Lectura del santo Evangelio según san
Lc 17, 5-10
Dijeron los apóstoles al Señor; «Auméntanos la fe» El Señor dijo: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este sicómoro: "Arráncate y plántate en el mar", y os habría obedecido» «¿Quién de vosotros tiene un siervo arando o pastoreando y, cuando regresa del campo, le dice: "Pasa al momento y ponte a la mesa?" ¿No le dirá más bien: "Prepárame algo para cenar, y cíñete para servirme hasta que haya comido y bebido, y después comerás y beberás tú?" ¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado? De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer»
Sermón
"Tú conoces, Señor, cuánto son santas, cuán inocentes y cuán puras de todo engaño, injusticia y latrocinio estas manos, que elevo hacia Ti; cuán justas, limpias y ajenas a toda mentira los labios, con que imploro tu misericordia".
Esta oración de extrañas reminiscencias fariseas fue compuesta hacia el año 410 por un magnético y misterioso monje inglés residente en Roma, llamado Pelagio. Pelagio había llegado a la capital del Imperio varios años después de que, en el 380, con el edicto de Tesalónica del emperador Teodosio, el cristianismo había logrado la categoría de única religión autorizada. El paso de la persecución a la tolerancia, en el año 313, con el edicto de Milán de Constantino, y ahora de la tolerancia a la exclusividad, había debilitado la fibra de los cristianos. Se llenaban las iglesias con feligreses convertidos desde hacía poco tiempo; catecúmenos insuficientemente instruidos; gente que vivía en un ambiente todavía profundamente impregnado de los vicios paganos. Esa masa proclamaba ciertamente su fe en Cristo, invocaba su protección, pedía el perdón de sus pecados, y aspiraba, seguramente, a los bienes eternos, pero más difícilmente adecuaba su conducta, su moral, su interioridad a la inspiración evangélica, a las enseñanzas de Cristo.
Algunos predicadores, como un tal Joviniano, muerto en el 412, enseñaba que eso no importaba, que la gracia del bautismo no podía perderse, que Dios era pura misericordia, que las buenas obras eran inútiles, que la continencia era indiferente... Todo eso se reforzaba con el influjo de maniqueos disfrazados de cristianos que afirmaban que mientras el hombre estuviera inmerso en la materia carecía de libertad y por lo tanto sus peores excesos no eran pecaminosos.
Pelagio, individuo alto -según las descripciones de la época- de anchas espaldas, cuello taurino y frente amenazadora, dotado de una excepcional fuerza de voluntad y aparente dominio de si mismo, bramaba que eso no era verdad: que el hombre había sido creado bueno y libre por Dios y que no había excusa frente a la tibieza y al pecado. Todo hombre suficientemente instruído podía, con su libre albedrío, elegir el camino del bien, y el que pecaba, el vicioso, el desviado, era plenamente culpable de sus extravíos y se condenaba por si mismo.
Según Pelagio era el hombre quien, mediante sus opciones libérrimas, decidía su destino y, con sus propias fuerzas, alcanzaba la perfección, la vida eterna.
Para esa misma época, en el norte de África -antes de la llegada de los vándalos y, luego, de los musulmanes, parte floreciente e importantísima de la Iglesia-, actuaba un personaje extraordinario, proveniente precisamente de las filas del maniqueísmo y convertido decididamente a Cristo, Agustín, nacido en Tagaste, para entonces obispo de Hipona, doscientos kilómetros al oeste de Cartago.
Agustín había vivido profundamente el hambre de verdad y el deseo de encontrarla que se esconde en todo corazón humano, y había perdido mucho tiempo en falsos espejismos antes de alcanzarla, junto con la experiencia de la lucha entre la debilidad de la carne y el deseo de seguir a Cristo. Sabía que no era tan fácil encontrar la verdad en medio de los errores de este mundo -un día dirá a sus enemigos donatistas: " que os persigan los que jamás han experimentado lo difícil que es alcanzar la verdad "...- y, si bien había rechazado la tesis maniquea de que el hombre no era libre para seguir el camino del bien, estaba también convencido de que el ser humano ciertamente vivía trabado en su libertad por la ignorancia, por sus malas tendencias y por el pecado. Esa libertad omnímoda para hacer el bien que pregonaba Pelagio era contraria a su aprendizaje de antiguo pecador. Él mismo solo la había logrado, y en parte, cuando le había alcanzado la gracia de Cristo. Las solas fuerzas naturales de ninguna manera bastaban para seguir los pasos de Jesús y lograr el Reino.
