INICIO

Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2004. Ciclo C

27º Domingo durante el año
(GEP 03/10/04)

Lectura del santo Evangelio según san Lc 17, 5-10
Dijeron los apóstoles al Señor; «Auméntanos la fe» El Señor dijo: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este sicómoro: "Arráncate y plántate en el mar", y os habría obedecido» «¿Quién de vosotros tiene un siervo arando o pastoreando y, cuando regresa del campo, le dice: "Pasa al momento y ponte a la mesa?" ¿No le dirá más bien: "Prepárame algo para cenar, y cíñete para servirme hasta que haya comido y bebido, y después comerás y beberás tú?" ¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado? De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer»

Sermón

Nadie duda de que, literalmente, el poder de Dios, Señor de las leyes de la naturaleza, podría hacer una cosa tan imposible y, a la vez, algo ridícula como desarraigar una morera, árbol de tupidas y extensas raíces, y llevarla a una especie de flotación en el mar que le cambiara al mismo tiempo la fisiología para poder vivir del agua salobre. Pero es sabido, primero, que el Señor no es amigo de milagros inútiles ni de prodigios rimbombantes, sino de signos que sirvan para entender verdades de orden trascendente; segundo, que la misma textura hiperbólica de la frase apunta a un sentido más pleno. En general, mediante sus milagros, Jesús quiere hablarnos de ese poder que tiene Dios de llevar al hombre mucho más allá de sus posibilidades naturales, a la vida de la gracia, de lo sobrenatural, en última instancia de la Vida eterna. Vida eterna que está preanunciada, germinal, en este nuestro mundo mortal, a través de los saberes y actuares morales, santos, que parecen escapar a los talentos del hombre y que surgen, precisamente, de la gracia.

El texto de la morera que se transplanta no se puede entender fuera de su contexto. No suele ser buena técnica el tomar frases del evangelio aisladas y tratar de entenderlas sin las que la rodean. Técnica que usa a veces el periodismo para deformar el pensamiento de ciertas declaraciones, aún de obispos e, incluso, del Papa.

Si Vds. toman su Nuevo Testamento en casa y observan la frase inmediatamente anterior a la de lo leído en esta Misa, verán que Jesús está hablando de una de sus enseñanzas más asombrosas, casi tan impactante y contraria a nuestros instintos como la de 'amar a nuestro enemigo'. Jesús acaba de decir a sus discípulos: " Si tu hermano peca siete veces al día contra ti, y otras tantas vuelve a ti, diciendo; 'Me arrepiento'; perdónalo."

Y eso que nosotros apenas entendemos lo que significaba perdonar en aquel entonces. No solo tonterías como las que suelen empañar nuestras relaciones. Y aún así, nos cuesta perdonar: ésto que supimos que alguien dijo ligeramente de nosotros, aquella ofensa, aquella omisión en la lista de invitados, esas palabras dichas en la exaltación de una discusión, a lo mejor ese reparto a nuestro criterio injusto que se hizo con aquellas ganancias, con esta herencia...

En la antigüedad, la venganza era casi una institución. Perdonar era señal, no de magnanimidad, sino, muchísimas veces, de cobardía, de falta de honor. Sin verdadera justicia, sin poder central eficiente, sin tribunales idóneos, la única manera de proteger no solo el propio nombre, sino los bienes y aún la libertad y la vida, era, además de la legítima defensa y la portación de armas, el que el posible agresor supiera que, en la solidaridad de aquel entonces de la familia, a cualquier lesión de los derechos de uno de los miembros, a cualquier ofensa, cualquier herida o, peor, muerte, le seguiría terrible represalia por parte del resto.

Es verdad que Jesús no está hablando de no castigar delitos públicos o dejar impune al agresor, sino de la actitud interna de búsqueda del bien aún del que nos agrede. Aunque sea necesario defendernos, nunca debe transformarse la justicia en rencor, en deseo irracional de venganza, en encono... que peor hace a quien lo tiene y lo anida como un cáncer en su corazón, que al que es objeto de él.

Aún así, esto le suena más allá de sus fuerzas a los discípulos. Y, de hecho, lo es: para perdonar en serio se necesita una clarividencia y una capacidad de amar que es más que humana; es sobrenatural, santa, divina. Por eso le piden a Jesús 'auméntanos la fe'.

