Sermón
Mi ya algo gastada generación fue aleccionada -desde niños- a agradecer siempre todo gesto de cortesía, regalo, favor que a uno le hacían. “¿Cómo se dice?”, nos preguntaba mamá cuando permanecíamos en silencio... “Gracias mamá ”, recordábamos rápidamente. ¡Tantas cosas así nos enseñaron!: “Dale el asiento al Señor”... “Parate, cuando te habla una persona mayor, una mujer” . Hoy me sorprendo, sacerdote y viejo, acercándome a saludar y conversar con algún muchacho joven, y éste allí permanece, repantigado, las piernas cruzadas, sin el menor ademán de pararse...
Ciertamente que la gente ha perdido las buenas costumbres, las maneras civilizadas y, entre ellas, la buena costumbre de agradecer. Uno, que todavía se siente compelido, en los colectivos, en los trenes, a dar el asiento a una persona mayor, a una mujer que lleva a un chico pequeño... La gente, que ha permanecido inmóvil, sentada, mirando la ventanilla – no se: eso se hacía antes, cuando todavía quedaba un poco de vergüenza, ahora ni eso- lo observa entonces a uno pensando “todavía quedan estúpidos en este mundo ”...
Pero es verdad que, sin darme cuenta, una de las cosas que me fastidia es, cuando cedo el asiento o dejo pasar primero a una mujer o a una persona mayor que yo –todavía las hay-, el que se sienten o avancen sin hacer ni siquiera un gesto de agradecimiento. Uno queda como frustrado, como pagando, “¿para que ser cortés?”, a lo mejor ni se dio cuenta de que le cedía el asiento y pensó que me tenía que bajar en la esquina o que me quedé atrás simplemente por indecisión... Por supuesto que es un instante, pero, como en tantas cosas, es no solo el que se hayan abandonado las mínimas normas de buena educación que hacían la vida de convivencia más llevadera entre los hombres, sino que, en este punto preciso, se ha perdido la capacidad de agradecer.
Vivimos en una época en la cual se ha pregonado tanto la lucha de clases y la existencia de derechos y más derechos, que, al final, todo lo que tenemos, todo lo que se nos da, parecería ser, no don ni regalo de nadie, sino fruto obligado de exigencias que poseemos por el solo hecho de existir y que, si no podemos cumplimentar, es por culpa de alguien que lo está impidiendo o que se está quedando con lo nuestro. “Derechos del niño“, “derechos del anciano“, “derechos de la mujer“, “derechos del trabajador“... “derecho a la vivienda“, “derecho al trabajo“, ““derecho a la educación“, “derecho a la salud”... ¡“derecho al Mercedes Benz“!...
Ahora, uno se pregunta: ¿qué derecho a la vivienda puede existir y ejercerse si no hay alguien que las construya, que invierta dinero, ingenio y trabajo para levantarlas..? ¿Cómo ejercía su derecho a la vivienda un hombre del paleolítico? ¿Ocupando cualquier caverna? ¿Echando a los osos o a los otros que estaban antes para meterse él? ¿Qué derecho a la medicina un hombre del medioevo?: ¿a las vacunas, a los remedios gratis contra el Sida, a la penicilina, a la aspirina cuando todavía no se habían fabricado? ¿No había, en cambio, mejor, derecho a que gente no dejada, empeñosa, sacrificada, prodigara horas de su vida investigando, probando, gastando su dinero para lograr esos avances que no son fruto de ningún derecho sino del tesón, de la inteligencia, de la inversión? Cuando encendemos una luz, una computadora, cuando abrimos una canilla, la puerta de nuestra heladera..., cuando escuchamos en nuestros Ce Des una sinfonía de Beethoven, cuando manejamos nuestro automóvil... en lugar de estar pensando en el derecho que tenemos de hacerlo ¿no tendríamos que pensar un poco en los miles y miles de años de humanidad y de varones y mujeres de iniciativa y empuje que se han necesitado y necesitan para obtener esos logros, esas maravillas? ¿Qué derecho tengo yo a tomar un analgésico cuando me duele una cabeza que solo me sirve para mirar programas tontos de televisión cuando ni siquiera lo tenía Cervantes –pues no existían- cuando estaba escribiendo su Quijote?
