Lectura del santo Evangelio según san Mateo 21, 33-43
En aquel tiempo, Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «Escuchad otra parábola. Uno hombre poseía una tierra y allí plantó una viña, la cercó, cavó un lagar y construyó una torre de vigilancia. Después la arrendó a unos viñadores y se fue al extranjero. Cuando llegó el tiempo de la vendimia, envió a sus servidores para recibir los frutos. Pero los viñadores se apoderaron de ellos, y a uno lo golpearon, a otro lo mataron y al tercero lo apedrearon,. El propietario volvió a enviar a otros servidores, en mayor número que los primeros, pero los trataron de la misma manera. Finalmente, les envió a su propio hijo, pensando: "Respetarán a mi hijo". Pero al verlo, los viñadores se dijeron: "Éste es el heredero; vamos a matarlo para quedarnos con su herencia". Y apoderándose de él, lo arrojaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando vuelva el dueño, ¿qué os parece que hará con aquellos viñadores?» Le respondieron: «Acabará con esos miserables y arrendará la viña a otros, que le entregarán el fruto a su debido tiempo». Jesús agregó: «¿No habéis leído nunca en las Escrituras: "La piedra que los constructores rechazaron ha llegado a ser la piedra angular: ésta es la obra del Señor, admirable a nuestros ojos?". Por eso os digo que el Reino de Dios os será quitado a vosotros, para ser entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos».
Sermón
La parábola que acabamos de escuchar quiere explicar alegóricamente, en tiempos del evangelista Mateo, el hecho sorprendente y escandaloso, para los judíos, de que la Iglesia pretendiera ser la legítima heredera de las promesas del Antiguo Testamento y cómo la viña del Reino ha sido dada a nuevos arrendatarios por la apostasía de los primeros.
Pero nuestro leccionario dominical omite la continuación de esta lectura cometiendo un grave error, porque de hecho son los versículos que siguen los que dan plena luz al sentido del pasaje. Porque no se trata del rechazo del pueblo judío como raza, como nación, como gente integrada por personas, lo que pierde el derecho al Reino, al contrario, en época de Mateo, la mayoría de los integrantes y autoridades de la Iglesia todavía son judíos: son sus jefes y sus intelectuales quienes cometen el gran rechazo. Así dice el versículo siguiente a lo que escuchamos: "los sumos sacerdotes y fariseos, al oir estas parábolas, comprendieron que se refería a ellos". Pero la cosa va más lejos, Mateo allí no termina, porque aún quiere explicar más que lo del rechazo pasado de Jesús: la conspiración constante que estos judíos tejen alrededor de la iglesia naciente, con medios solapados, sin enfrentamientos directos: "Entonces dice Mateo, y está pensando en su iglesia de los años 60, buscaron el modo de detenerlo, pero temían a la multitud, que lo consideraba un profeta".
El judaísmo -no el judío común, digno de respeto y de amistad como cualquier persona- el judaísmo como idea y llevada con orgullo de raza por dirigentes a veces visibles, a veces secretos, no perdonó nunca al cristianismo la pretensión de considerarse heredero de las promesas y que llevara su desmesura a ofrecerlas a todos los hombres. Esto era algo que el judaísmo no podía tolerar.
El judaísmo es la única ideología del mundo unida al concepto de raza y por eso ni hoy ni nunca hizo verdaderos prosélitos ni intentó erigirse en religión universal. El judaísmo pretende para su pueblo el dominio universal, con miras todo lo filantrópicas que se quiera, buscando a lo mejor el bien de sus dominados, pero de ninguna manera buscando la conversión universal, la asimilación de los pueblos a su religión y a su raza. Esto es su exclusivo privilegio.
La pretensión, pues, inaudita de Cristo y la Iglesia de llevar a todas las naciones al seno del pueblo de Dios les pareció monstruosa y, cuando el cristianismo comenzó a propagarse por todo el mundo a la velocidad de una mancha de aceite, descalificando al judaísmo, se transformó para ellos en el gran obstáculo a sus ambiciones de venganza y de dominio universal. Si: también venganza, porque el judaísmo jamás perdonó al cristianismo este transvase, ni perdonó al imperio romano el que hubiera destruido Jerusalén.
Pero los judíos no tenían ni tropas para oponerse a cristianos y romanos, ni una ideología o religión para contrapesarlos, ya que la de ellos pertenecía en exclusiva a la raza. La única manera de combatir al cristianismo era usar las fuerzas centrífugas que se pudieran alentar en él o fomentar y apoyar a sus enemigos naturales. Y ésto lo lograban de muchos modos: en una especie de gramscismo 'avant la lettre', excitando toda ideología que contrariara al cristianismo, infiltrando los medios culturales, o encaramándose en las estructuras burocráticas de los poderes políticos o, sobre todo, tratando de manejar los hilos del comercio, de la economía y de las finanzas.
