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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1998. Ciclo C

26º Domingo durante el año
(GEP, 1998)

Lectura del santo Evangelio según san Lc 16, 19-31
«Era un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y uno pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico... pero hasta los perros venían y le lamían las llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado. «Estando en el Hades entre tormentos, levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno.Y, gritando, dijo: "Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama" Pero Abraham le dijo: "Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado.Y además, entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros" «Replicó: "Con todo, te ruego, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio, y no vengan también ellos a este lugar de tormento" Díjole Abraham: "Tienen a Moisés y a los profetas; que les oigan" El dijo: "No, padre Abraham; sino que si alguno de entre los muertos va donde ellos, se convertirán" Le contestó: "Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite"»

Sermón

En su ingenua simplicidad la parábola que hemos escuchado despierta no pocos interrogantes. La primera tentación de un predicador guiado por inquietudes sociales sería, basado en este cuento, despotricar contra los ricos por su indiferencia frente a los pobres e instarlos a ser más generosos; o a bregar -si es que no ha aprendido las lecciones de la historia- porque asuman las izquierdas el poder, eliminen la pobreza y hagan ricos a todo el mundo... Aún cuando lograran semejante objetivo uno podría preguntarse si no se estaría yendo en contra del sentido de la parábola ya que, haciendo a los pobres ricos, los pondrían en la misma situación del que finalmente es llevado a los tormentos eternos.

Además, si Vds. observan con atención la parábola, verán que en ningún lugar se alude a alguna injusticia a causa de la cual nuestro Lázaro estaría sumido en su situación de miseria. Tampoco se pinta al rico como un hombre especialmente perverso. Al contrario, aún en medio de las penas infernales, se dirige muy suplicante y cariñoso a su padre Abrahán, y aún tiene espacio su sufrir como para acordarse caritativamente de sus cinco hermanos. Tampoco se dice de Lázaro que fuera un personajes especialmente bueno o justo. Nuestro cuento prescinde totalmente de cualquier valoración moral respecto al uno o al otro.

A pesar del dramatismo, primero, del misérrimo Lázaro con sus llagas lamidas por los perros y, luego, del rico -Epulón, le llamaron los medioevales- abrasado por las tórridas flamas del infierno, el cuento deja adivinar el humor que transparenta tantas veces Jesús en sus populares parábolas.

Esta que hemos escuchado tanto más popular por cuanto era un cuento muy conocido en toda la antigüedad. Una especie de clásico, algo así como entre los niños un "Caperucita Roja", o un "Blanca Nieve y los siete enanitos". En aquella época sin libros, sin televisión y sin radios ni cine, también la gente grande vivía de los cuentos que se transmitían de generación en generación padres a hijos, o en las reuniones de vecinos y amigos, o de viajeros alrededor del fuego. Este que acaba de contar Jesús, a diferencia de otras parábolas que son totalmente originales, fue uno de los relatos más divulgados de la antigüedad. Nos ha llegado en múltiples versiones, sobre todo egipcias: la más famosa la que se encuentra, escrita en lengua demótica, al dorso de un documento griego fechado el año siete del emperador Claudio, es decir en el 47 de nuestra era. Allí un tal Si-Osiris hace visitar a su padre el reino de los muertos. En ese lugar le muestra la suerte que han corrido dos personajes diferentes: uno, un rico que, al morir, fue llorado por todo un coro de plañideras, amortajado con los vestidos más finos y recibe un suntuoso funeral de primera; el otro, un pobre desgraciado, un mendigo, que, al morir, no fue objeto de duelo, sino que se lo llevaron en unas parihuelas y lo arrojaron a la fosa común de Menfis. Ahora están allí: el rico con un pivote de las bisagras de su puerta clavado en la órbita de su ojo derecho, en atroces tormentos. El pobre, en cambio, radiante de felicidad, engalanado con los vestidos del rico, sentado junto al trono del rey . En otros manuscritos y en la literatura rabínica se encuentran versiones distintas de este mismo relato.

