Lectura del santo Evangelio según san Mateo 21, 33-43
En aquel tiempo, Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «Escuchad otra parábola. Uno hombre poseía una tierra y allí plantó una viña, la cercó, cavó un lagar y construyó una torre de vigilancia. Después la arrendó a unos viñadores y se fue al extranjero. Cuando llegó el tiempo de la vendimia, envió a sus servidores para recibir los frutos. Pero los viñadores se apoderaron de ellos, y a uno lo golpearon, a otro lo mataron y al tercero lo apedrearon,. El propietario volvió a enviar a otros servidores, en mayor número que los primeros, pero los trataron de la misma manera. Finalmente, les envió a su propio hijo, pensando: "Respetarán a mi hijo". Pero al verlo, los viñadores se dijeron: "Éste es el heredero; vamos a matarlo para quedarnos con su herencia". Y apoderándose de él, lo arrojaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando vuelva el dueño, ¿qué os parece que hará con aquellos viñadores?» Le respondieron: «Acabará con esos miserables y arrendará la viña a otros, que le entregarán el fruto a su debido tiempo». Jesús agregó: «¿No habéis leído nunca en las Escrituras: "La piedra que los constructores rechazaron ha llegado a ser la piedra angular: ésta es la obra del Señor, admirable a nuestros ojos?". Por eso os digo que el Reino de Dios os será quitado a vosotros, para ser entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos».
Sermón
En el Museo de la Técnica, en Múnich, en la sección dedicada al automóvil, hay un inmenso salón en donde, separadas, están expuestas todas las piezas que componen un auto: bielas, aros, cigüeñales, ejes, amortiguadores, llantas. Desde la rueda de caucho hasta los diminutos tornillos del motor del limpiaparabrisas. A uno le parece imposible que todas esas múltiples piezas juntas sean capaces de llevarme por una ruta a más de cien kilómetros por hora.
Lo mismo, recuerdo, en el viejo gabinete de química de mi Colegio Nacional de Buenos Aires, en una vitrina, bajo el rótulo “Elementos del cuerpo humano“, dispuestos en una serie de platitos y cápsulas: un poco de calcio, de carbono, una pizca de hierro, de fósforo y una suerte de enorme damajuana con más de cuarenta litros de agua. “Eso –nos decía el profesor‑ somos nosotros”. “Polvo y agua” y “de ese poco de polvo y agua” –seguía‑ “han salido la civilización y la técnica, las sinfonías y el arte, el amor y las guerras”.
“¿Se dan cuenta?” –continuaba‑: “Entre lo que hay en esa vitrina y Vds. materialmente no existe ninguna diferencia: los mismos gramos, los mismos elementos. Sin embargo Vds. viven y eso no”. “A los que afirman que el hombre no es nada más que materia” –concluía‑ “habría que machacarlos, destilarlos y ponerlos en una de estas vitrinas”
Y tenía razón. Junten Vds. todas las piezas sueltas del Museo de la técnica en una bolsa, mezclen, revuelvan, agiten todo lo que quieran. Lo único que conseguirán es un montón de piezas cada vez más desordenadas. Pero llamen un técnico o un ingeniero y, con un poco de tiempo, tendrán finalmente un automóvil. Será la misma cantidad de piezas y elementos, el mismo peso, la misma composición química, pero, en un caso, un montón informe de chatarra; en el otro, un auto.
Pero ¿si idéntica cantidad de materia, qué es lo que diferencia radicalmente lo uno de lo otro? No es materia indudablemente. Es el ‘plan inteligente’, la ‘organización razonable’ que, desde la mente del ingeniero, impregna y ordena, da unidad, a ese montón de caucho y hierro.
Algo semejante pasa con el cuerpo humano ¿qué es lo que lo diferencia del agua, sales y cenizas varias de que está compuesto? No lo material, evidentemente, que, en uno y otro, vivos y muertos, es lo mismo, sino su ‘estructuración inteligente’ en albúminas y proteínas, hueso y hormonas, nervios y órganos. Y eso, la ‘combinación’, el ‘plan’, la ‘estructura’, la ‘disposición inteligente’, es lo que da a ese montón de polvo y agua la unidad, el poder ser ‘yo’ y ‘tu’. En realidad es lo que los antiguos llamaban la ‘forma’ de los cuerpos y, en los seres vivos, el ‘alma’ de estos.
