Lectura del santo Evangelio según san
Lc 17, 5-10
Dijeron los apóstoles al Señor; «Auméntanos la fe» El Señor dijo: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este sicómoro: "Arráncate y plántate en el mar", y os habría obedecido» «¿Quién de vosotros tiene un siervo arando o pastoreando y, cuando regresa del campo, le dice: "Pasa al momento y ponte a la mesa?" ¿No le dirá más bien: "Prepárame algo para cenar, y cíñete para servirme hasta que haya comido y bebido, y después comerás y beberás tú?" ¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado? De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer»
Sermón
No recuerdo muy bien si en historias fidedignas de santos se haya dado alguna vez esta orden de que un árbol se plante en el mar con algún éxito. Ciertamente no hay ningún lugar geográfico del mundo que registre un movimiento de montaña producido por un acto de fe -comparación que también usa el Señor en lugares paralelos (Mt 17, 20; Mr 11, 23)-. Lo cual ya nos ha de prevenir sobre el que no hemos de tomar muy al pie de la letra la frase de hoy del Señor y que más vale, si tenemos interés en acciones como las que Jesús pone de ejemplo, intentemos métodos más comprobadamente científicos de plantación arbórea y lugares más propicios para su crecimiento y desarrollo. Lo mismo para las montañas: unos buenos Caterpillars y Poclains y algunas cargas de dinamita son medianamente capaces de efectuar esos milagros.
Pero es que la frase de Cristo, en el estilo hiperbólico del lenguaje oriental, no se refiere de ninguna manera a un hipotético poder de realizar portentos que Dios daría indiscriminadamente a cualquier cristiano con fe, sería harto singular que Jesús -que está hablando a sus apóstoles, bien conscientes de su incapacidad para hacer prodigios de ninguna especie- les propusiera una iniciativa cuya ineficacia podría comprobarse con tanta facilidad.
Pero quizá lo que acabamos de leer, aislado, no ayuda mucho a la comprensión de este texto, que solo se entiende desde el pasaje que lo precede inmediatamente y que no se ha introducido en la lectura de hoy. Se trata de que Jesús acaba de pedir a los que lo escuchaban un tipo de comportamiento totalmente atípico, extraordinario, casi diríamos repugnante para las categorías mentales de aquella época –y aún de la nuestra, a pesar de los ya dos mil años de predicación cristiana que tenemos detrás-. Y es la famosa respuesta de Cristo a Pedro cuando éste le pregunta cuántas veces hemos de perdonar: “ ¡Setenta veces siete! ” le contesta Jesús; es decir, sencillamente: “¡Siempre!” Esa casi institución que era la venganza y en la cual no solo se comprometía el individuo sino toda la familia y a veces todo el clan o el pueblo. Esta institución sin la cual, en la antigüedad, nadie, persona o grupo, podía hacer valer sus derechos, de pronto es abolida, sin más, por el Señor. Lo cual no solamente era inaceptable para las convenciones de entonces, sino de tremendas consecuencias sociales. Perdonar y renunciar a vengarse, en aquella época, suponía una tremenda inferioridad frente a los demás, al no existir un poder político y policial suficientemente fuerte, idóneo y justo como para asegurar justicia y protección para todos.
Pedir, por tanto, algo semejante era casi solicitar lo imposible, lo absurdo. Frente a esta otra enseñanza disparatada de su imprevisible Señor, que se añadía a otras ya tantas de la misma índole, los discípulos, con toda paciencia, le piden que ya que les solicita estas cosas extrañísimas para seguirle, que entonces Él mismo les aumente la fe que los haga capaces de realizarlas.
Es allí cuando Jesús les responde con la frase del árbol trasplantado. Pero su visión, ahora, se amplía a una dimensión más profunda. Se extiende no solo a afirmar tajantemente que esta conversión de los corazones es posible y que, mediante la fe, sus seguidores serán perfectamente capaces de realizar las obras de santidad que Él les pide, sino que los asoma al misterio de gratuidad descabellada en que los sumerge ese mismo acto de fe.
Así como, en la comparación, el pequeñísimo grano de mostaza es capaz de producir un efecto tan desproporcionado, así la fe es capaz de elevar al ser humano a las alturas infinitas de la amistad divina, a la alegría perfecta de la fiesta celeste a la que el Señor invita y de la cual habla tan insistentemente Lucas en este su evangelio. Como ese grano de mostaza de fe del buen ladrón que, a último momento, le obtiene la gloria del paraíso ¡tan poca cosa y tan grande consecuencia!
Y es ante esta desproporción inconmensurable entre la obra y el premio -que ya se anticipa, en esta vida, en el gozo de la vida cristiana- donde todas las exigencias del evangelio jamás podrán presentarse como pago suficiente al amor que Dios nos da.
Y allí encaja la parábola de los servidores inútiles.
Si, inútiles somos para nuestra salvación: es el amor que Dios decide tenernos el que nos inunda y nos transforma y ningún mérito de nuestra parte ha precedido ni puede preceder a su libre elección. Pero es, precisamente, este amor y no cualquier conciencia estoica o farisaica de que somos nosotros los que nos salvamos por medio del cumplimiento de la moral, el que nos fuerza, de un modo aún más perentorio, a ser fieles a la vocación ética al amor al cual Él nos llama.
No: no cumpliremos los mandamientos porque creamos que ese cumplimiento pueda merecernos nada ante Dios; pero, porque hemos de vivir en alegría esa fe que nos regala Cristo y que es capaz de mover montañas y trasplantar árboles al mar, por eso intentaremos ser reflejos de ese amor que nos ha recreado en la fe. Y así nos proponemos vivir como Él vivió, huyendo como de la peste del pecado -aún del venial y aún de las imperfecciones- sin enorgullecernos de nuestros éxitos ni tampoco sintiéndonos demasiado miserables por nuestras debilidades -lo cual también puede llegar a ser falta de humildad- ni, peor aún, indisponernos a perdonar a nuestro prójimo.