enemistades? ¿Qué alumno bochado no ha encontrado algún alivio meditando sutiles venganzas contra su profesor? ¿Qué conscripto castigado no ha confortado sus horas de guardia o de reclusión concibiendo en su mente las cosas que le va a decir o hacer el día de la baja al cabito petulante o al sargento autoritario? ¿Qué empleado injustamente postergado no ha conseguido secretas compensaciones evocando las mil humillaciones a las cuales someter a su jefe? Y los mil refinados castigo que inventamos y deseamos para los que nos han hecho el mal. ¡Hasta a nuestros padres cuando éramos pequeños y nos ponían en penitencia a nuestro juicio siempre injustamente! O para el pillado primero de la clase, o al que nos hacía quedar mal delante de nuestra novia o de los demás. Y, ya en la lucha por la vida, con menos pasión, quizá, pero con más odio frio, calculado, el mal que hemos pretendido para aquellos que, de una manera u otra, se transformaban en obstáculo de nuestras ambiciones, de nuestros deseos, de nuestros proyectos, de nuestra felicidad. ¡Y eso que nosotros nos sentimos buenos!
Sí: ¡en que inepto recipiente van a verterse las inauditas palabras de Jesús en su sermón de la montaña! “Amen a sus enemigos”, “hagan el bien a los que los odian”, “bendigan a los que los maldicen”, “rueguen por los que los tratan mal”.
¡Qué disparate! En lugar de la toma de karate, el puñetazo en la nariz, el insulto o la calumnia, hundirlo, serrucharle el piso, amar a aquel que busca mi daño. Yo secuestrado, amar a mi secuestrador, yo, torturado, amar al que me tortura; yo estafado, al que me estafó, engañado al engañador. Amar al que hace daño a mi hermano, a mi padre, a mi hijo, a mi patria ¡absurdo! Pero las indicaciones de Jesús son claras: no ignorarlo, no; no perdonarlo, tolerarlo, soportarlo, no: ¡amarlo! ¡Qué barbaridad! Está más allá de mis fuerzas de mi naturaleza. ¿Habrá que buscar una explicación a esas frases? Uno se pregunta. ¿Habrá querido Jesús decir realmente eso: ‘amar al enemigo’?
1510-1535 El Bosco Museo de Bellas Artes de Gante
Y entonces quizá yo ahora podría tratar de explicar las palabras de Jesús, abundar en distinciones: decir, bueno una cosas es el amor afectivo, del corazón y otra el amor efectivo, de las obras. Una cosa es el amor de ‘benevolencia’ y otro el de ‘sentimiento’. Una cosa es cuando te pegan a vos y a lo mejor tenés que tragártela y otra cuando atacan a tu prójimo. Una cosa es buscar la justicia y otra la venganza. Una cosa es la actitud interior y otra la exterior. Sí, todas distinciones muy eruditas, muy sabias, muy teológicas. Pero yo me pregunto si el Señor, cuando estaba bestialmente clavado en la cruz, sus nervios vivos apoyados en el fierro oxidado de los clavos, frente a él su madre con el corazón destrozado, desgarrado, yo me pregunto si cuando mirando a esos soldados romanos invasores de su pueblo que se habían divertido brutalmente con él toda la noche en el calabozo de las torturas, si cuando mirando a lo lejos a los fariseos triunfantes, señalándolo con el dedo y riendo, vestidos con su pieles y la cabeza perfumada, ellos culpables de los sufrimientos de su pueblo, yo me pregunto si entonces el Señor pensó en todas esas distinciones cuando de su gargantea seca, con sabor a sangre, musitó apenas audible, lleno de amor “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”
Y no quiero hablar más de este evangelio de hoy. No quiero manosearlo. No quiero, quizá, sin darme cuenta, explicándolo, adaptarlo a mi propia miseria, a mi mezquindad. Lo leeré luego, de nuevo, despacio, oyendo, aspirando, absorbiendo su sentido, no discutiéndolo, no interpretándolo, no acomodándolo y, entonces, quizá, el Señor me de la gracia de entenderlo, de vivirlo. Y, mientras tanto, más vale, antes que justificar mi poquedad, mi infidelidad al mensaje evangélico forzando el texto con interpretaciones doctorales que tranquilicen mi conciencia, más vale que reconozca humildemente -yo por mi parte lo reconozco- que esto me es difícil de cumplir. Más: que esto no lo cumplo, que estoy lejos de ser un buen cristiano, aunque -tú lo sabes Jesús- quisiera serlo.