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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1992. Ciclo C

27º Domingo durante el año
(GEP, 04-10-1992)

Lectura del santo Evangelio según san Lc 17, 5-10
Dijeron los apóstoles al Señor; «Auméntanos la fe» El Señor dijo: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este sicómoro: "Arráncate y plántate en el mar", y os habría obedecido» «¿Quién de vosotros tiene un siervo arando o pastoreando y, cuando regresa del campo, le dice: "Pasa al momento y ponte a la mesa?" ¿No le dirá más bien: "Prepárame algo para cenar, y cíñete para servirme hasta que haya comido y bebido, y después comerás y beberás tú?" ¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado? De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer»

Sermón

           Algunos podrían llegar a pensar que la ascesis cristiana, y en especial el voto de pobreza que asumen las grandes órdenes y casi todas las congregaciones religiosas, indicarían una especie de minusvaloración, desprecio, rechazo de las cosas de este mundo y una huida a la interioridad, al puro espíritu.

Pero tal pensamiento no tiene nada que ver con la realidad católica ni con la enseñanza evangélica. En todo caso es, sí, la falsa ascética y espiritualidad del hinduismo, del budismo, del tesofismo y de las distintas gnosis que, en forma de religión, de filosofías o de ideologías, han sido durante milenios y aún en nuestros días la peste de la humanidad.

Para estas ideologías, por ejemplo para el yoga, el mundo exte­rior es una ilusión que distrae al hombre y lo hace inútilmente sufrir. La multiplicidad de las cosas y la realidad cambiante de lo material no solo son un espejismo sino algo perverso que trae dolor y miseria. Es por ello que, por medio de ejercicios ascéticos o falsas actitudes contemplativas, el iniciado debe intentar huir de ese mundo exterior, lograr la "apatía" y la indiferencia frente a él, y refu­giarse en las profundidades oscuras del yo. En esas oscuridades, ais­ladas del mundo y de los demás, el yoga, el bodhisattva y el teósofo dicen poder encontrarse con lo divino. Más aún, afirman, lo divino se identifica con esa porción interior de lo humano; el hombre es divino por naturaleza y, por lo tanto, cuando olvidado del mundo y del múlti­ple se halla con su yo profundo en realidad se encuentra con Dios, porque ya es dios de nacimiento. Lo que sucede es que, disperso por las ocupaciones del mundo y por sus amores y odios a los demás, encerrados en la materia, se ha olvidado de que en el fondo es divino.

Nada que ver con el cristianismo. Fíjense que, en el camino de Cristo, aquel que exaltó de manera tan especial el consejo evangélico de la pobreza, Francisco de Asís, no lo hizo nunca en nombre de ningún desprecio del mundo o del cuerpo o de la naturaleza, sino en orden a un respeto aún mayor por esas mismas cosas a las cuales renunciaba en su abuso, no en su legítimo uso.

Francisco no fue de ninguna manera un maniqueo indiferente a las cosas de esta tierra que haya enseñado a huir de ellas para refugiarse en el egoísmo estéril de un falso mundo interior. ¿Quién no conoce su bellísimo canto a las criaturas? "Laudato s î , misignore, cum tucte le tue creature". Ciertamente que, en auténtica oración, se encontraba cotidianamente con el Creador de todas las cosas, pero no identificándolo con su ego, sino como un bien Otro frente a si. Y, a la oración, no llevaba Francisco el olvido del mundo, sino la preocupación por el mundo y por la salvación de los demás, en el diálogo con Aquel que, Creador del mundo, tampoco puede olvidarse de su creación. Tampoco las carmelitas huyen de las preocupaciones del mundo para refugiarse en su yo, sino que, íntimamente unidas con la Iglesia, se hacen pura plegaria y ofrenda, por la salvación del mundo, ante el Señor.

Amador de Dios, Francisco no podía ser sino amador de todas sus creaturas. Son bien conocidas sus famosas actitudes para con los ani­males, los pájaros, las flores, las ovejas, el lobo de Gubbio. Sabía ver en ellos la huella y el signo del amor de Dios hacia nosotros.