La teología protestante y ciertos usos modernos han quitado a la palabra fe su mordiente bíblica: la fe sería solo sentimiento, cuanto mucho confianza, o esa euforia que a veces alcanza a suscitar el predicador evangelista, el sanador, las canciones melosas... Toda esa torpe deformación del cristianismo que vemos compra extensos espacios de televisión y radio y costosas salas de teatro y cine, y enormes mercados, para engañar a la gente ofreciéndole la mercancía del prodigio, del milagro absurdo, de la curación, de la falsa seguridad, de la solución mágica a todos los problemas ... Estafadores, financiados por organizaciones internacionales anticristianas, precisamente para desfigurar el verdadero mensaje de Cristo en espectáculos innobles a veces más sacrílegos -porque más sutilmente perversos- que una nefanda Misa negra.

Los apóstoles, cuando piden fe, no están hablando de ninguna falsa confianza o autosugestión que pueda llevarlos a juegos parapsicológicos, alivios transitorios, o, menos aún, prodigios y portentos, como los que constantemente se niega a dar Cristo y es una de las tentaciones que le propone el Adversario en el desierto. Los discípulos están hablando de la fe como adhesión de la inteligencia a las palabras luminosas del Señor y como fuerza necesaria del amor para coincidir con ellas. En este caso su enseñanza del perdón.

Pero ampliemos el contexto para entender mejor nuestras aisladas frases de hoy: recordemos que, en pasajes anteriores leídos en domingos pasados, se ha hablado no del perdón que han de ejercer los discípulos, sino del maravilloso perdón de Dios: las parábolas del hijo pródigo, de la oveja perdida y encontrada, de la moneda extraviada y hallada. Allí el perdón surge del amor de Dios y se vuelca impetuoso aún hacia el hombre más descarriado, buscando siempre su bien, su conversión.

Jesús, con su ejemplo estrambótico de la morera, está dando una nueva enseñanza sobre la fe. A la demanda de los apóstoles "Auméntanos la fe" que supone que algo tenían -porque no le piden, 'danos la fe', sino 'auméntanos la que ya tenemos'- Jesús, en su respuesta, les está diciendo que en realidad no se las puede aumentar porque todavía no la tienen. "Porque, si tuvierais fe del tamaño de un grano de mostaza..."

Los discípulos se habrán quedado desconcertados. Pero '¿cómo? ¿acaso no creemos en tus palabras?' '¿no tratamos de entenderlas?' '¿no estamos dispuestos en la medida de nuestras pobres fuerzas a cumplirlas?'

Y de eso justamente se trata. No bastan las pobres fuerzas humanas . No sirve la mera inteligencia de nuestro cerebro de 'homo sapiens'. Ellas no son suficientes; porque lo que Cristo viene a traer al hombre no es ninguna receta de convivencia o desarrollo humano: es la participación real de la Vida de Dios y por lo tanto de Su saber y de Su querer o amar. No se trata solo de entender las palabras de Jesús en su tenor lógico, ni de cumplir las normas de Jesús con nuestra voluntad humana, se trata de participar realmente del Conocimiento y el Amor de Dios, de conectarnos -como en una especie de transfusión de sangre, de empalme de alto voltaje- con la usina de vida, de sabiduría y de amor que es el mismo Dios, allende infinitamente nuestros límites, en un salto tal que nos hará posible, superada la mortalidad natural a la cual nos conduce nuestra biología, la perenne vitalidad divina.

No se trata, pues, de una cuestión de 'aumento', se trata de un brinco prodigioso, del cruce de un abismo, en el cual la fe nos hace ascender a un tipo de vida que ya no es solo humano, sino divino, y en el cual aún los primeros pasos, aún en tamaño de un grano de mostaza, aún en la pequeñez de un germen, es sideralmente superior a lo natural. A la manera como es pequeño un embrión humano, un óvulo fecundado, pero ya con el mensaje genético completo para engendrar a un hombre, maravilla esencialmente diferente a la de embriones de biologías inferiores. Así esa mínima fe que puede tener un bebe recién bautizado, lo hace ascender a las alturas colosales del genoma divino, del mensaje genético del Verbo, de la vitalidad trinitaria.

Eso es muchísimo más sorprendente y asombroso que el que una morera se desarraigue de la tierra y se plante en el mar: el que un simple varón y mujer, lleguen por la fe a ser hijos de Dios. Que desde éste su habitáculo minúsculo de la tierra girando alrededor de un pequeño sol, lleguen a arraigarse en el mar, el piélago, el océano inmenso de existir divino. Y eso solo puede advenirle al hombre desde el amor de Dios, desde su per-dón que, en nosotros, en nuestra vida mortal, ya ha de manifestarse también en caridad y perdón a los demás.

