Lectura del santo Evangelio según san Mateo 21, 33-43
En aquel tiempo, Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «Escuchad otra parábola. Uno hombre poseía una tierra y allí plantó una viña, la cercó, cavó un lagar y construyó una torre de vigilancia. Después la arrendó a unos viñadores y se fue al extranjero. Cuando llegó el tiempo de la vendimia, envió a sus servidores para recibir los frutos. Pero los viñadores se apoderaron de ellos, y a uno lo golpearon, a otro lo mataron y al tercero lo apedrearon,. El propietario volvió a enviar a otros servidores, en mayor número que los primeros, pero los trataron de la misma manera. Finalmente, les envió a su propio hijo, pensando: "Respetarán a mi hijo". Pero al verlo, los viñadores se dijeron: "Éste es el heredero; vamos a matarlo para quedarnos con su herencia". Y apoderándose de él, lo arrojaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando vuelva el dueño, ¿qué os parece que hará con aquellos viñadores?» Le respondieron: «Acabará con esos miserables y arrendará la viña a otros, que le entregarán el fruto a su debido tiempo». Jesús agregó: «¿No habéis leído nunca en las Escrituras: "La piedra que los constructores rechazaron ha llegado a ser la piedra angular: ésta es la obra del Señor, admirable a nuestros ojos?". Por eso os digo que el Reino de Dios os será quitado a vosotros, para ser entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos».
Sermón
Por decreto del Excelentísimo Arzobispo de Buenos Aires, Monseñor Jorge Bergoglio, en toda la Arquidiócesis se celebra hoy, en vez de la misa correspondiente al domingo 27º durante el año, la de la Santísima Virgen María, Nuestra Señora de Luján, patrona de la Argentina.
Así todos nos unimos de alguna manera a los jóvenes que, de Buenos Aires y su conurbano, se dirigen caminando, peregrinando, hacia el santuario de Luján.
Todos sabemos que la encarnación del Verbo, el hecho de que Dios se haya hecho visible y humano para nosotros hace que podamos encontrarlo no solamente en el espíritu, en lo puramente racional, sino también representado en las imágenes, en los gestos, muy especialmente en los sacramentos con su inmediata eficacia y, también, en los sacramentales, las diversas bendiciones, los escapularios, el agua bendita... A través de esos gestos, de esos signos, esos sacramentos -e. d. cosas y señas materiales que transportan en si un poder que trasciende lo material, de orden espiritual- el hombre se hace capaz de encontrarse con Dios. El ser humano -no puramente espíritu como los ángeles- necesita, para que algo llegue a su inteligencia, que sean atravesados sus sentidos y sus sentimientos. De allí que nuestro culto a Dios no subsista solo en el vuelo abstracto de nuestra razón, sino que se hace murmullo en nuestros labios orantes, gesto de piedad en nuestras genuflexiones, música serenando nuestros sentidos y llegando a nuestras ánimas, imágenes y vitrales hablándonos de la belleza de Dios y de sus santos y, finalmente, sacramentos: pan, agua, vino, aceite, imposición de mano, gestos de bendición que nos ponen en contacto inmediato y realísimo con la dimensión invisible de lo eterno...
Pero uno de los gestos orantes más profundamente arraigados en la conciencia religiosa de todos los pueblos es el caminar, el peregrinar. Esa peregrinación desde la seguridad de nuestros hogares hacia un horizonte añorado, desconocido, que, en la tradición bíblica, se inaugura con el llamado a Abrahán a abandonar su tierra natal para encaminarse hacia lo ignoto y lejano, confiando en la promesa de Dios. Y se continúa en ese Exodo liderado por Moisés -alucinado vocero de Jahvé-, que, atravesando el Mar Rojo y el desierto y dejando la cálidas y prósperas ciudades de Egipto, es alentado desde la columna de fuego a avanzar hacia la Tierra prometida, tierra que mana leche y miel...
Tradición empero -la del dirigirse a la tierra prometida- que formaba parte del caudal legendario de los pueblos antiguos, desde los egipcios y los babilonios, pasando por los hititas, todos, en sus remotos orígenes, guiados por sus dioses hacia territorios a conquistar que fueron luego sus comarcas nacionales, hasta, en nuestro continente, los mismos aztecas: Huitzilopochtli, figurado por un águila, llevándolos hacia el lago de Méjico, y posándose en un cactus en Tenotchitlán, para señalarles el lugar que será la capital de su sanguinario imperio.