Estos cuentos aunque repetidos no cansaban a los oyentes -como podemos reiterar a nuestros chicos cien veces Caperucita Roja y siempre querrán de nuevo escucharlo- el hombre de antes se gozaba en oírlos una y otra vez, y alababan al narrador por la forma de interpretarlo y quizá por alguna modificación feliz que de su coleto añadía. Es sabido que aún los grandes clásicos no rehuían tomar una y otra vez los argumentos ya desarrollados por otros autores dándoles su propia forma. Eurípides no escribe ninguna tragedia que ya no hubieran desarrollado Esquilo o Sófocles. Del mismo Shakespeare no hay obra que no tenga sus antecedentes en escritores anteriores.

Pero cualquier psicólogo sabrá el porqué de la popularidad de este cuento del rico y del pobre, escuchado por cientos y cientos de pobre gente cuyo consuelo o catarsis, para paliar su miseria, era pensar en este 'happy end' final de sus desventuras, en esta inversión de papeles, transferidos a los protagonistas del relato. Más o menos como el éxito de nuestras películas de acción donde el protagonista al comienzo vituperado, humillado o insultado, logra al final dar una paliza bárbara a sus enemigos y logra fortuna. Son películas de aplauso seguro, en donde todo el público vuelca sus frustraciones y las redime por transferencia.

Pues bien, lo interesante de nuestra parábola de hoy no es el sentido obvio y tradicional del relato, que es el primero que a nosotros nos llama la atención porque no lo sabemos a la manera como lo conocían los auditores de Jesús, sino las modificaciones originales que él aporta y que le dan un sentido mucho más hondo que un mero alegato contra la injusticia, o de un consuelo tipo opio del pueblo para los pobres.

A propósito, lo del seno de Abrahán habría que dejar de repetirlo, porque a cualquiera que lo escuche en el sentido que le damos hoy a las palabras lo único que puede causarle es hilaridad. Hay que decir al costado o al flanco de Abrahan, porque lo que mal traduce hoy el término 'seno' era la curva entre los hombros y las rodillas que formaba un hombre comiendo recostado en su triclinio, echado y apoyando su codo izquierdo sobre el lecho y recogiendo algo las piernas. El que, siguiendo esta costumbre antigua de comer reclinado, se colocara en el lugar de honor después del que presidía la mesa, lo hacía a su derecha y por lo tanto se respaldaba en el espacio curvo que dejaba el primero, es decir a su flanco -como Juan en la Última Cena al lado de Jesús-. Eso es el famoso 'seno de Abrahán' -que debemos desterrar de nuestro vocabulario-: estar a su derecha comiendo con él el banquete escatológico. Volviendo a lo nuestro, recojamos solo algunos detalles.

Lo primero que se aparta de la forma original del relato es la descripción de la indumentaria del rico: púrpura y lino finísimo. Esto a nosotros no nos dice nada, pero, para un judío de la época, esos detalles solo podían caber a una clase de ricos en Israel: la de los sacerdotes saduceos. La púrpura fabricada en Fenicia, el lino de Egipto, eran la indumentaria obligatoria de los 'kóhen', de los sacerdotes pertenecientes al partido saduceo. Se trata pues de los sacerdotes y sumos sacerdotes que se opondrán en bloque a la predicación de Jesús y finalmente terminarán por ajusticiarlo. Ciertamente el auditorio fariseo -adversarios de los saduceos- se habrán sonreído jovialmente al ver, de entrada, al conocido protagonista del cuento caracterizado como sus inveterados enemigos.

