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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1989. Ciclo C

26º Domingo durante el año
(GEP, 1-10-1989)

Evangelio propio: Mateo 18, 1-4
1º de Octubre de 1989. Para el Carmelo Fiesta de Santa Teresa del niño Jesús.

Sermón

Una de las experiencias más penosas que uno pueda tener, es tratar de relacionarse con uno de esos chiquillos que andan en pequeñas bandadas por las estaciones, por los subterráneos, pidiendo en los vagones, merodeando en cualquier parada, en cualquier semáforo.

Sobre todo los más grandecitos, cuando dejan de componer su cara plañidera y se muestran tal cual son: adultos precoces, desconfiados, cerriles, con la mala palabra pronta en los labios, el brillo de astucia y suspicacia en los ojos, prontos a la agresión o a la rápida huída. Desdichadas criaturas a quienes la desgracia o el abandono o la explotación de sus padres o la impotencia de una sociedad disuelta y exhausta, han llevado a abreviar su infancia y a abortar su niñez.

Ya no se recuperarán más. De allí -si no los rescata alguna circunstancia extraordinaria- al trabajo poco honesto o peor remunerado, o al vicio, o a la delincuencia, cuando no la mala suerte de que se lo destine a un internado atestado y gélido y, de allí, al reformatorio -escuela de delito- y, de allí, a la cárcel.

Y, lo que peor hace a la psicología de estos chicos no es tanto la mala compañía ni el contacto ‘con la calle', (–al contrario, a veces, en esos sus pequeños compañeros encuentran el único vínculo de calor humano y amistad que puedan hallar en sus vidas–), sino que, lo que les arranca de cuajo toda posibilidad de acceder a una vida verdaderamente humana, es el haber tenido que romper tan tempranamente el vínculo de confianza y de dependencia con sus mayores, con sus padres -si es que los conocieron-.

Porque, vean, la condición absolutamente necesaria de toda vida de índole superior, ya en la escala animal, depende del vínculo de confianza que los cachorros tengan con sus mayores.


Un insecto no; casi todos, ya en cuanto salen de su huevo o larva, saben todo lo que tiene que hacer para intentar subsistir y procrear. No necesitan de nadie que les enseñe o cuide, y nunca sabrán ni les interesará saber quiénes son sus padres.

Los pajaritos ya, en cambio, sí necesitan de su padre o de su madre o de los dos, para que los cuiden al inicio de sus días, les enseñen a buscar comida, a nadar, a volare, incluso, a catar. Es verdad que, en pocos meses, ya pueden valerse por sí mismos y sus padres pronto se desinteresan por ellos. Si continuamos, empero, hacia arriba en la escala zoológica, vemos que un cachorro de lobo o de león precisa mucho más tiempo para aprender y llegar a grande y, si uno lo agarra de chiquito y lo mete en una jaula y, luego, más grande, lo devuelve a la vida salvaje, pronto morirá, porque no sabe cazar, no tuvo padres ni mayores en la manada que se lo enseñaran.

Los monos necesitan mucho más tiempo: los orangutanes recién a los cinco años han aprendido y son adultos y pueden desprenderse de sus padres.

Pero, ¿esto qué quiere decir? ¿Qué los monos son inferiores a los insectos porque tardan mucho más en llegar a ser adultos e independientes? No, al revés: porque es precisamente esa ‘dependencia' y ese poder ser enseñados, lo que hace que la vida de los animales superiores sea muchísimo más rica y variada y flexible que la de un gusano o una mosca, que no aprenden nada.

Pero, ¿cómo hacer para que el cachorrito, el pichón, pueda aprender de sus padres lo que no les viene programado ‘instintivamente', ‘genéticamente'?

Dios ha ideado, para ello, el recurso de la ‘confianza': el pichón, el cachorro está programados genéticamente para confiar ciegamente en sus padres y, a su vez, los padres para proteger y enseñar a sus hijos. Están dotados, para ello, de un instinto tan fuerte que, incluso, en ocasiones, son capaces de dar su propia vida para defender a sus cachorros. Y esto no es heroico en los animales, es un mecanismo heredado, instintivo.

Cualquier ruptura de ese lazo de confianza de la prole al padre o a la madre o a los dos, o del instinto de protección de ellos respecto de sus hijos, destroza desde el vamos toda posibilidad de maduración de los pequeños y los hace, tarde o temprano, perdedores.

Todos conocemos a esos perros destetados prematuramente o abandonados después de las vacaciones por sus dueños en Mar del Plata o Pinamar que, poco a poco, se van haciendo agresivos, cobardes, recelosos, y a los cuales, finalmente, hay que dar caza con la perrera.

¡Cuánto peor en el ser humano! ¡El animal que durante más tiempo depende de sus padres y de los mayores y que solo llega a la adultez hacia los dieciocho, veinte años! ¡Qué terrible si esa confianza, necesaria para su aprendizaje y crecimiento, tanto intelectual como afectivo, es vulnerada por algo, en ese período!

Y, cuanto más pequeño, peor. Porque, si no puede confiar en sus padres y, luego, en sus maestros, en sus superiores, en las instituciones, en las universidades ¿cómo aprender nada seguro sin continuas críticas y cavilaciones que entorpecen –si no impiden- terriblemente el proceso del aprender? Y si, afectivamente, ese amor que instintivamente estaba preparado a recibir de sus padres no lo recibe, o lo descubre egoísta, inconsistente y, luego, el de sus superiores y maestros superficial, mercenario, interesado, ¿cómo desarrollar su propia afectividad, cómo aprender a querer en serio y a sentir confianza en aquellos que luego le dirán que lo quieren? ¿Cómo fundar, luego, cualquier amistad o familia?