Ya los Hechos de los apóstoles nos muestran el papel predominante de los judíos en el espolear las reacciones de diversos intereses y facciones frente a la predicación cristiana. Las actas de los mártires son luego unánimes en acusar a los judíos de estar detrás de los periódicos estallidos de persecución y martirio de los católicos. Y los autores antiguos son contestes también en atribuir las grandes persecuciones de Domiciano, Trajano, Marco Aurelio, Decio, Galerio y Diocleciano a insidias judaicas. Aunque es posible que en todo ello haya mucho de exageración.
De todos modos el cristianismo seguía su marcha ascendente y tocaba todos los niveles de la población, de la milicia, de la aristocracia. Peor todavía: en el 313, el emperador Constantino, convertido al cristianismo, por el edicto de Milán da libertad a la Iglesia y poco después la declara religión oficial.
Había pues que encontrar otros métodos para detener al cristianismo. Ya lo habían intentado respaldando cualquier movimiento disidente dentro de los mismos cristianos. Muchas sectas habían sufrido el influjo de sus ideas y su apoyo.
Uno de los movimientos heréticos que casi acabó con el catolicismo en el siglo IV el arrianismo fué un típico engendro judío y financiado por éstos, como bien lo describe el Cardenal Newman en su "Historia del arrianismo". Milagrosamente y a duras penas, cuando ya parecía que estaba todo perdido, que el episcopado mundial se inclinaba a las doctrinas de Arrio, que tanto los nuevos pueblos bárbaros godos y vándalos como el mismo emperador después de Constantino eran arrianos, finalmente el catolicismo se sobrepuso gracias a hombres de la talla de San Atanasio, Basilio, Hilario, Ambrosio.
El mismo Juliano el Apóstata, el último emperador romano que intenta combatir al cristianismo volviendo al paganismo allá por el año 361, es apoyado económicamente por los judíos. Por eso les permite volver a Jerusalén y comenzar a reconstruir el templo de Salomón. Cuando los cimientos estaban casi terminados un terremoto los destruyó. En el 363 caía muerto Juliano, en guerra contra los persas, exclamando antes de morir su famosa frase: "Venciste Galileo". Y ya a partir del emperador Teodosio el cristianismo triunfante es declarado, en el 380, única religión autorizada del imperio romano, que por este mismo hecho será doblemente blanco del odio judaico.
Pero es necesario darse cuenta de la extensión que en este momento tiene la Iglesia Católica, para poder considerar las pérdidas que luego hemos sufrido:
La espléndida civilización grecoromana, ahora fecundada por el cristianismo, ha llegado a un nivel imponente de cultura y desarrollo: por todos lados se levantan templos cristianos cuyas ruinas son aún hoy maravilla de arte y religiosidad. El pensamiento griego y romano, vivificado por el mensaje de Cristo, da frutos estupendos de teología, filosofía, ciencia, en la así llamada literatura patrística y en las magníficas bibliotecas del imperio. La matemática, la geometría, la astronomía, la medicina, la química, la arquitectura, avanzan espectacularmente.
Es cristiano todo Egipto, Mesopotamia, Palestina, Siria, Asia Menor, Armenia, todo el norte de Africa, Grecia, Macedonia, Francia, España, sur de Inglaterra. El cristianismo se asoma a las fronteras del Indo, mira hacia el Cáucaso, se proyecta más allá del Rin. Así como el Mediterráneo era el 'mare nostrum' de los romanos, ahora es el mar de la catolicidad. Los grandes patriarcados de Alejandría, Antioquía, Damasco, Jerusalén, Constantinopla, Roma, Cartago, son los grandes faros de cristianismo y civilización de casi todo el mundo conocido.
La parte más rica del imperio, la más trabajada por el arte, las letras, la arquitectura, el comercio y la ciencia, es empero su parte oriental. Tanto es así que Constantino debió trasladar su capital precisamente de Roma a Bizancio, rebautizada en su honor Constantinopla, hoy para nuestra vergüenza y tristeza Estambul. Es esa parte del imperio la cuna del cristianismo y de la cultura. Y desde allí siempre verán a la parte occidental como bárbaros recién llegados. Así los griegos habían considerado a los romanos.
De hecho no solo los romanos con sus latines habían sido mirados como bárbaros, sino que prontamente lo que había sido la porción occidental de su imperio: el norte de Europa, la Galia, Britania, España y finalmente Italia habían caído en manos de los pueblos germánicos: godos, visigodos, suevos, longobardos, alanos, vándalos, francos, alamanes.
En el año 410 Alarico había tomado Roma. A fines del siglo caía el imperio romano de Occidente y lo que es hoy Europa se repartía en manos de multitud de pequeños generales bárbaros que se distribuyeron el territorio en distintos dominios que luego poco a poco irían formando las diferentes naciones europeas. Occidente en ese entonces apenas cuenta, pues, para la Iglesia y para la civilización.