Cuenta Tomás de Celano, contemporáneo y amigo de Francisco: "¿Quien puede figurar la alegría desbordante de su espíritu al contem­plar la lozanía de las flores y la variadísima constitución de su her­mosura, así como la percepción de la fragancia de sus aromas?... Cuando daba con multitud de flores, les predicaba como si estuvieran dotadas de inteligencia y las invitaba a alabar al Señor. Asimismo convidaba, con tierna y conmovedora sencillez al amor divino y exhor­taba a la gratitud, a los trigos y viñedos, a las piedras y a las selvas, a las llanuras del campo, a las corrientes de los ríos, a la ufa­nía de los huertos, a la tierra y al fuego, al aire y al viento. Daba el nombre hermanas a todas las criaturas 1... Bien que anhelara llegar al cielo, Francisco, aprovechadísimo y feliz caminante, se servía no poco de los objetos que en el mundo se admiran. ... En cualquier objeto admiraba al Autor, en las criaturas reconocía al Criador. Se re­gocijaba en todas las obras de las manos de Dios y en los paisajes agradables se elevaba al motivo y a su causa viviente. Admiraba en las cosas hermosas al Hermoso por excelencia... Buscaba por todas partes e iba siempre en pos del Amado por las huellas impresas en las criatu­ras, y de todas formaba como una escalera para llegar al divino trono 2".

"Laudato sî, misignore, per sora luna e le stelle: in celu l'ai formate clarite, pretiose e belle" "Laudato sî, misignore,, per frate vento, et per aere et nubilo et sereno et omne tempo... Laudato sî, misignore, pero so aqua, la quale è multo utile et humile et pretiosa et casta"

"Hermanas criaturas". Nunca se sintió molesto Francisco de quien hoy celebramos el día de su nacimiento al cielo en 1226, nunca se molestó por ser uno más entre las tantas creaturas. El también se sentía emocionada y agradecidamente "creatura" y todo su gozo fue servir al Creador y desear un día encontrarle, para beber directamente en la fuente de toda belleza creada, de toda finita felicidad.

Precisamente ser creatura era para Francisco la garantía de sentirse abrazado y mimado por Dios, por Aquel que sabía que lo sostenía por amor libérrimo en la existencia. Era la seguridad plena que lo llevaba, por eso, a renunciar a la posesión egoísta de los bienes de este mundo y confiarse totalmente a los cuidados de su Creador. Sentirse creatura no lo humillaba, servir al Señor era su gloria, su supremo honor.

Es curioso como uno de los grandes protagonistas de la filosofía moderna, Jorge Guillermo Federico Hegel, muerto en 1831, maestro de Marx y mentor de casi todas las ideologías políticas contemporáneas, fuera en cambio inmune, indiferente, a la maravilla de la naturaleza. Se cuenta que durante su estadía de tres años en uno de los lugares más bellos del mundo, Berna, en Suiza, se sentía frío y molesto por uno de los más soberbios espectáculos de la tierra: los Alpes.

"Laudato sî, misignore, per sora nostra matre terra, la quale ne sustenta et goberna et produce diversi fructi con coloriti flori et herba"

Jamás Hegel hubiera dicho esto, ni se hubiera sentido nunca her­mano de esa naturaleza. Al contrario para él lo único importante del universo era la razón humana, su intelecto y en todo caso las realiza­ciones de esa razón. Por eso afirmaba que todos los productos del es­píritu, del arte o de la ciencia eran superiores a las cosas naturales. La naturaleza, las cosas, -afirmaba- no son sino una degradación, o una forma inferior del devenir del espíritu. La naturaleza es una caída de la idea. Dice textualmente "es un error mirar al sol, la luna, los animales... como obras de Dios o tratar de conocer a lo divino por estos productos naturales. Cualquier producto del espíritu, el más humilde de los pensamientos..., nos da un conocimiento más im­portante de la obra divina que un objeto natural". "La naturaleza es, por lo tanto, -continúa textualmente- un deterioro del espíritu, la cara negativa del Absoluto, una decadencia necesaria, pero humillante y forma secundaria de la vida del espíritu" 3