¿Qué derecho tengo –excepto el de la envidia- de protestar y pretender estar como países que han sabido trabajar, inventar, llenar al mundo de sus realizaciones, disciplinarse, vivir de sus esfuerzos, dedicar sus mejores talentos a investigar, a producir, cuando yo he vivido endeudado, gastando, permitiendo -incluso votando- a los demagogos, a los explotadores del resentimiento, a los elaboradores de falsas promesas, a los que hablaban y hablan siempre de mis derechos y nunca de mis deberes, de mis obligaciones...? ¿si, movido por la envidia, siempre me han enseñado a aborrecer al de arriba, al más capacitado, al que intentaba excelencia, al que probaba imponerme disciplina, al que marcaba mis límites, al que señalaba mis defectos, al que me exigía... y, en cambio, aplaudir al que indicaba que, si me faltaba algo, no era porque no había trabajado ni intentado los suficiente para obtenerlo ni me faltaba ingenio para hacerlo, sino porque había algún otro que me lo había quitado o impedido; o que, si se me imponían alguna sanción o ponía una mala nota, era por injusticia o prepotencia, y que era bueno multiplicar los organismo de impedir que, llenos de funcionarios inútiles, se ocuparan de sacar a los que más tenían para repartir como Robin Hood a los que no teníamos -por supuesto, quedándose ellos en el camino con la mayor parte de lo robado? ¿Derecho a qué podré tener ahora, si no a comerme los resultados nefastos de tanta rencorosa y baja estupidez?
Y, ahora, los mismos que durante años y años siguieron esa vía del resentimiento y de la envidia y del agitar la bandera de sus reclamos, protestan -¡qué van a hacer pobres desgraciados!- porque no les alcanza para vivir, porque no reciben la atención que merecen, porque tenemos que pagar con intereses usurarios el dinero que se dilapidó en robo, demagogia, política parasitaria y holganza...
¿No será hora de dejar de hablar de declamados derechos, de justicias teóricas y comenzar a conversar otra vez de mandamientos, de obligaciones, de necesidad de honestidad y de esfuerzo, de acción y reconstrucción, y no de palabras e ideologías? ¿No será hora de dejar de pedir y mendigar al Fondo monetario, al Estado, a los que supuestamente más tienen pero que ni por pienso van a venir aquí a que los despojemos con nuestros impuestos y nuestros justicieros sociales de sus bienes... dejar de hablar de repartija de bienes inexistentes y comenzar de una vez a trabajar desde la menguada realidad en la cual nos han sumergido nuestros errores?
Y aún así, desde esta menguada realidad ¿no será posible también vivir con un poco más de optimismo, de agradecimiento, de alegría, por lo poco o mucho que todavía podemos disfrutar? ¿Porqué asomarnos a las ventanas provocadoras de envidia de los que aparentemente más poseen? En tiempos en que vemos con horrorosa contundencia que ni aún las prosperidades más grandes están exentas del manotón de la tragedia ¿no será hora de relativizar un poco nuestras carencias? Compararlas un poco con la de nuestros abuelos, con las de las mayorías de otras partes del mundo, con la de tantos de nuestros vecino y aún conocidos...
¿Quién no sabe, cuando le raptan a un hijo, o cuando lo tiene enfermo o a punto de morir o lisiado, que daría todo lo que tiene por recuperarlo sano y salvo? ¿Quién que haya perdido la vista, un brazo, una pierna... no daría cualquier cosa por recobrarlos? ¿Porqué, entonces, no disfrutar de esas cosas cuando todavía las poseemos? ¿No tenemos que agradecer todos los días, cuando nos despertamos, de que estamos vivos, que tenemos un techo, una sábana, que podemos bajarnos de la cama para ponernos los zapatos, lavarnos los dientes, salir a la calle a caminar..?
