Lectura del santo Evangelio según san
Lc 17, 5-10
Dijeron los apóstoles al Señor; «Auméntanos la fe» El Señor dijo: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este sicómoro: "Arráncate y plántate en el mar", y os habría obedecido» «¿Quién de vosotros tiene un siervo arando o pastoreando y, cuando regresa del campo, le dice: "Pasa al momento y ponte a la mesa?" ¿No le dirá más bien: "Prepárame algo para cenar, y cíñete para servirme hasta que haya comido y bebido, y después comerás y beberás tú?" ¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado? De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer»
Sermón
No parece demasiado simpática la imagen de Dios tal cual nos la presenta Jesús en el evangelio de hoy: este Señor que a su servidor fatigado luego de las tareas del campo le obliga todavía, antes de descansar, a servirlo en su mesa. Pero sin duda que se trata de una comparación que solo tiene sentido en este contexto. Ya que, en realidad, Jesús se presenta siempre como el que "vino a servir y no a ser servido", como el que en la última cena "recogiendo su túnica, se pone a lavar como un esclavo los pies de sus discípulos", como el que afirmó: "felices aquellos servidores a quienes su señor encuentra despiertos, se ceñirá, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlos".
Pero es que aquí Jesús se coloca no desde el punto de vista de Dios -y de su misión- sino desde el punto de vista de los hombres, de aquellos que han sido llamados por Dios a ejercer sus tareas humanas y cristianas en este mundo.
Es verdad que en ciertas concepciones religiosas de la antigüedad las relaciones del hombre con lo divino se juzgaban a la manera del amo y del esclavo. Baste pensar en esa mitología tan cercana a la religión bíblica, la del Atra Hasis, sumeria, de por lo menos 1600 años antes de Cristo, en donde los seres humanos son creados solo para encargarse del servicio de los dioses y exonerarlos a ellos de las faenas más pesadas.
Baste pensar en la religión como 'la dialéctica entre el amo y el esclavo' que Hegel atribuía al catolicismo medioeval y que sería la proyección del ideal del señor, del amo, llevado a una perfección absoluta y supramundana, que dejaría a la conciencia humana reducida a la manera del esclavo, del siervo, dividida, alienada y por lo tanto infeliz ( unglücklich ) en sentido hegeliano.
Nada de eso se halla en la concepción auténticamente cristiana de lo divino: Dios no necesita al hombre, ni de su homenaje, ni de su servicio, ni de sus oraciones, ni siquiera lo necesita como interlocutor, como a lo mejor podría pensarse desde la soledad excelsa del monoteísmo véterotestamentario. De hecho así lo pensaron desde Plotino hasta nuestros días, pasando otra vez por Hegel, tantísimos falsos teísmos o panteísmos: el universo o el hombre es una emanación necesaria de Dios o porque necesitaría de un tú frente a Él para poder afirmarse como persona, o porque recién tomaría conciencia de si mismo en la autoconciencia de la humanidad. No: el Dios cristiano, el Dios trinitario ya está pleno cumplidamente en la interrelación dialogal interna de las tres personas. No necesita ni a nada ni a nadie para añadir un ápice a la plenitud de su existir y de su felicidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo.
La creación del hombre es pura gratuidad, generosidad, gracia. Nada puede agregar el hombre con su servicio, con su plegaria, con su homenaje, a la realidad divina.
El servicio a Dios, en todo caso beneficia al hombre; no a Dios ni a su Cristo. Algo así como el máximo honor de los espartanos que consistía en pertenecer a la guardia de los trescientos escogidos del rey: los primeros en salir a la batalla y por lo tanto en morir. Y sin embargo lo tomaban como un honor, como un privilegio. Cuenta Plutarco en su Vidas Paralelas , hablando de Licurgo , el gran legislador de Esparta, que a un espartano que había ganado en los juegos Olímpicos y había rechazado la corona de laureles y el premio en contante, siendo interrogado " Pero, entonces, esparciata ¿qué has ganado con tu victoria? ", contestó sonriéndose: " En mi patria esto me merecerá pelear junto al Rey y si es necesario, ¡morir con é l!" Servir al rey era su gran recompensa.
Pero aún esta comparación es inadecuada, porque al fin y al cabo los reyes espartanos necesitaban de sus trescientos para poder defenderse y defender a su país.
El servicio de Dios en cambio va totalmente en beneficio de sus servidores, ya que incluso los que siguen el servicio de 'Aquel que vino a servir y no a ser servido', lo hacen -aún sin buscarlo- a su propio provecho, ya que el grado de amor y caridad que hacemos crecer dentro de nosotros mismos, precisamente en el servicio, será el que mida el grado de gloria que tendremos en la Vida definitiva. Paradojalmente el no buscar la recompensa, es lo que al cristiano trae la recompensa. " El verdadero amor ", decía San Bernardo, "no se queda sin recompensa, pero no vive para la recompensa ."
