1972. Ciclo A
9º Domingo durante el año
(GEP 04/06/72)
Lectura del santo Evangelio según san Mateo
7, 21-27
No son los que me dicen: «Señor, Señor», los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Muchos me dirán en aquel día: «Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos a los demonios e hicimos muchos milagros en tu Nombre?». Entonces yo les manifestaré: «Jamás los conocí; apártense de mí, ustedes, los que hacen el mal». Así, todo el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa; pero esta no se derrumbó porque estaba construida sobre roca. Al contrario, el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su casa sobre arena». Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa: esta se derrumbó, y su ruina fue grande».
SERMÓN
Todos conocen a esos fumadores incorregibles que evitan el consejo de los médicos de no fumar más o deambulan de médico en médico hasta encontrar uno tolerante con su vicio. Y ¡qué felices las señoras que han encontrado a uno que les deja comer de todo y no les impone regímenes espartanos de comida!
¡Qué alegría también la de esos niños o jóvenes cuyos padres les conceden amplia libertad para hacer lo que quieren! Ahí los vemos en su frívola dicha, llevándose a todos por delante, a cualquier hora del día y de la noche, cigarro en boca, desafío en la mirada, desenvoltura en el gesto. ¡Qué envidia o que rabia la de los que les ha tocado en suerte padres chapados a la antigua: “Pero, ¡mamá; todo el mundo lo hace!”
Pobre tipo el que, para manejar su automóvil ha estudiado cuidadosamente las indicaciones del fabricante y las reglamentaciones de tránsito. Me río de ellos con mi acelerador a fondo, mi escape libre, mi ¡me importa un bledo cuándo le cambio el aceite o se encienden los semáforos!
¡Qué linda la libertad! Hacer lo que quiero, como quiero, cuando quiero. ¡Abajo reglamentos, regímenes, disciplinas, instrucciones, leyes, obligaciones! ¡Que sociedad fantástica sería una sin leyes!
Y, también en la Iglesia, en el cristianismo. ¡Si pudiéramos acabar con la religión de las normas, de la moral, de los códigos y preceptos! ¡Basta de Misas obligatorias! ¡Abajo los tabús sexuales, el complejo de culpa, la noción de pecado, la confesión! Hay que dar lugar a la adultez, a la decisión personal –dicen-, a la autonomía, a la responsabilidad individual ¡cada cual con su conciencia!
Así dicen.
Pareciera que, para el hombre moderno y para muchos cristianos, toda ley fuera incompatible con la libertad.
Cuando, en realidad, es exactamente lo contrario. Porque el fumador que desobedece al médico, o la señora enferma que viola su régimen, no necesitan recibir la aprobación o la reprimenda de la medicina para ser castigados. El propio organismo se encarga de ello con el agravarse de la dolencia y el progresar de la enfermedad.
Tampoco necesita terminar en la cárcel para recibir su castigo aquel que ha sido mal educado por sus padres. Serán su inadaptación social, su soledad egoísta, su incapacidad de comunicación y de auténtica amistad, su seguro futuro fracaso matrimonial y profesional, su inercia frente a los problemas serios de la vida, los que se encarguen de ser los verdugos de su sentencia inexorable.
No es necesario que venga el fabricante a verter arena en los engranajes para que se arruine un motor que no es manejado respetando las instrucciones; ni que un zorro gris me haga la boleta para que mi incuria por las reglas de tránsito sea vengada por los accidentes. Tampoco es necesario que venga un ingeniero o un arquitecto para destruir mi casa construida sobre la arena desobedeciendo sus instrucciones.
Es que nadie puede ir contra las leyes de la propia naturaleza. No debo salir caminando en el aire por la ventana de un quinto piso, no solo porque mi padre lo prohíba, sino porque hay una ley física –la de la gravedad- que me lo impide y me hará precipitarme al pavimento. No debo comer un alimento dañoso o un veneno, no porque el médico me lo vede, sino porque hay una ley fisiológica inscripta en mi propio cuerpo que hará que ello tenga fatales consecuencias.
Tampoco Dios, con sus diez mandamientos nos impone un reglamento arbitrario desde fuera. Ni la Iglesia nos carga con imposiciones antojadizas. El decálogo y la moral cristiana no son más que la explicitación, la promulgación externa, de algo que todo hombre, por el hecho de ser hombre, ya lleva escrito adentro. Ni el médico ni el físico inventan las leyes de la medicina o de la materia: las descubren ya escritas adentro del cuerpo, adentro de las cosas. Así Dios y su Iglesia no hacen sino enseñarnos con su moral las leyes profundas y naturales de nuestro desarrollo humano.
Así como la medicina, estudiando el funcionamiento del cuerpo humano, enseña los caminos de la salud; así la moral cristiana, estudiando los cálculos hechos por el fabricante en la psique del hombre, los caminos de la auténtica felicidad.
Y, por eso, la moralidad no depende del arbitrio de los hombres ni de las opiniones de los gobernantes o de las mayorías. Por más que la mayoría vote que un veneno es un alimento exquisito y estupendo no dejará por ello de matar al idiota que lo consuma.
En moral no vale lo de ‘lo hace todo el mundo' o ‘eso es anticuado' o ‘está fuera de moda'. Importa un rábano, en ética, la opinión, el voto, o lo que digan los demás. El que quiera ser verdaderamente hombre –y, por lo tanto: el que quiera ser verdaderamente feliz- debe respetar los deseos auténticos de su naturaleza y realizarse de acuerdo a lo que es y de acuerdo a las leyes que -las conozca o no- el fabricante ha impreso en sus mecanismos interiores. No de acuerdo a lo que le dice la revista boba, o el televisor, o la moda, o la vecinita moderna, o el psicoanalista ateo, o el marxista disfrazado de cristiano ¡o de sacerdote!
Miente quien dice amar a una persona y le da veneno. Miente quien dice amar a Dios y a su prójimo y lo hace fuera de las normas que Dios ha impreso en lo profundo de su ser y explicado en sus mandamientos. El pecador –decía San Agustín - ‘sin saberlo se odia a si mismo y odia lo que toca', porque, aun sin conciencia y quizá sin quererlo, se destruye como hombre y destruye a los demás. No basta invocar el nombre de Dios para ser cristianos.
No basta decir “Señor, Señor” y blandir el evangelio, si en la moral privada o política se procede fuera de los principios de la Iglesia. Quien edifique su vida o pretenda edificar la sociedad fuera de la ley de Dios, por más que invoque su nombre, es como el necio que edificó su casa sobre arena:
“Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa. Y ésta se derrumbó y su ruina fue grande”