Sermón
Saber cuál ha sido el estatuto de la pareja humana en los primeros tramos de su historia resulta sumamente aventurado. En el mundo animal, donde el hombre ocupa un lugar tan singular, los hábitos de los animales estudiados por los etólogos nos muestran dispares formas de proceder, desde la monogamia más estricta como en algunas parejas de aves y alguno que otro mamífero, hasta la promiscuidad más absoluta; desde la hembra cuidando a los cachorros y polluelos, hasta el macho empollándolos o dándoles él de comer.
Entre los primates, nuestros parientes más cercanos, la mayoría de los cuales vive gregariamente, los machos dominantes son los que cubren el mayor y más seleccionado número de hembras. Pero la poligamia surge en general como una necesidad, ya que en la defensa del grupo las más protegidas son las hembras y sus crías, por lo cual los machos jóvenes son los que han de salir a pelear cuando algún depredador agrede, estando así más expuestos a las heridas y a la muerte, a causa de lo cual terminan por ser menos que ellas.
Qué fue del hombre prehistórico, del homo erectus, del homo habilis, del hombre de Neanderthal, del de Cromagnon apenas podemos adivinarlo desde los hábitos de hombres primitivos de nuestra época que, lamentablemente, también presentan usos diversos entre sí.
Solo podemos registrar costumbres seguras cuando, a través de la escritura y la legislación -las leyes de Ur-Nammu, de Lipit-Istar, de Esnunna, de Hammurabi- se nos dan testimonios directos de la situación del hombre y la mujer.
De allí surge que en la mayoría de las civilizaciones del 2° y 1er milenio antes de Cristo, se repetía un poco lo de los primates: es decir que los machos dominantes, reyes, guerreros superiores, aristócratas, podían darse el lujo de tener varias mujeres, ya fueran esposas, ya concubinas o ya compañeras circunstanciales de placer, mientras que en los estratos medios y bajos de la población, si había matrimonio, este solía ser monogámico y estable; no tanto por principio, sino porque la mujer era considerada una propiedad, a la manera del ganado o de los esclavos y solía ser sumamente costosa, tanto para adquirirla como para mantenerla o despedirla, cosa que los pobres no podía permitirse. La poligamia tanto simultánea como sucesiva trámite el divorcio, era pues privilegio solo de los varones ricos. La mujer era para estas culturas un ser inferior, mucho menos que el varón, al servicio general de la procreación, y al particular del placer de los ricos y de las necesidades domésticas de los de abajo.
Es en este contexto donde hay que entender la primera lectura que hemos escuchado y que los biblistas están contestes en datar de una vieja tradición que se puso por escrito en época salomónica, allá por el año 970 antes de Cristo. Se trata de proclamar en forma mítica que de ninguna manera la mujer puede asimilarse ni a los animales del campo ni a las aves del cielo en quienes el varón no puede hallar ayuda adecuada. Sí en ella. Pero la traducción del original hebreo (ézèr kenegdo) que, mediando el griego y el latín, llega a nosotros -"ayuda adecuada"- traiciona en algo el sentido mucho más fuerte del original. El término 'ayuda' no es un gran elogio; la ayuda es algo de lo cual se puede prescindir; en todo caso el ayudado es el importante, en este caso el varón, no el ayudante, la mujer. El hebreo con la palabra ezer no designa a uno que ayuda, sino a un aliado de la misma categoría. Y el término kenegdo que suele traducirse como adecuado, más bien designa a uno que es prójimo, a uno que está cara a cara, mano a mano con uno. Lo que mal traducimos 'ayuda adecuada' hay que verterlo más bien como 'aliado amigo', 'socio amigo'. Y por si esto fuera poco, en el mito bíblico, la mujer no es sacada del barro como lo fue Adán sino de su costado, de su mitad, de su propio ser, como para significar que allí no se trata de una sociedad en la cual se encontraran dos individuos independientes que se unieran por contrato, sino de un reencuentro, de algo que no se suma, sino que faltaba de antes, esa sensación que tienen los verdaderos novios y esposos -más allá de la banalidad de la frase- de que estaban hechos el uno para el otro y que ya se extrañaban antes incluso de conocerse.