Pero el caminar hacia una meta es imagen de algo más profundo todavía. La vida misma es movimiento, y si tiene sentido, si es vida que valga la pena, es siempre caminar hacia algo, hacia un objetivo, hacia un ideal que constituye el acicate de nuestros esfuerzos y deseos. Porque el ser del hombre, a diferencia del de los entes inertes, de la pura biología irracional, no está acabado de entrada, es más un 'no-soy-todavía' que una existencia realizada y, por eso, necesita avanzar, caminar, andar.
Dios da al ser humano la existencia como proyecto, como algo que él mismo debe realizar con su propia creatividad y esfuerzo. Dios no crea al hombre terminado: le da solo un punto de partida -su realidad nacida- para que él mismo sea, mediante su libre albedrío, autor, creador, de lo que para siempre será.
No nos podemos quedar en lo que somos: "¡adelante! ¡adelante!" nos dice el Señor, "¡más! ¡más!" nos alienta como un entrenador. "¡Más!, ¡más!" -a pesar de nuestras canseras y desánimos-, pide nuestro interior creado por Dios con inextinguible sed, con hambre en este mundo incapaz de saciedad.
Pero todo objetivo más o menos alto, exige partida, esfuerzo, camino: desde el lograr un título o un diploma, hasta forjar una familia, hacer crecer un gran amor, obtener una competencia, una virtud... Todo lo importante se obtiene creciendo, caminando, peregrinando... En una peregrinación que es antes que nada partir, dejar lo que hay que dejar, renunciar, y, luego, empeño, desvelo, celo... que ha de pasar por momentos hacederos y difíciles, luminosos y oscuros, cuesta abajo y cuesta arriba, de cansancios y de ímpetus, y en donde abundan las tentaciones de detenernos, de quedarnos con lo que somos y tenemos, de volvernos atrás, de bajar los brazos, de echarnos al costado del camino...
Por eso el verdadero peregrinar no es el que organizan las agencias de turismo, en hoteles cinco estrellas y en primera clase de Iberia o de Lufthansa, el peregrinar es acompañar vestidos de saco y sayal a los penitentes por el camino de Santiago; seguir a los romeros fatigados, por los senderos, llanos y montañas de Europa, trajinando hacia la tumba de Pedro; unirse a los antiguos peregrinos atravesando en frágiles navíos el Mediterráneo o trasponiendo a pie Hungría y Asia Menor para besar la tierra santa que hollaron los pies de Jesús. ¡No digamos nada de esa peregrinación de valientes que en tiempos de peregrinar prohibido fueron las cruzadas!
¡Jerusalén, Santiago, Roma!, símbolos de esa ciudad definitiva a la cual nos encaminamos los cristianos en medio de las vicisitudes de este mundo y que hacían de meta mística, y -en el intento de llegar a ellas- de oración fatigada, de bendición transpirada y a veces sangrienta, que como doble sacramental, como mímesis propiciatoria, impulsaba al cristiano a dirigir también su vida cotidiana -su rutina diaria de hermano de Cristo comprometido en cualquier oficio, puesto o lugar en que estuviera- tendiendo cada vez con mayor ahínco hacia Dios.
La peregrinación se transformaba así en una escuela de vida cristiana, en un aprender a postergar la gratificación, a abandonar las comodidades castradoras, a no amilanarse ante las dificultades del camino, a no dejarse vencer por la fatiga, por el desaliento, por el tiempo que pasa y no se avanza, a proponerse las altas metas impuestas por la condición cristiana y, al mismo tiempo, saber dosificarlas en etapas, sin atolondrados apresuramientos, sin urgencias desgastadoras, con ritmo y constancia, perseverancia y tozudez, ayudándonos y alentándonos los unos a los otros en esa solidaridad que alivia el agobio y azuza al que se queda atrás y, sobre todo, sacando fuerza del caminar victorioso de Cristo hacia Jerusalén y de la serena mirada de la Madre de pie junto a la cruz ...
Recemos pues para que la enorme cantidad de jóvenes que está marchando en este momento hacia Luján lo hagan con espíritu cristiano -de peregrinos y romeros, ¡de cruzados!-, como signo de su compromiso perseverante con Cristo y con María, no solo llevados por el entusiasmo deportivo con el cual se va a hacer también mañana la maratón de Buenos Aires organizada por el Gobierno de la Ciudad, sino orando con sus pasos y con sus cuerpos, con sus voces y con sus cantos, con sus cansancios y sus pies dolidos, y con su corazón fijo en la meta que los aguarda en el Luján de aquí y en el Luján celeste, para que, a su vuelta a casa, todo ese esfuerzo no se disuelva en el recuerdo de una hazaña física, sino que se transforme en realidad de vida cristiana. Recién entonces podremos decir que fueron y llegaron verdaderamente a Luján.