Pero el imperio romano y por lo tanto la Iglesia, también tiene para esas fechas sus problemas en Oriente. Los ávaros incursionan desde el Norte. Irán, en manos de la dinastía sasánida, que se declara descendiente de los persas aqueménidas y que ha adoptado la religión de Zoroastro, también una herejía maniquea fomentada por la gnosis judía, presiona por la Mesopotamia: sus grandes reyes Shapur y Cosroes llegan hasta Egipto y, aún, en determinado momento, hasta Constantinopla. En el año 614 entraban en Jerusalén en medio de saqueos, profanaciones e incendios, robándose incluso la reliquia de la santa Cruz.
El emperador Heraclio, de la dinastía Isauria, hombre cristianísimo y de agallas, al subir al poder comienza una furiosa reacción, y en el verano del 627, después de arrojar a los iranios de Asia Menor, llega hasta las proximidades de Nínive donde destruye completamente a las tropas de Irán. Así recupera Siria, Palestina y también la reliquia de la Santa Cruz. Gran parte del Irán se convierte al cristianismo.
Pero Bizancio, instigada en parte por intereses comerciales judíos, también quiere recuperar las tierras de occidente tomadas por los bárbaros y se obstina en luchar contra los longobardos en Italia, recuperar Sicilia y expulsar a los vándalos que han ocupado el norte de Africa. Así se desangra en luchas interminables.
La Iglesia de Roma se da cuenta de que este camino del puro dominio político e imperial de Bizancio no lleva a nada y se empeña en una denodada acción de conversión de estos bárbaros al cristianismo, en la arrasada tierra de Occidente, la parte más pobre y atrasada del antiguo imperio.
Pero alerta, el judaísmo, a su vez, se apercibe de que no basta destruir a la Iglesia militarmente y que el paganismo de las hordas bárbaras sucumbe fácilmente al mensaje cristiano. Uno tras otro los pueblos que se han lanzado contra el imperio finalmente se han convertido al cristianismo e integrado a la catolicidad y la civilización.
Es necesario, pues, dotar a los enemigos de la Iglesia de una doctrina capaz de enfrentarse con la católica y vacunada contra su seducción.
El momento parece propicio. Las luchas terribles han debilitado militarmente al imperio. Tanto iranios como bizantinos apenas pueden lamerse las heridas. La orgullosa Constantinopla de dos millones de habitantes del siglo IV, ahora apenas tiene unos pocos centenares de miles. Irán está exangüe. Los reinos vándalos del norte de Africa que ya comenzaban a convertirse al cristianismo y hubieran podido evolucionar a la manera de los reinos francos, alemanes, godos, normandos y británicos, transformándose en monarquías cristianas, habían sido reconquistados y barridos por Bizancio también a costa de mucha sangre. Gran parte del imperio, conservando aún toda su magnificencia de cultura y riqueza, estaba pues indefenso y militarmente postrado. Cualquier enemigo que apareciera podría pasearse por él de un extremo al otro, sin disparar una flecha, como quisiera.
Y este enemigo, dotado de una doctrina vacunada contra el cristianismo, desdichadamente apareció: fué el Islam, invento de Mahomma, engendro de los judíos, el adversario más formidable, pertinaz, sangriento e inconvertible que haya tenido nunca la Iglesia, al menos como poder visible y potencia humana y, frente al cual, la cristiandad ha derramado sangre a raudales, perdido la mayor parte de su territorio histórico, dejado millones de vidas cristianas y visto ser reducidos miles de sus hijos e hijas a miseria y esclavitud.
Sin embargo, desde ese rincón abandonado del mundo que era Occidente, la Iglesia pudo hacer pie y resistir. Uno de los hitos magníficos de esa resistencia fué la batalla naval de Lepanto, el mismo día de hoy 7 de Octubre, en el año 1571, victoria obtenida detrás del estandarte de Nuestra Señora del Rosario, que flameaba en el buque insignia bajo el comando de Don Juan de Austria, que se había ocupado personalmente de repartir rosarios uno por uno a todos sus soldados. De allí que por voluntad de Pio V hoy sea su fiesta en toda la Iglesia, aunque litúrgicamente, por caer en domingo, celebremos la Misa dominical.
El domingo que viene continuaré con la historia del Islam. Mientras tanto el evangelio de hoy nos sirva para entender cómo fácilmente Dios echa de su viña a los arrendatarios que no sepan producir frutos para su dueño. Y cómo está en nuestras manos y en nuestra fidelidad a Cristo y a nuestras banderas auténticamente nacionales y cristianas el que también a nosotros no se nos arrebate el reino.