Para darse cuenta de la novedad que esto significaba en aquellas épocas y aún en nuestros días, es bueno comparar este relato de Adán y Eva con el famoso mito mesopotámico, más o menos contemporáneo al nuestro, de Gilgamesh. Allí también Enkidu, varón, es formado por Aruru a partir de la arcilla; también él, al comienzo, solo vive en compañía de los animales. Y si es verdad que una mujer lo saca de esa vida animal, esa mujer en el relato no es sino una cortesana, una meretriz, que Enkidu usa y luego abandona. Su gran amigo no será una mujer, sino un varón, Gilgamesh. La mujer en Babilonia y en toda la antigüedad no es digna de la amistad del varón.
Pero no se crea que Israel llegó a su concepción desde un comienzo. Como todo pueblo primitivo allí también podemos constatar, a través de lo que nos llega en los viejos relatos del Pentateuco, que en las épocas del lento nacimiento de Israel patriarcas legendarios como Abraham, Jacob, Isaac, tenían no solo varias mujeres, sino concubinas y esclavas. Todavía en épocas más recientes, históricas, David, Salomón y los reyes judios en general tenían harenes llenos de mujeres. También allí los amigos, los compañeros y los camaradas eran los varones no las mujeres.
Es poco a poco como Israel va progresando en la concepción de la mujer y juntamente en la del matrimonio. Curiosamente eso lo va logrando no a través de una reflexión sobre el relacionarse del varón y la mujer o sobre la familia, sino a través de su reflexión sobre Dios. Porque resulta que para hablar de El y su actitud frente a su pueblo, además del concepto de Creador o de salvador u otros términos más abstractos, los profetas gustan describir las relaciones de Dios con Israel con imágenes mas cercanas, como p. ej. alguna vez la de padre o madre a hijo. Pero la imagen que prevaleció antes que ninguna otra en el antiguo testamento, en Isaías, Oseas, Jeremías, Ezequiel, Baruc, Sofonías, Proverbios, Sabiduría, fue la del matrimonio, y aún la del noviazgo. Un libro que parece sin más un preciosísimo poema de amor de un hombre por una mujer, como es el Cantar de los Cantares, fue recibido en la Sagrada Escritura, aunque nunca menciona a Dios, porque los teólogos hebreos consideraron que era la mejor descripción que podía darse del amor que Jahvé sentía por su pueblo.
Y por supuesto que el amor de Dios -no como el de los pueblos bárbaros-, el amor de Dios era único, exclusivo, una vez dado no se retiraba más, duraba para siempre, sin condiciones, era el amor de la juventud pero también el amor de la vejez, cualquier abandono o traición en el pecado resultaba una infidelidad, un adulterio. Así, poco a poco, de tanto las imágenes matrimoniales utilizarse para representar al amor divino finalmente el mismo concepto de matrimonio humano va sublimándose y purificándose. Desde la óptica divina el matrimonio ya no puede ser un contrato temporal, un darse condicional, la mujer no puede tratarse como una esclava, como una sirvienta, como una inferior; ya no es posible -como no lo puede compartir el Dios celoso- compartir el amor del varón o de la mujer. El adulterio se convierte en un problema mucho más grave que el de sembrar dudas sobre la legitimidad de la prole o herir un derecho de propiedad: es una traición gravísima al amor. Porque de eso se trata finalmente, no de un contrato entre familias que para estrechar vínculos mutuos designan a jóvenes de cada una para que se casen entre si; no es simplemente la compra de un vientre que garantice la sucesión. Se trata de la máxima amistad que puede darse entre los hombres, más que la del hermano con el hermano, el padre con el hijo, el amigo con el amigo, a imagen del amor con que nos trata el mismo Dios. Eso es la mujer para el varón y el varón para la mujer.