Pelagio, en cambio, redargüía que Cristo lo único que había venido a traer, a la manera de un gurú, de un maestro, era el ejemplo de su vida y la iluminación de sus palabras. Al modo como el relato bíblico de Adán aparecía como el ejemplo negativo por antonomasia, el paradigma del libre rechazo de la ley de Dios, la autoexpulsión del paraíso.
Con esto Pelagio reducía la figura de Jesús prácticamente a la de una fábula, un mito didáctico. Cristo representaba, para él, la encarnación de una enseñanza ética, semejante a la de Sócrates, de Buda, de Mahatma Ghandi, a la del actuar de los estoicos... Cristo era el más grande ejemplo de humanidad; la enseñanza más bella jamás explicada al hombre... Gracias a esta enseñanza, a esta toma de conciencia, a través del evangelio, de la propia dignidad y, mediante los ejercicios acéticos propios de la razón humana manejando la voluntad, el ser humano podía alcanzar -según Pelagio- la perfección, la vida eterna [1] .
Pero Agustín se da cuenta, entonces, de que Pelagio está negando lo más esencial del mensaje cristiano: la necesidad de la gracia, la exclusividad de la redención de Cristo, el don del Espíritu Santo, y la afirmación de que todo hombre, por nacimiento, por educación y por cultura, viene debilitado al mundo, inicia sus opciones con una limitada libertad y es incapaz, si queda encerrado en las fuerzas de su biología, de sus energías puramente naturales, de alcanzar otra cosa sino la muerte. Jamás podrá, por si mismo, obtener la vida eterna que pertenece a Dios y a la cual el hombre solo puede acceder aceptándola como don, como gracia, como regalo.
Pelagio en realidad, apenas con un vocabulario cristiano, se mueve en el ámbito de las ideologías paganas en donde, a la manera de Aristóteles, de Platón, de Zenón, de Marco Aurelio, de Séneca... (de Alberdi, de Sarmiento, podríamos decir nosotros) para lograr la perfección y la felicidad, propone al hombre una pura iluminación, instrucción doctrinal, gracias a la cual éste, libremente, elegiría el camino del bien, de la plenitud... [2]
Agustín, por supuesto, no niega que el hombre, con su inteligencia y su libertad pueda hacer muchas cosas buenas en el orden de lo humano: amar a sus hijos, "arar el campo, edificar casas [3]"... dice. Nosotros podríamos añadir: alcanzar prodigiosos avances en la ciencia y en la técnica, llegar a la luna y a las estrellas, fabricar bellísimos mundos virtuales, obtener la salud biológica sin morir... Puede ser. Pero lo que el hombre no puede lograr de ninguna manera sin la gracia, sin el don de Dios, sin la fe en Cristo Jesús, es la vida de Dios, esa que está sobre todas las posibilidades del universo, de todos los impulsos del cosmos, de todo alcance de la inteligencia del hombre.
Más aún, enseña San Agustín, sin la gracia de Jesús, ni siquiera se puede perseverar en las buenas obras, ni realizarlas perfectamente. La libertad natural no basta -sin el influjo sanante de esa gracia- para vivir correctamente ni siquiera en este mundo, en la sociedad, en el ámbito de la familia.
En el fondo, la de Agustín era la misma polémica que había enfrentado a San Pablo con los fariseos. Ellos pensaban que eran las obras de la ley cumplidas libremente las que los justificaban frente a Dios. Orgullosos y soberbios -a lo mejor sin darse cuenta-, pensaban que eran los esfuerzos de ajustar su conducta al querer divino lo que los hacía valer frente a Dios. "Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás hombres... como aquel publicano..." Oración tan parecida a la que he leído de Pelagio.
Frente a ellos, en sus epístolas a los romanos y a los gálatas, Pablo afirma la supremacía absoluta de la gracia de Cristo. Es Cristo quien da la vida eterna, no la Ley. Es la fe que nos pone en conexión con esa gracia de Jesús, flujo del vivir divino, Espíritu santo, la que elevándonos más allá de nuestra condición humana nos permite acceder a la vida de Dios. No Moisés, no nuestras fuerzas, no la moral, no los derechos humanos, no la democracia, no el psicoanálisis, no la autoayuda, no la new age, no los consejos del Dalai Lama... ni siquiera las enseñanzas morales de Cristo sin su gracia sanante y transformante. El cristianismo no es solo una cuestión de doctrina, de enseñanza, de ideología, de normas, sino un salto de condición existencial, una metamorfosis interior, una transformación ontológica que solo puede producir Cristo el Señor, de ninguna manera una filosofía o religión o técnica o lo que sea que provenga de la sola inteligencia o interioridad del hombre. "El justo vivirá por la fe" repite por tres veces San Pablo en sus epístolas (Rm 1, 17; Ga 3, 11; Hb 10,38) citando a nuestra primera lectura del profeta Habacuc.
