Lectura del santo Evangelio según san Mt 21,28-32
«Pero ¿qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Llegándose al primero, le dijo: "Hijo, vete hoy a trabajar en la viña" Y él respondió: "No quiero", pero después se arrepintió y fue. Llegándose al segundo, le dijo lo mismo. Y él respondió: "Voy, Señor", y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?» - «El primero» - le dicen. Díceles Jesús: «En verdad os digo que los publicanos y las rameras llegan antes que vosotros al Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por camino de justicia, y no creísteis en él, mientras que los publicanos y las rameras creyeron en él. Y vosotros, ni viéndolo, os arrepentisteis después, para creer en él.
Sermón
El diálogo de hoy se desarrrolla otra vez en el marco grandioso del templo de Jerusalén contruido por Herodes. Ya conocemos el panorama. la ciclópea construcción de cuatro cuadras de largo por dos de ancho con sus cuatro patios o atrios concéntricos sucesivos: el de los paganos, el de las mujeres, el de los hombres y el de los sacerdotes. Los tres últimos ocupando una parte central y reducida del inmenso perímetro. Todo lo demás, lo que sobraba, enorme, el atrio de los paganos, era prácticamente una plaza pública, a modo de los foros de las ciudades griegas y romanas. Allí se desarrollaba toda la vida pública, social y política de los habitantes de Jerusalén y sus constantes y numerosos visitantes y pregrinos. Flanqueado al este y al sur por dos inmensos pórticos, corredores techados o recovas, el famoso 'pórtico de Salomón' -que frecuentaron Jesús y, luego de la Resurrección, los apóstoles- y el 'Real', con sus suntuosas 162 columnas en cuádruple fila coronadas por capiteles corintios. Bajo estos pórticos se refugiaba la gente escapando a la lluvia en invierno o al sol quemante del verano y era el lugar donde habitualmente muchos doctores de la ley impartían sus enseñanzas o vendían sus conocimientos legales y, también, donde funcionaban las mesas de los cambistas y los vendedores de ganado y aves para los sacrificios.
En algún lugar de ese patio o de esos pórticos se ubica la escena de nuestro evangelio de hoy, el día después a aquel durante el cual Jesús ha derribado los tableros de los negociantes y sus puestos. Por eso se acercan a El las autoridades para interpelarlo. No 'sumos sacerdotes' como dice nuestra traducción de hoy, ya que Sumo Sacerdote había solo uno, que conservaba el cargo de por vida: supervisor supremo del templo, celebrante del sacrificio cotidiano, presidente del Sanedrín, guía político y religioso del pueblo, personajón dificilmente abordable y que seguramente no se pasearía nunca entra la gente ni, menos, codearía con todo el mundo en el patio de los paganos. El griego dice ' archieréis ', en plural, archisacerdotes o archiprestes. Se trata de sacerdotes de alto rango que cumplían funciones importantes en el templo, en el tesoro, en la jefatura de la guardia armada o en la organización de los servicios y que, por eso, formaban parte del Sanedrín, es decir del parlamento o congreso judío. Eso era el sanedrín: la Junta o Asamblea Suprema de los judíos para la administración de la justicia y para las decisiones en asuntos religiosos y políticos. Nace en el siglo III antes de Cristo como asamblea de ancianos o guerusía, es decir la reunión de las cabezas principales de familia, de por si mayores y por ello llamados ancianos o gerontes o presbíteros -como a nosotros- o senadores -que como Vds. saben viene del latín 'senes': anciano-. Estos ancianos o senadores, en la época de Cristo, se distinguían, en la composición del Sanedrín, en tres clases: los senadores provenientes de la clase sacerdotal, que serían los archisacerdotes; los senadores provenientes del colegio de abogados, que serían los llamados escribas o doctores de la ley y, finalmente, los senadores de las grandes familias, que eran llamados simplemente ancianos o senadores sin más. De tal modo que cuando en nuestras traducciones oimos hablar de que se acercan a Jesús 'sumos sacerdotes, escribas y ancianos', se está haciendo clara referencia a miembros del Sanedrín, es decir a autoridades del pueblo de Israel, a sus representantes más conspicuos, a la manera de los senadores romanos.
De por si esta guerusía o sanedrín senatorial representaba no solo a la autoridad sino a lo más granado, noble y religioso de Israel. En aquella época no había opinión pública, ni prensa, ni odios de clases promovidos ideológicamente, de tal manera que, para todo el mundo, hablar de sanedrín, o de archiprestes o de senadores era como hablar de gente honesta y santa, de los justos o buenos por excelencia. Justamente el extremo opuesto lo constituían, por un lado, los judíos corruptos que, vendiéndose al invasor extranjero, les hacían de cobradores de impuestos, los infames y odiados publicanos, hez de la tierra y vergüenza para cualquier judío de ley y, por el otro, las cultoras del aberrante crimen de comerciar con el propio cuerpo, fueran baratas rameras de la Panamericana o costosos gatos de la Recoleta.
Jesús gusta de estos contrastes hiperbólicos orientales: como el que hay entre el tamaño del camello y el del ojo de la aguja; o el del amor a El y el odio a los propios padres... El lenguaje oriental siempre es exagerado, gusta de la desmesura...