Esa concepción sublime del amor entre el hombre y Dios, transportada a la que ha de existir entre el varón y la mujer, pasa en el nuevo testamento a describir a Jesús, el novio y nosotros los amigos del novio. No por nada tantas parábolas de Jesús se refieren al Reino como un banquete de bodas. No por nada el primer signo de Jesús, la transformación del agua en vino, se da en Caná, en el contexto de un casamiento. De allí que cuando San Pablo quiera definir de alguna manera la relación de amor que Cristo Resucitado guarda con la Iglesia, espontáneamente recurre a la figura matrimonial. "hombres, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella... Por eso -cita Pablo al Génesis- abandonará el hombre a su padre y a su madre, se pegará a su mujer, y serán los dos una sola carne. Y allí Pablo no puede dejar de exclamar: "¡Este símbolo es magnífico, y yo lo aplico a Cristo y la Iglesia!"
Pero es verdad que a pesar de que esta línea de pensamiento ya estaba viva en la sagrada Escritura, de hecho, tanto en la legislación mosaica como en las costumbres de Israel había grandes fisuras en su cumplimiento. También es verdad que aunque en teoría la poligamia todavía estaba permitida casi nadie la practicaba, o por lo menos estaba muy mal vista. Hay que tener en cuenta que aún en sociedades tan paganas y en este campo permisivas como la romana la monogamia y la fidelidad eran alabadas por todos y era el ideal respetado y admirado universalmente. Mujer de un solo varón -'univira'- es un elogio que se ve frecuentemente no solo en la literatura romana sino en lápidas y escritos funerarios. Curiosamente este elogio no se hace nunca o poquísimo de los varones. Como si lo que era bueno en la mujer fuera indiferente en ellos. Algo así pasaba con la legislación judía: el adulterio siempre era de la mujer con respecto al varón; la adúltera era siempre la mujer y el ofendido el varón. Nunca se habla de un varón adúltero. Y esta es precisamente una de las grandes novedades de la respuesta de Jesús a los fariseos: tanto el varón como la mujer. que separándose vuelven a casarse cometen adulterio, ofenden y traicionan al otro, no solo la mujer al varón.
Porque sí subsistía todavía en Israel el divorcio o libelo de repudio. Y si había rabinos, los de la escuela de Shammai, que restringían muchísimo las causales del divorcio, solo al caso del adulterio confeso y demostrado, había otros, los de la escuela de Hillel, que de tal manera consideraban las causales de divorcio que dejaban llevarlo adelante por cualquier motivo, incluso, se ponía como ejemplo, 'si la mujer dejaba quemar la comida en la cacerola'.
Es en medio de esa polémica en la que de todos modos la que quedaba pagando era la mujer, porque era el varón el que tenía el derecho de largarla a ella, no ella a él, cuando Jesús al ser interrogado por los fariseos respecto del divorcio, en ese radicalismo con el cual quiere restaurar y llevar a su plenitud todo lo bueno de lo humano, sin entrar en la casuística, recuerda, a través de la cita del Génesis, lo mejor de la doctrina matrimonial del antiguo Testamento y, si toca el aspecto legalístico, es para dejar bien claro la igualdad en todo esto de la mujer con el varón.
El texto leído en su última parte de condena a los separados vueltos a juntar y sus paralelos en Mateo y en Lucas entendido como una prescripción legalista ha afectado unilateralmente durante mucho tiempo el modo de encarar el delicado tema del divorcio haciéndo ver a la indisolubilidad matrimonial como una especie de constricción puramente legal que coartara la libertad individual y unciera bajo un yugo terriblemente difícil de llevar a quienes tuvieran la osadía de introducirse incautamente en semejante compromiso. Cerrojo insoportable y falto de comprensión y piedad para quienes habiendo cometido juvenil error luego tienen que pagar permanentemente ese yerro y no pueden volver a formar pareja o nueva familia.
Se olvida así que este aspecto legal negativo de la doctrina cristiana es secundario respecto al ideal maravilloso que presenta del amor humano, ideal que por otra parte responde no solo a dictados religiosos si no a la naturaleza misma del hombre reflejada en el relato mítico del Génesis.
El hombre está hecho a imagen de Dios para el gran amor del matrimonio indisoluble y monogámico y cualquier remedo de menor categoría jamás será capaz de satisfacerlo, aunque podamos comprenderlo y compadecerlo. Esa es la permanente enseñanza de la Iglesia.