En cuanto hablamos de un Dios sin Cristo y, por lo tanto, sin el misterio trinitario, dejamos de señalar al verdadero Dios y lo bajamos a la inmanencia, a lo humano. Creamos una terrible confusión que lleva a univocar el espíritu universal del hombre o el alma del mundo, o como quiera llamarse, con el Dios trascendente, con el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Esa es la deriva inevitable del que por hacer diálogo con otras religiones calle sistemáticamente la realidad del Señor Jesucristo y dirija, sin restricciones mentales, una oración anodina a un supuesto Dios indiferenciado; o la del que pronunciara vanas exhortaciones al cumplimiento de la moral o, peor, a la infra moral de los derechos humanos, o a los valores de la democracia o de la libertad o la justicia social, sin predicar y ofrecer, mediante la Iglesia y los sacramentos, la gracia de Cristo, su santo espíritu.
No hay libertad sin verdad, sin Cristo. No hay moral sin gracia de Jesús, sin sacramentos. Mucho menos hay salvación fuera de la gracia que trae la fe en Él. Todo lo demás es la antigua herejía pelagiana, primo-hermana occidental del nestorianismo y aún del monofisismo de Oriente.
Es sabido que la teología de San Lucas -nuestro evangelista de hoy-, se mueve dentro del ámbito del pensamiento paulino. Es obvio para él que la gracia y la salvación no llegan a través de méritos humanos sino de la fe. Solo la fe es capaz de transplantar las raíces de nuestro ser humano desde la tierra estéril de la pura naturaleza, al mar, al océano, del vivir divino. "Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios (Mt 19, 26)" si, con su inmerecida gracia, fija sus ojos de misericordia en nosotros, y nosotros le respondemos con nuestra fe. La fe -que poco tiene que ver con la estólida confianza de Lutero-, aunque sea del tamaño de un grano de mostaza, es lo único capaz de conectarnos con la usina de fuerza y de vida del corazón de Cristo y transformarnos en hijos de Dios, justificados, llamados a la vida eterna.
Y aunque esa gracia nos transforme y nos lleve -contrariamente a lo que decía Joviniano-, a entregarnos y darnos todos por Cristo en actos verdaderamente meritorios, ellos seguirán siendo meritorios no por nuestros esfuerzos -"simples servidores que no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber "- sino por la gracia que los ha transformado en capaces de obtener frutos de vida eterna.
A la oración soberbia del fariseo, de Pelagio -que condenaba a todos sus enemigos y a los tibios- San Agustín respondía con la actitud humilde de aquel que había debido transitar muchos y duros caminos para llegar a la verdad y, una vez hallada, para seguirla, y rezaba con todas sus fuerzas la oración que le había enseñado su viejo maestro San Ambrosio:
"Jesús, atráenos a ti; deseamos seguirte, pero, dado que no podemos seguir Tu paso, tómanos Contigo, para que con Tu ayuda podemos caminar sobre Tus huellas."
[1] [ Más aún, inmediatamente, con esos principios, aún sin la fe, Pelagio pretendía cambiar incluso a la decadente comunidad romana, fundar una nueva política, una nueva sociedad. Para ello no tendría inconvenientes en ponerse de acuerdo con todos los filósofos, ideologías y aún religiones que admitieran básicamente los principios de la moral: bastaba con que respetaran como a un gran hombre y un gran ejemplo al maestro Jesús de Nazareth. Porque aunque Jesús era ciertamente el mejor, de ninguna manera era el único. Era, pues, necesario a toda costa restaurar la moral y refundar la sociedad a pura voluntad humana, y con el ejemplo y esfuerzo de sus mejores hombres. Como ven, era una especie de masón 'avant la lettre'.]
[2] La doctrina pelagiana será condenada por sínodos de Cartago y Milevi realizados entre los años 416 al 418 y, nuevamente, en el concilio de Efeso del 431.
[3] Cf. I II 109 a 2.