El resto de la fábula está correctamente narrado con ropaje judío, y no necesita mayores comentarios, ya que sigue básicamente el argumento de siempre. Lo que añadirá Jesús -y por eso es revelador de su intención - es el episodio del diálogo entre Epulón y Abrahán, y la mención de la Resurrección y su inutilidad para convertir a los hermanos del rico. De pronto los fariseos se ponen serios, porque algo de todo eso también les toca a ellos. Ahora adquiere significado el nombre, tan común, de Lázaro que da al mendigo. Porque, al unirlo al tema de la resurrección, se hace clara la alusión a Lázaro, el amigo de Jesús, a quien éste había sacado de la tumba y, a pesar de lo cual, no solo los sacerdotes de Jerusalén se habían negado a creer, sino que se complotaron para matar también a Lázaro, como narra el evangelio de Juan.

Más aún, en la época en que Lucas transcribe esta parábola en su evangelio, ya ella se entiende desde la resurrección del mismo Jesús. Resurrección que, inexplicablemente para los primeros cristianos, de ninguna manera había convencido a los jefes de los judíos, incluidos los fariseos. La parábola explica que la resurrección no les había convertido, en el fondo por infidelidad a Moisés y los profetas, ayudada por su apego al poder y a las comodidades y riquezas de su cargo.

La parábola deja pues de ser el viejo cuentito sobre las diferentes retribuciones de ultratumba, para transformarse en una penetrante explicación respecto de aquellos que rechazan a Jesús.

Epulón no es simplemente un rico, es el representante de las clases dirigente judías enceguecidas, instaladas en sus privilegios, en sus prebendas, en su jerarquía social. No se trata de gente perversa, es que se han vuelto indiferentes no solo a la miseria de los demás si no, lo que es más grave, al llamado de Dios, a los valores verdaderamente religiosos y trascendentes que viene a anunciar Cristo.

La figura de Epulón adquiere desde esta óptica una connotación más profunda que la de un ricachón que sirva de antítesis a la figura de la miseria. El horizonte se amplía más aún: Epulón es el símbolo de todo hombre satisfecho de si mismo y que, por eso mismo, no deja fisura alguna para ambiciones superiores.

'Cada día hacía espléndidos banquetes ' se transforma en el antitipo del verdadero banquete: el banquete escatológico, el que ofrece Jesucristo y se anticipa en la mesa de la Eucaristía.

El hombre ocupado en el banquete del mundo, no puede elevar sus ojos al banquete de Jesús, figura plena del banquete de Abraham junto al cual se recuesta el ex Lázaro lamido por los perros y que, porque deseoso aún de los mendrugos que caían de la mesa del rico, por eso mismo abierto al accionar plenificante de Dios.

Porque el hombre es esencialmente un ser carenciado, pero carenciado de Dios porque su definición misma de ser humano es el ser -como decía San Agustín- "capaz de Dios". Vacío de Dios, hambriento de Dios, incompleto sin Dios, existencia para Dios, esa es la verdadera definición del hombre. Pero si trágicamente cierra esa capacidad, vacío, abertura, hambre, creyéndose llenar engañosamente de bienes distintos de Dios, de bienes de este mundo, pensando que no es constitutivamente carenciado, que no necesita a Dios, o usando a Dios solo para obtener estos bienes, se hace por eso mismo incapaz de Dios.

El rico en ese sentido, el que pone toda su sed de satisfacción en las cosas de este mundo, no podrá nunca percibir a Dios y frustrará su hambre de Él engañándola con falsos alimentos.

Es el problema del mundo contemporáneo. Rico por la cantidad de bienes que ha puesto al alcance de la gente: a su alcance económico, o al menos al alcance de sus deseos, de sus ambiciones, ya que no hay nadie que, a través de la televisión, no se asome al mundo rutilante y magnético de los sueños del consumo, de la moda, de los deportes, del jet set. Allí ya está el cielo que el hombre necesita, ¿para qué elevar la mirada hacia los bienes intangibles e invisibles que nos propone Dios? El cielo está en tener una tarjeta de crédito inagotable, acceso a la renovación anual del automóvil, a los 4 x 4, a los viajes, a las playas doradas -a las mujeres doradas-, a las casas de fin de semana con piletas azules, a los mil deportes, si es posible todo acompañado de poder, de prestigio, y, en caso de necesidad, de sanatorios de lujo...