De allí la pequeña parábola del final, la del servidor. Porque el servicio mismo del cristiano, en amor y perdón, es algo que solo se hace por la gracia de Dios. Y el mismo poder servirLe ya es premio, dignación.

La parábola, en estas épocas igualitarias y falsamente democráticas, suena algo clasista. El sirviente que vuelto de trabajar en el campo todavía tiene que servir la comida a su señor no nos suena demasiado bien.

Pero quizá aún algo entienda de esto, no el piquetero, por supuesto, ni aquel al cual un puntero de barrio o municipio humilla -aunque el beneficiado no se sienta humillado, lo cual es peor todavía- con sus planes jefes de hogar. Esto lo puede entender, a lo mejor, el desocupado que honestamente quiere ofrecer un trabajo de acuerdo a sus talentos ¡y alguien finalmente se lo pide! Y, por eso, lo hace valioso y le levanta la autoestima. Poder finalmente servir. Servir para algo; servir para alguien.

Es verdad que la mentalidad dialéctica introducida entre nosotros, para desgracia del país, desde fines de la primera mitad del siglo pasado, ha hecho una especie de pecado ser patrón y una humillación servir. Como si dirigir, invertir ahorro, disponer de bienes, manejar un campo, una empresa, no fuera también un servicio; y el ser subordinado fuera siempre ser un explotado que tiene que ponerse en contra de su empleador, y que, si no fuera por la protección que le prestan sindicalistas y políticos, no lograría sobrevivir...

Pero pensemos no en esa mentalidad que ha arruinado a la Argentina y enriquecido a sindicalista y políticos y empobrecido más a los que dolosamente decían querer ayudar, sino en los servidores de antes, orgullosos de servir en sus respectivos oficios, o a verdaderos señores. El que orgullosamente llevaba los colores y enarbolaba la enseña de su Rey; -"¡que gran vasallo si tuviera gran señor!", decían del Cid Campeador-; el soldado que llevaba el uniforme de su arma y servía la bandera de su patria y estaba orgulloso cuando le tocaba en suerte un verdadero general -como se avergüenza cuando tiene que obedecer al que solo lleva de general los galones-... ¡Qué lindo sería ser católico, ser sacerdote y ser dirigido, servir, a un santo Obispo!

Todavía cuando yo era chico, el guarda de tranvía, el jefe de estación, el empleado de una firma, el bombero, el cochero de un carruaje, estaban orgullosos de sus uniformes de servidores honestos que se sabían útiles, precisamente, por servir, no solo por su paga...

¡Qué orgullo recibir el uniforme, la insignia de servidor, el sable, los colores de la casa noble, el uniforme de la empresa! Qué gozo cuando, por primera vez, me dieron la sotana y, en aquella época, me hicieron lo que era mi distintivo de clérigo, de servidor, la tonsura -¿se acuerdan los mayores, un circulito rapado que llevaban los curas en la cabeza? -(ahora, por supuesto, por varias razones, no me serviría de nada).

No: todo eso se acabó. Todos a vestirse igual... Obispos o laicos, autoridades y subordinados, grandes y jóvenes... Pura hipocresía, porque las desigualdades, los privilegios que el sistema regala a los políticos y la prepotencia de los que tienen poder, sin virtud y sin fe, sin santidad, -que no son los señores de antes-, son cada vez mayores...

Claro que también existen los uniformes que humillan. Los, por ejemplo, hechos por modistos procaces y que, en algunos negocios, obligan a vestir a sus empleadas... Los que existen ya no son como antes -ni siquiera a veces el del policía o la enfermera- los distintivos de servicio, de estar dispuestos a ayudar en lo suyo, de estar orgullosos del oficio, de la profesión... El empleado -por supuesto desde que alcanza estabilidad y percibe indemnización doble por despido y no se acuerda de cuando pedía desesperado trabajo- parece constantemente que le está haciendo un favor al que lo emplea, que, además, a sus ojos, siempre lo trata con injusticia o lo explota -y a veces es verdad-; el profesional o el técnico o sus dependientes parecen siempre estar haciendo un favor al que contrata sus servicios; el cura al que confiesa; el mozo al que supuestamente sirve en la mesa... Así nos va.

No sea con Dios, no. No con ese gran Señor que es Jesucristo: reinar sea para nosotros servir y, dado que todo viene de Su gracia, de Su amor, podamos decir siempre con orgullo y alegría: "somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber"

Menú