1975. Ciclo A
9º Domingo durante el año
(GEP 01/06/75)
Lectura del santo Evangelio según san Mateo
7, 21-27
No son los que me dicen: «Señor, Señor», los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Muchos me dirán en aquel día: «Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos a los demonios e hicimos muchos milagros en tu Nombre?». Entonces yo les manifestaré: «Jamás los conocí; apártense de mí, ustedes, los que hacen el mal». Así, todo el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa; pero esta no se derrumbó porque estaba construida sobre roca. Al contrario, el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su casa sobre arena». Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa: esta se derrumbó, y su ruina fue grande».
SERMÓN
“Aquel que no actúa de acuerdo a lo que piensa, termina pensando de acuerdo a lo que hace”. O, más o menos, “aquel que no ajusta su conducta a sus principios, termina por ajustar sus principios a su conducta”.
Sabios adagios que expresan, en términos de sabiduría popular, la unidad orgánica que, en el ser humano, tienden a realizar todas sus potencias.
Hay una profunda armonía, un deseo de integración y unidad, en todo el actuar humano. Manifestación fenoménica de la unidad substancial de su ser. En el caso específico de los refranes apuntados existe como una imposibilidad radical en el hombre, algo que se resiste en su interior, a pensar de una manera y actuar de otra.
Es psicológicamente imposible separar permanentemente la esfera de las convicciones de la esfera de las acciones, la teoría de la práctica. La exigencia de coherencia entre uno y otro plano se manifiesta no solo en la repugnancia natural que todos tenemos hacia esas personas que oímos pensar en voz alta y predicar grandes palabas pero, luego, actúan como pobres tipos, sino también en los conflictos interiores que nuestras propias incoherencias nos suscitan. Todos –y más nosotros los cristianos‑ hemos tenido alguna vez la experiencia profunda de la incomodidad, del remordimiento, del sentimiento de culpa, de esa picazón interna que nos produce el proceder en contra de lo que pensamos, de nuestra conciencia.
¿No es acaso producto de ese enfrentamiento entre lo pensado y lo obrado el remordimiento que nos lleva a arrepentirnos, a confesarnos, a proponer enmienda? Y, en el fondo, ¿no consiste un poco el núcleo de nuestro combate cristiano el tratar de hacer nuestras acciones coincidentes con la fe que profesamos?
Pero bien puede suceder que, en lugar de arrepentirnos, porque actuar de acuerdo a los principios resulta difícil, contra corriente, sacrificado, duro, contrario a nuestros intereses económicos o a nuestros placeres, ocasión de enfrentamiento y choque con la gente que nos rodea, en lugar de arrepentirnos –digo‑ y convertirnos, persistimos en nuestro proceder incorrecto. Por supuesto la conciencia reclama: una tensión molesta se adueña de nuestro interior.
Por más que uno procure acallarla allí está como un gusano impertinente arruinando la tranquila digestión de los bienes o placeres obtenidos con nuestro mal proceder. Se desencadena entonces un mecanismo consciente o inconsciente de defensa. Nuestro ser profundo pugna por recomponer la unidad, la coherencia y, como no puede modificar la acción, el modo de proceder, comienza a modificar el pensar. Poco a poco vamos –y aún sin darnos cuenta ¡ojo!‑ encontrando justificaciones a nuestro obrar. “Que al fin al cabo los demás hacen lo mismo; que por qué esta va a ser la verdad; que tal ley es injusta y no tengo por qué cumplirla; que para qué voy a ir si no lo siento; que tal doctor dijo tal cosa; que hay que ser flexibles; que las circunstancias, que si lo quiero no es pecado; que patatín patatán.” Y terminamos, muchas veces, dándonos cuenta un día que ya no creemos más, o que hemos cambiado totalmente nuestra manera de pensar.
Yo, por mi parte ya estoy cansado de toparme con tontitos que vienen a decirme que han perdido la fe porque no les convence tal o cual dogma o porque han visto tal defecto en la Iglesia o “¿por qué el Vaticano no vende sus riquezas?” y otras sandeces semejantes cuando, en el fondo, lo que les ha sucedido es que no han sabido enfrentar las exigencias viriles de la hombría cristiana y, por el aludido mecanismo de defensa, intentan justificar su cobardía o abandono, dándoselas de intelectuales contestatarios.