Lo que pasa es que, para Hegel, como para tantos otros sistemas teosóficos y gnósticos antiguos y modernos, el hombre ya es divino de nacimiento. En realidad el hombre es Dios y si no puede realizarse plenamente como tal es precisamente por la materia, por la bruta natu­raleza que lo esclaviza. Si pudiera refugiarse en su interioridad, en su espíritu, se encontraría con el si-mismo de lo divino y, de allí, podría volver omnipotente a la naturaleza, pero no para admirarla, sino para cambiarla, para transformarla, para exorcizarla. ¡Qué gran parte de los desastres ecológicos del mundo de hoy no le deberemos a Hegel!

Pero también, desde este punto de partida, es que uno de los con­ceptos que más abomine Hegel sea el de creación. Es esa idea, inven­tada por los perversos judíos -según él-, la que ha sometido al hombre a una situación de servidumbre. El poema del Génesis, presentando a Dios como omnipotente, produciendo a los seres fuera de si como cosas extrañas, aliena al hombre. Dios es así -sostiene Hegel- el "dominador todopoderoso", de quien el hombre todo lo ha recibido; por eso la cre­atura se siente en dependencia completa de un creador absolutamente alejado, de cuya gratuita donación recibe su existencia. El hombre es así humillado, se le declara creatura, servidor, dependiente, obligado a recibir todo de Dios, como un mendigo, como un pordiosero. Esta es la queja rebelde, prometeica, de Hegel y del mundo moderno.

De allí que Hegel caracterice la concepción religiosa judeo-cristiana por la famosa relación de señor-esclavo . Escribe textualmente: "el Dios trascendente de los judíos y de los católicos es el Señor y dominador ( Herr ); el hombre es el esclavo ( Knecht, Sklave ), el servidor, puesto en total dependencia y pasividad bajo el yugo de su señor 4" Por tener que llamar a Dios Señor, el hombre debe tornarse en sirviente. Esto es intolerable -sostiene- para el hombre contemporáneo, que ha llegado finalmente a su adultez.

Esta dialéctica del señor y el esclavo, será llevada luego por Marx a lo social: dirá que todas las formas de dominio entre los hom­bres no son sino reflejo de esta concepción religiosa cristiana. Por eso si hay que hacer la revolución hay que eliminar al cristianismo.

Pero, ya para Hegel, la dialéctica señor-esclavo es tanto más falsa y deletérea, cuanto que en realidad Dios no existe como fuera de lo humano, como otro. Dios, el absoluto, en realidad se identifica con la conciencia humana, con su espíritu. Como Vds ven, Hegel coincide con el Yoga, con el budismo, con la gnosis, con la Cábala, con Spinoza. Hablar de creación, al contrario, significa que Dios es distinto de la creación, no es la creatura, no es el hombre. Decir que el hom­bre es creatura es afirmar que el hombre no es divino, no es Dios. Y esto es -para Hegel- blasfemia, el inicio de todas las alienaciones y de todas las servidumbres. Por eso si hay un verdadero enemigo del hombre este es el Dios de los católicos.

Es por ello que Hegel no podía de ninguna manera ser un Francisco y amar a las criaturas y sentirse creatura. Primero, porque, justa­mente, para Hegel es la naturaleza material la que impide al hombre ser totalmente Dios. Es la naturaleza la que impone al ser humano le­yes que lo limitan, que lo hacen menos libre, por eso debe ser elimi­nada o sometida o transformada, nunca amada. Y segundo, porque la misma diferencia que existe entre Dios y el mundo según la teología cristiana, existe para Hegel entre el espíritu humano y la materia, las cosas. Jamás admitiría Hegel llamar al sol o a la tierra o a las aves o al fuego: "Hermanos". "Laudato sî, misignore, per fratre focu, per lo quale ennallúmini la nocte, et ello è bello et iocundo et robustoso et forte"

Puede ser que, si algo en serio algo en broma, nos preguntaran qué preferimos ser, diríamos que preferiríamos ser Dios que ser hombres, sin saber muy bien, por otra parte, lo que eso significa. Pero hacer de ello una afirmación ideológica o un programa político, como lo hace Hegel y la filosofía moderna, no es sino repetir las antiguas formas de la gnosis o del yoga o del teosofísmo o de la cábala, expre­sadas paradigmáticamente en el antiguo relato del pecado prototípico: la tentación del "seréis como dioses" del tercer capítulo del Génesis.