A esta posición que ha de ser la nuestra, no la actitud de Dios frente a nosotros, obedece la parábola aparentemente antipática de nuestro evangelio. " Somos siervos inútiles " -así dice con fuerza el griego original, no: "somos simples servidores", como reza nuestra traducción litúrgica-. Y no para que pensemos que realmente Dios prescinde de nuestros actos, de nuestra libertad y de nuestro empeño y dedicación a su obra para hacernos alcanzar la salvación y poder llevarla a nuestra vez a los demás -"el que te ha creado sin ti, sin ti no te salvará " decía San Agustín- sino para hacernos tomar conciencia de que ya en el mismo servicio, en el cumplir con nuestro deber, estamos en el plano de la recompensa, ya que comenzamos a participar del honor de ser servidores con Jesús, salvadores con Él, uno de cuyos títulos supremos es precisamente 'Servidor, Siervo de Dios', 'Salvador de los hombres'.
'Servidores', 'salvadores con Jesús', 'cristianos', eso ya es premio, don, gratuidad, regalo de Dios. No podemos exigir a Dios recompensa por algo que ya es un honor y gloria en si mismo, a la manera del espartano que está junto a su Rey, despreciando las mezquinas recompensas de los hombres.
Pero la gloria y el honor del espartano que moría por su Rey y por un Rey que a su turno dejaría de ser Rey y finalmente también perecería, o por una patria que cuanto mucho le dedicaría una estela funeraria o un par de elegías o endechas prontamente caídas en olvido, no es nada comparable al servicio del cristiano a su Señor.
Cualquiera que haya visto en el museo del Prado el retrato de Isabel de Portugal, mujer de Carlos V, pintado por Ticiano, se dará cuenta del porqué de la fama que tuvo en vida de ser una de las mujeres más bellas de su época. A ella dedicó su devoción y servicio Don Francisco de Borja, marqués de Lombay y duque de Gandía, casado con doña Leonor de Castro. El primero de mayo de 1539 la bella emperatriz Isabel moría prematuramente en Toledo. A Don Francisco le tocó el trasladar su cadáver a Granada. La fúnebre comitiva llegó allí el 17 del mismo mes y al abrir el féretro para dar testimonio de que era efectivamente la emperatriz quien iba a ser enterrada, Francisco de Borja, contemplando espantado los estragos que en ese bello rostro había hecho la corrupción, pronunció su célebre frase " No más servir a señor que se pueda morir ". A poco murió también su mujer y entró en la Compañía de Jesús, los jesuitas, al servicio del Señor que no podía morir; desde donde pasó a la vida eterna después de ser el tercer sucesor de San Ignacio, siendo canonizado en 1671.
No seamos, pues, solo 'útiles' servidores de los señores y amos de este mundo, de nuestras necesidades materiales, de la de los nuestros, de las ajenas, servidores de la empresa o del dinero, servidores, peor, de nuestros egoísmos y apetitos, esclavos de nuestros pecados, todos señores que se mueren o que llevan a la muerte.
Seamos más bien inútiles servidores de Dios; seamos de los trescientos espartanos de Cristo a quien ' servir es reinar' .
Inútiles servidores, sí: no por nuestra falta de eficacia, sino porque nuestras obras de cristianos valen solo porque impulsadas por la fe que lleva esa fuerza de Dios que, aún en las cantidades mínimas de un grano de mostaza, es capaz de trasladar montañas y hacer arrancar de raíz a las moreras y plantarlas en el mar.
Inútiles, sí, porque solo nos hace útiles no lo que valemos ante el mundo sino el amor que Dios nos tiene y que nos rescata de nuestra nada, y hace nuestro vivir valioso para nosotros y para los demás.
Inútiles porque sabemos que todo lo que podamos hacer y dar como hombres y como cristianos también eso es talento e inmerecida gracia de Dios.
Inútiles, finalmente, porque no somos como los servidores y trabajadores y profesionales de este mundo que son valorados solamente por su capacidad de ser medios útiles para otra cosa : por lo que hacen, por lo que fabrican, por lo que ganan... Valemos inútilmente por nosotros mismos , no para otra cosa: por lo que somos y, siendo, transmitimos en la fe a los demás... aún desde nuestra cama de enfermos, desde nuestras pobres aptitudes, aún desde nuestra vejez, desde nuestras incapacidades, aún desde nuestro no encontrar trabajo, desde nuestro ser prescindibles e innecesarios para la sociedad, aún desde nuestras soledades y tristezas... lo mismo somos amados por Dios y ponemos nuestra nada a su servicio, y eso nos hace ser más que nadie. A la manera alegre de María: "Yo soy la servidora del Señor, hágase en mi según tu Palabra".