Y ¿qué es la muerte, entonces, sino la pérdida de esta unidad, organización, estructura? ¿La pérdida del alma? Muerte que termina siempre en la desorganización final del retorno al polvo informe de dónde se ha salido. El automóvil que comienza a descomponerse cuando alguna pieza falla o no actúa armónicamente con el resto, continúa, poco a poco, desarmándose, desmoronándose, hasta terminar en un depósito de hierros oxidados.
Solamente lo espiritual, la inteligencia, la forma racional, puede transformar el hierro en máquinas, el polvo en seres vivos. Cuánto más bajamos a lo groseramente material pulverulento más nos encontramos con el desorden, el caos, la desorganización. Cuánto más ascendemos a lo inteligente más accedemos al orden y la unidad. Un grupo de ignorantes con los instrumentos de una orquesta solo podrán lograr un ruido infernal, un buen director y buenos músicos educados en el espíritu, un concierto, armonía. Para lograr la unidad de los animales de un zoológico hacen falta látigos, comida y jaulas. Para lograr la unidad de un conjunto de ballet hace falta, por el contrario, libertad de espíritu, finura, arte.
Hoy todos hablan de la crisis de la familia, de la desintegración de ésta, del divorcio, la desunión, la contestación de hijos a padres. Y, lo mismo, a nivel nacional, de la desconfianza mutua, los odios de clases, las luchas de sectores, los egoísmos de toda laya. Hace unos años, en el optimismo fácil de la primera mitad del siglo, cuando la Iglesia denunciaba estos males que recién comenzaban, muchos se reían y acusaban a la Iglesia de pesimista, de retrógrada, de profeta de desgracias. Parece que recién hoy, cuando a todos, mal que bien, nos han tocado o nos tocan de cerca los problemas de familias destruidas, del país en bancarrota, de la sangre vertida cotidianamente, recién hoy estamos todos de acuerdo en denunciar la gravedad de la crisis.
Es que las sociedades son, en grande, como los seres vivos. Recién muertos solo parecen dormidos, descansando. Solo a los cuatro días comienzan a oler a fétido y descomponerse. Es una lástima que los argentinos nos hayamos dado cuenta del mal recién ahora cuando el país huele a podrido. Pero las causas vienen de mucho más atrás y la crisis de la patria y de la familia no es de hoy, ni solo de los están ahora; hunde sus raíces en el cambio de formas de pensar y de costumbres que constituían nuestro cristiano patrimonio y que han sido minadas lentamente en los últimos años con una pavorosa invasión de ideologías materialistas y hedonistas. Liberalismo, freudismo, marxismo y positivismo dándose la mano y destruyendo mentes jóvenes y adultos en colegios, revistas, cine, televisión. Cambiando las normas y las costumbres, ridiculizando las reglas del respeto, del honor, del trato entre personas de distinto sexo, de la veneración a los mayores y las autoridades.
Volcado el hombre por todo esto a la satisfacción sin frenos de sus instintos materiales, de sus egoísmos carnales, de sus apetencias de dinero ¿cómo encontrar, en el polvo de la materia disputada, un principio de unidad de familia o de patria? ¿Cómo encontrar la paz y la unidad en lo material, en los instintos, en el egoísmo?
Si no hay un principio espiritual que organice, que estructure, que de vida superior a los ‘individuos masa’, que les dé ‘alma’, la única posibilidad de unidad será las de las jaulas y el látigo de los zoológicos, el estado policial, las burocracias tecnócratas, los campos de concentración, en donde una parodia de paz será la paz muerta de la vitrina del laboratorio de química.
Por eso, en estos aciagos días, la Iglesia vuelve a proponer instantemente los principios de una unidad y armonía superior, algo que, a la manera del alma, nos devuelva la verdadera unidad en la vida y la libertad y ese algo solo puede ser Dios, a la manera de vértice hacia el cual todos los rayos convergen en santa unión.
Así se logró otrora la unidad de Occidente, antes del primer desgarrón de Lutero, cuando comenzó lentamente a pudrirse la cristiandad hacia las revoluciones francesa y soviética.
Pedir a todo nuestro pueblo que vuelva sus ojos a Dios quizá sea pedir mucho. Pero, al menos, que la “cruzada de oración en familia”, en nombre de la cual hablamos, ensamble, en la unidad superior y el amor que solo la oración en común nos puede dar, a las familias cristianas de las cuales esperamos que, cuando finalmente comience la tarea de la reconstrucción y de la grandeza, salgan los hombres y mujeres capaces de emprenderla.