Sin embargo, cuando Jesús dice que sucias prostitutas y mafiosos publicanos precederan a los honestos senadores del Sanedrín hacia el Reino de Dios, más allá de su exageración manifiesta, se refiere a una realidad que, al menos en parte, se estaba cumpliendo: Tanto en el caso de Juan el Bautista como en el del mismo Jesús -a quienes los sinópticos gustan poner en paralelo- han sido muchos pecadores, es decir los hijos que primeramente han rechazado a Dios, que le han dicho que no irían a su viña, quienes, después, gracias a su enviado, se arrepienten y lo obedecen. Por el contrario muchas personas piadosas, e históricamente, los fundamentalmente honestos dirigentes de Israel, han sido quienes, diciendo habitualmente si a Dios, finalmente no obedecen en el momento decisivo. Pero, en ese marco solemne del templo y frente a las más altas autoridades del pueblo judío, Jesús está señalando en el evangelio de hoy un acontecimiento mucho más esencial: el traspaso de la alianza del viejo y anquilosado pueblo de Israel, que se niega a aceptar la novedosa intervención divina, la llegada de su Mesias, al definitivo pueblo de Dios, la Iglesia, que se extenderá por toda la humanidad con su soplo de juventud, con el mensaje siempre renovador y revolucionario de Jesús.
La pregunta de Jesús a los senadores, más allá de su obvia respuesta, mira a esos históricos acontecimientos que tan perplejos dejaron a las primeras generaciones de cristianos: ¿cómo fue posible que los dirigentes del pueblo de Dios y precisamente los que daban ejemplo de fe y de corrección religiosa y moral no supieron reconocer el paso de su Dios, primero en el Bautista y luego en el mismísimo Hijo, Jesús y se dejaron así despojar de su herencia?
En todo caso nada está más lejos de nuestro evangelio que aprobar un oficio desdoroso y degradante, ni a funcionarios opresores y coimeros. No se trata de aplaudir a prostitutas y publicanos como tales -señalados precisamente como ejemplos de máxima depravación- sino a prostitutas y publicanos convertidos, que han dejado de serlo.
Y si, más allá de las circunstancias históricas que hicieron pronunciar estas palabras a Jesús en el patio del templo y nos las explican, ellas pueden aplicarse a nosotros, lo son en cuanto es experiencia cristiana el que, a veces, es más apto para encontrarse con la misericordia de Dios y convertirse en serio aquel que de alguna manera lo ha negado o vive angustiado una situación irregular doliéndose de la ausencia de sacramentos y de gracia o el que hambrea de Dios y de luz en la oscuridad del error y del pecado, que el que se acostumbra al ritmo pacato de las buenas formas, de los ritos tranquilizantes, de la autosatisfacción del deber cumplido, del hábito de sentirse en gracia...
¿No vemos tantas veces en la historia de la Iglesia, si, pero también a nuestro alrededor el arrojo del convertido, la alegría apostólica del que ha sido perdonado del pecado, la gana de dar todo por Dios de aquel que, por haberse sentido miserable y lejos, goza agradecido la gracia del perdón y la novedad de la amistad divina? ¿Y no vemos al mismo tiempo, en nosotros mismos, a nuestro alrededor, la falta de impulso del que cumple, la astenia de los buenos, la falta de coraje apostólico de los que venimos todos los domingos a Misa, la burguesa tranquilidad de conciencia de los que nos consideramos -y en realidad somos- más o menos buenos? ¿No nos pasa que, de tanto escucharla, la palabra de Dios, el ímpetu del evangelio, la osadía de las frases de Cristo, pasan ya por nuestros oídos sin conmovernos? "¡Ah Padre!" -me decía un anciano sacerdote- "no hay cosa más dificil que convertir a un cura mediocre ¿qué palabras le puede decir que ya no haya escuchado mil veces; qué argumento que él mismo no haya ya expuesto alguna vez a sus feligreses; qué exhortación que no haya ya en algún momento meditado o pronunciado? Palabras que es capaz de decir en el confesonario o en el púlpito y al penitente o feligrés conmueven, a él ya no le hacen mella". Plegarias, cantos, comuniones y eucaristías que, vividas por primera vez, nos emocionan hasta las lágrimas, se ahogan y apagan y no nos dicen nada en la costumbre...
Nos parece decir que si al Señor cuando nos llama a la viña porque formamos parte de los buenos, y en realidad le decimos que no con nuestras obras, porque vegetamos en la tibieza, en la medianía, en el adocenamiento, en la moderada insignificancia y trivialidad.
Llamados a la osadía, al combate, al apostolado, a la oración asidua, a la perfección, a la santidad, nos conformamos con 'cumplir', sin celo apostólico, sin ambiciones de grandeza interior. Cristianos de pantuflas y televisor... No pecamos, pero tampoco nos hacemos santos...
Y ojalá hubiera muchos cumplidores como nosotros y menos sinvergüenzas y menos extraviados y menos delincuentes... pero ¿eso nos bastará cuando Jesús irrumpa en nuestra vida con algún pedido inesperado, con un llamado a lo dificil, a lo heroico, con un bando de reclutamiento para la batalla, con un pedido doloroso de renuncia, con una desgarrante opción, con una frase del evangelio tantas veces leida y escuchada pero que ahora en concreto nos pide cumplamos literalmente? ¿Dejaremos -buenos cristianos, primeros hijos- nuestras pantuflas y sillones acolchados? Jóvenes o viejos, si Cristo nos convoca o si encontramos a María que nos dice un día "Haz lo que el te diga", ¿calzaremos espuelas y hierro y ensuciándonos de polvo y sangre nos pondremos al frente, en lo más duro de la lucha, junto a El? ¿Seremos capaces de seguirlo al monte glorioso de la Cruz?