¿Quién querrá otra cosa? Peor, si se vive con el gusto estragado por la falta de verdadera cultura, por la incapacidad de saborear un buen cuadro, o la música en serio, o la fineza de una poesía, de una novela bien escrita, de un ensayo profundo... La mente y el corazón que se acostumbran a los placeres inmediatos, fuertes, rabiosos, se hacen incapaces para los placeres profundos, serenos, elevados. El hombre o la mujer que desde su despertar puber usan de su sexualidad sin contenciones, se hacen impermeables al gozo del verdadero amor marital. El que vive sus ocios prendido en simbiosis con un aparato de televisión, jamás remontará a las alturas del verdadero saber. El que ha arruinado su gusto en las horrísonas discotecas y en las aullantes masas de los espectáculos de rock, jamás disfrutará de las delicadezas de Albinoni, de la unción de Bach, de la fértil armonía clásica de Mozart, de las pasiones verdaderamente humanas de Beethoven, de Wagner o de Strauss. ¿Cómo van a escuchas a Moisés y a los profetas si ni siquiera saben entre ellos hablar, pensar, conversar, a no ser de las banalidades del momento o, sin ciencia ni gramática, de lo que les impone los periodistas profesionales de la necedad? Ricos de nada, pobres de todo.

Es esa riqueza o búsqueda de riqueza que anula al espíritu, que absorbe incansable nuestro tiempo, que solo sirve para banquetear en la molicie o conmover las coronarias en los nervios del trabajo y del negocio, y que aún nos hace insensible a las necesidades de los demás, la que vitupera Jesucristo. La riqueza chabacana del nuevo rico contemporáneo que embota poco a poco la conciencia, que la vuelve torpe e incapaz para los gozos del espíritu, que parece incapaz de encontrar ese límite, esa pobreza apta para abrir finalmente nuestro corazón a Dios.

Allí no hay milagro que pueda conmover su corazón; quizá suscitar su curiosidad escéptica o divertida. Pero, incapaz de ver en lo ordinario la maravilla de Dios, tampoco la sabrá ver en lo extraordinario.

En medio de su banquete, zapeando a través de los placeres inmediatos que puede comprar, o sumergido en la fiebre y exigencia de su negocio, el nuevo rico o el aspirante a rico, no tiene tiempo para vivir, no tiene tiempo ni sabe amar, ni escuchar, ni disfrutar, tampoco sabe plantar y esperar, ya mismo quiere obtener y gozar, obtener el diploma sin estudiar... Y ¿cómo se dirigirá como mendigo a Dios, cómo solicitará su amistad, quien cree todo poder comprar y saborear en esta vida?

Cristo no nos habla en su parábola de ningún problema de justicia social: Epulón de ninguna manera es el paradigma de un rico explotador tal cual lo describiría un marxista; tampoco Lázaro el de un honesto trabajador. Ni Lázaro parece ser un gran modelo humano, ni Epulón un especial mal tipo.

Jesús, pues, no hace un planteo social, sino que, a partir de un conocido relato de su época, con unos cuantos toques magistrales y un final inesperado, se eleva a un planteo religioso y existencial. Epulón el hombre rico, cerrado en su ego satisfecho, instalado en este mundo, ya no es simplemente el saduceo ricachón o el fariseo amigo del dinero que crucificará a Cristo, es un tipo humano de todos los tiempos, cristicida de si mismo, detenido en el atascamiento de los bienes de este mundo, ciego y sordo a lo verdaderamente bello, inepto para la auscultación de sus hambres más hondas, negado al disfrute de los grandes amores y que, en su ramplonería y su embaucadora complacencia, no tiene tiempo, ni de escuchar a Moisés y a los profetas, ni de hacerse sensible al llamado de Jesús.

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