Pero, ¡qué sana y robusta una familia en la cual los hijos pueden confiar en sus padres totalmente, y los padres se tienen confianza entre sí, porque nunca se han engañado o defraudado, y porque ellos mismos fueron criados en la confianza que supieron merecerles sus propios padres! Y ¡qué sana y robusta una sociedad en donde todos pudiéramos tenernos confianza mutua y confiar en nuestros maestros, nuestros magistrados, nuestra policía, nuestras autoridades, nuestros sacerdotes, nuestros profesionales! Pero ya sabemos que eso hoy, en nuestros días, es utopía: sin Dios no hay ética, y sin ética no puede haber confianza, y sin confianza nada puede marchar bien.

En la sociedad hebrea de la época de Jesús y, sobre todo, en los pueblos, no en las grandes ciudades, la sociedad y la familia estaban sólidamente organizadas. La familia era una institución vigorosa y la autoridad de los vecinos más ancianos o principales, en general, ecuánimemente ejercida. Los niños eran naturalmente respetuosos y, a la vez, alegres. Ese respeto y esa alegría que, precisamente, engendra en el niño la confianza, y que les permitía crecer y asimilarse, sin traumas ni rebeldías, a la sociedad en que nacían.

Por eso Jesús los puede poner de ejemplo en el evangelio que hoy hemos leído, en orden a la actitud que el hombre ha de tener frente a Dios; no en orden a asumir ninguna postura ridícula de infantilismo ni bobería. Porque, en todas las cosas humanas, la experiencia nos enseña que, tarde o temprano, cuando grandes, la confianza habrá de repartirse, no instintiva sino inteligentemente, solo a aquellos que me merezcan confianza y que, si es terrible no confiar nunca en nada ni en nadie, también es estúpido confiar en cualquiera sin discernimiento.

Eso no lo sabemos cuando niños, y está bien que así sea. Por ello, como decía, es espantoso que, allí, cuando en nuestra niñez la confianza es instintiva, aquellos a los que hemos de tener confianza nos defraudan.

Pero es que la confianza que nos pide Jesús, el ‘hacernos como niños' no es un llamado a cualquier confianza, ni a cualquiera, sino que es un llamado a ‘hacernos como niños' frente a Dios. La confianza en Dios.

Porque si cuanto más avanzamos en la escala animal más se alarga el tiempo de confianza para aprender –la ‘neonatia', como la llaman los zoólogos, el estado de neonatos– desde el casi cero de los insectos pasando por el león y el orangután, hasta el máximo en el hombre. Y, cuanto más alto sea nuestro objetivo en la vida, más tiempo debemos confiar: si queremos aprender a escribir a máquina bastan tres meses de confianza a las academias Pitman; si queremos llegar a físicos-atómicos necesitamos seis años de confianza y aprendizaje en la Facultad de Ciencias Exactas, estudiando lo que nos dicen los profesores y aceptando sus aprobaciones o bochazos, ¡cuanto más para recibirnos de hijos de Dios!

Y el cristiano solo se recibe, obtiene su final diploma de cristiano, de hombre nuevo, de adulto, cuando muere, en el cielo y, mientras tanto, está en esta gran universidad de Dios que es este mundo y su Iglesia. Por ahora solo somos hijos pequeños, alumnos y el Rector, que es nuestro Padre, Dios, nos va enseñando y llevando a la adultez de manos de nuestro Maestro, Jesús, hallado en la Iglesia. Pero, sin confianza de niños, de alumnos, frente a Él, no aprenderemos y, quizá, nunca nos recibamos ni lleguemos a la adultez.

María Francisca Teresa Martín Guerin tuvo la gracia de tener padres excelentes. Su madre murió siendo ella muy chica; pero su hermana mayor, Paulina, y la otra, María, la llenaron de cariño y de amor. A su padre se lo retrata como un hombre extraordinariamente bueno de quien, incluso, se ha introducido diocesanamente el proceso de canonización.

Y que fue bueno lo demuestra el que, precisamente, siendo ya ella Teresa del Niño Jesús en el Carmelo, toda su espiritualidad se centró en considerar a Dios como Padre y ella como su pequeña hija.

Y en eso consistió en gran parte su camino de santidad, por lo menos su base. En la ilimitada confianza que, como pequeña hija, supo poner siempre en Dios como a su Padre del cielo. No dudó nunca un solo instante de que todo lo que Dios, su Padre, le pedía, era para su bien: sequedad o fervor, alegría o tristeza, dolor o contento, superioras buenas o malas, compañeras fastidiosas o agradables, acontecimientos favorables o aciagos, salud o enfermedad. Todo, sabía, era fruto del amor de Dios, del Padre pedagogo que, amorosamente, va llevándonos de su mano hacia la adultez.

No es que confiara que todo lo que pidiera le iba a ser concedido, ni que todo siempre saldría bien, sino que confiaba en que nunca su oración era desoída, aunque exactamente no sucedieran las cosas como ella las hubiera pensado y deseado y que, tanto lo bueno como lo malo, era finalmente para bien.

Y aún en los momentos más dolorosos y oscuros de su propia vida, supo mantener hacia Dios esa confianza de niña que se lanza, con los ojos cerrados, al abismo, de la mano del padre.

Que ella nos enseñe hoy a vivir esa misma confianza, para que nada nos perturbe en esta vida en nuestro camino hacia el cielo, en nuestro curso de santidad, sabiendo que todo lo conduce Dios omnipotente, nuestro Padre, para nuestro bien.

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