Porque la realidad es que no somos dioses y no se ve porqué sea tan terrible admitirlo y, más aún, reconocer que somos creados y que dependemos en cada instante del flujo de existencia que Dios nos re­gala constantemente y que, si interrumpiera, nos sumergiríamos en la nada. ¿Es tanta nuestra soberbia que nos hace imposible darnos cuenta de que no somos seres necesarios, sino contingentes, circunstanciales, inútiles, sobrados pasajeros de esta tierra? ¿Es tan terrible tener que admitir que existimos por otro, por alguien que nos ha proyectado al existir, a la vida y que de él dependemos? ¿Es tan tremendo pensar que no somos tanto más que las creaturas que nos rodean y que con todas ellas compartimos la igual condición de ser creados? ¿Es tan increíble pensar que nosotros, que hemos de morir ineluctablemente, no somos dioses -porque los dioses no mueren- y tan absurdo pensar que, entregados a Dios, esa muerte sea también un don divino y pueda trans­formarse en nuestro último acto de servicio y por lo tanto de paso a la felicidad?

"Laudato sî, misignore, per la sora nostra morte corporale, da la quale nullu homo vivente po skapare;...Beati quelli ke troverane le tue santissime voluntati, ke la morte secunda ne ferrà male".

Quizá el evangelio de hoy suene humillante para el hombre sober­bio de nuestros tiempos, los herederos de la gnosis y de la filosofía hegeliana. Pero para el cristiano, para aquel que sabe que, en realidad, al crearnos, Dios lo hace sin necesidad y, por lo tanto, no para usarnos sino por amor, por libérrimo designio de querernos el bien, sin precisarnos; para el cristiano que sabe que el servir a Dios no es sino un eufemismo para decir que el hombre solo se realiza y llega a felicidad y plenitud en la medida en que encamina todas sus acciones hacia Aquel, único increado, capaz de plenificarnos en todas nuestras hambres; para nosotros los cristianos, que sabemos que somos humanos y no dioses, pero que Dios nos invita a alcanzar gratuitamente su vida de Dios ¿acaso es una tan terrible humillación admitir que todo lo que tenemos es de El y que nuestra única posibilidad de verdadera felicidad es servirlo? ¿Que delirante presunción y soberbia puede llevarnos a pensar que somos dioses, necesarios, autónomos, autosuficientes y que solo hemos de servirnos a nosotros mismos? ¿Qué cosa más hermosa y grande que servir y querer a aquel, aquella o aquellos a los que uno ama? ¿Que cosa más plena y plenificante que servirlo a El?

Más aún: el auténtico cristiano sabe, como San Francisco, que el único verdadero servicio que de ninguna manera esclaviza sino precisa­mente que libera, es el servicio a Dios. Ese servicio que no merece ningún especial elogio, porque es el que compete a nuestra condición de creaturas, pero que justamente por ello, nos libra de todas las de­más esclavitudes en las cuales desemboca el tener que servir a los pe­queños y pomposos señores e ídolos de este mundo, incluso el de nues­tro propio fatuo yo.

Por lo cual "Laudate et benedicete misignore, et ringraziate et serviateli con grande humilitate"

"Load y bendecid a mi Señor y dadle gracias y servidle con gran humildad."

Así termina su canto Francisco. Que así sea.

1- Celano, Vida de San Francisco , Vida primera, L 1 c 29 n 81 p 300 de BAC.

2- Ib. Vida segunda, P II c 19 - 124 n 165 p 431 BAC.

3- Fraile, pp. 350s.

4- Fraile, pp. 296, 327s.

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