Mecanismos sutiles y subconscientes que pueden tendernos perversas trampas, porque nunca actúan de golpe: cuando nos damos cuenta –si es que nos damos cuenta‑ suele ser tarde.
Ejemplo típico el de gran parte de los novios de hoy, incluso cristianos. ¿Quién les iba a decir a muchos, cuando comenzaron tímidamente su noviazgo que terminarían en los excesos de hoy? Pero todo no ocurrió de golpe: sino a fuerza de pequeñas concesiones: “que hasta aquí no está mal”, “que, en fin, lo quiero”, “que fulanita lo hace”, “que tal padre me dijo que se podía”, “que la psicología afirma”, que …
Entre que la paulatina costumbre va acallando nuestra conciencia y cada vez nos parece menos pecado y que las razones ‑aportadas incluso por gente que se tilda de científicos‑ sobran para justificarse, al final, ¡tan buenos y tan santos!, haciendo cualquier cosa. Y algunos hasta con el desparpajo de venir a discutir al confesionario.
¡Cuántas apostasías y pérdidas de fe de sacerdotes y religiosas fueron debidas a que comenzaron poco a poco a comportarse como mundanos, como políticos, como gestores sociales, como cualquier cosa…!
Y todo esto es tanto más grave hoy en día por cuanto la sociedad que nos rodea ya hace mucho tiempo que ha dejado de gobernarse por pautas cristianas. De ninguna manera son ya la moralidad cristiana, los principios católicos, quienes imprimen el tono a la vida actual. Otros principios, otra jerarquía de valores, otras metas, otras ambiciones, otras reglas de conducta son las que imperan hoy entre nosotros.
De tal modo que si uno, contagiado por el ambiente, o acostumbrado a éste por la lenta degradación de las costumbres producidas en los últimos decenios, si uno –digo‑ se asimilara a los demás, no fuera distinto de los otros, si no anduviera contra corriente, tenga la plena seguridad que ya no está procediendo como cristiano. Más aún: ¡tema profundamente por su fe!
Porque todas estas pautas actuales de conducta ‑o mejor de inconducta‑ no son simplemente el fruto del acaso o la indiferencia o la neutralidad, sino las consecuencias, en el actuar, de pensamientos e ideologías no católicas que, desde hace siglos en occidente y decenios en nuestro país, vienen minando paulatinamente nuestro ser cristiano. Sin darnos cuenta, quizá, estamos procediendo no de acuerdo a Cristo sino de acuerdo a Freud, de acuerdo a Marx, de acuerdo a Kant, de acuerdo a Lutero. Y, a lo mejor, sin haberlos ni siquiera oído nunca nombrar; y, a lo mejor también, de palabra y convencidos afirmando que somos católicos, y aún yendo a Misa y hasta comulgando. ¡Cuidado! no el que dice “Señor, Señor entrará en el Reino de los Cielos sino el que haga la voluntad del Padre celestial.”
Y, créanme, si no la hacen no se sorprendan de que un día ni siquiera puedan ni quieran decir “Señor, Señor”.
Por eso ‑y tanto más en esta época de lluvias, torrentes y tempestades‑ se nos impone el edificar nuestra casa sobre roca. Tener bien claros los principios, exigirnos con fortaleza coherencia entre lo que hacemos y pensamos, tener cuidado con las pequeñas concesiones que son la puerta para las grandes, estar atentos a los engaños del “lo hace todo el mundo”, examinar con lealtad nuestra conciencia de acuerdo al evangelio y la Iglesia y no según las opiniones de moda –aún cuando a veces vengan de curas‑, estar dispuesto a los sacrificios y renuncias de bienes o placeres que, en aras de un más alto bien, exige a veces Cristo. Ser honestos con Dios y con nosotros mismos y sin dejarnos llevar por nuestros impulsos o actos espontáneos preguntarnos siempre qué es lo que exigiría nuestra fe y proceder de acuerdo a la respuesta.
Porque “el que oiga las palabras de Cristo y no las practica puede compararse al hombre insensato que edificó su casa sobre arena. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa. Esta se derrumbó y su ruina fue grande.”