Conozco un muchacho -ya un hombre grande a esta altura- que, durante varios años, estuvo preso por error en la época del proceso y puesto finalmente en libertad durante el proceso mismo. Después de todos esos años de pesadilla, de encierro, de obediencia forzada, de tener que ver a los suyos a través de un vidrio, de una reja... desde que recuperó la libertad, no hay desgracia que lo pueda tocar: solo el hecho de saberse fuera de la cárcel, en libertad, ¡de poder encender la hornalla y hacerse cuando quiere un huevo frito...! Nada ya lo puede alterar. (Y sí que las ha pasado desde entonces.)
Pero esa es la actitud habitual que ha de tener el cristiano como tal: la de vivir su existencia como un regalo, como un don y, por lo tanto, en continua acción de gracias... Nosotros que existimos sabiendo perfectamente que podríamos no haber existido, que Dios nos ha sacado de la nada, por puro regalo, sin debernos cosa alguna... (porque la nada no tiene ningún derecho, ninguna posibilidad de exigencia, de justicia); que, amén de ello, hemos recibido dos piernas, dos brazos, dos ojos, dos oídos, pudiendo no haberlos recibido (como de hecho muchos no los poseen) ¿voy a protestar y sentirme desdichado porque no tengo pelo, mientras otros lucen una abundante cabellera? Los que hemos nacido en un país y en una cultura en donde solo como excepción -y por el increíble cúmulo de errores e incapacidades de nuestros dirigentes y propios- alguien puede pasar hambre, en un siglo y lugar en que podemos disfrutar de inventos al alcance prácticamente de la mayoría, impensables para apenas una o dos generaciones anteriores, y en donde todavía casi todos aún podemos contar con nuestras familias, con nuestros seres queridos... y que, para colmo de nuestra suerte, pudiendo haber nacido talibanes, o animistas, o adoradores de la serpiente, o pavotes budistas, o en medio de la ignorancia atea, hemos nacido y hemos sido educados en la libertad de los hijos de Dios, en la belleza de la Iglesia católica, en el don fabuloso de la gracia del bautismo ¿tenemos derecho a la protesta, al desánimo, a la continua queja, a las odiosas comparaciones, a la corrosiva envidia de los demás?
Se ve que los nueve leprosos judíos sentían su lepra no solo como una desgracia, sino como una injusticia insultante a sus derechos de judíos. Claman a Jesucristo a la manera como los que, sin haber hecho nada por si mismos, salen a reclamar lo que supuestamente se les debe, a lo piqueteros o a lo estudiantes crónicos, interrumpiendo calles y firmando manifiestos y escrachando a los que son mil veces mejores que ellos; o a los que han hecho de todo para arruinar a sus propias empresas en trabajo a desgano, en injustas demandas sindicales, en huelgas salvajes, en falta de colaboración y, luego, protestan cuando éstas quiebran o deben reducir el personal o mudarse al Brasil o venderse al extranjero...
Les parece lógico cumplir el reglamento –en el fondo siempre andan con el reglamento en la mano, sobre todo en aquellos incisos que los favorecen- y se dirigen al templo, (que en ese tiempo también funcionaba como una especie de ministerio de salud y daba certificados de sanidad), para que un sacerdote dermatólogo les extienda el respectivo certificado de salud. Se hará justicia en finalmente restituirles la piel y el permiso para volver a alternar en sociedad. Cuando en el camino se sienten curados, les parece lo más lógico: lo que correspondía a judíos cumplidores, de ley. En realidad la enfermedad había durado demasiado, esperaban que, de alguna manera, les serían indemnizados esos meses o años de injusta dolencia.
El samaritano, en cambio, no está acostumbrado a la salud, no lo considera un derecho. Desde pequeño ha oído de sus primos judíos que los samaritanos son merecedores de todos los males, que, si los toleran, es por pura misericordia, que si los dejan vivir todavía en Samaría es por condescendencia, puesto que ni siquiera han de considerarse dueños de esas tierras, ni a existir...
Si su enfermedad ha llevado al samaritano a alejarse de su patria -que apenas tiene recursos para sostener a los sanos- y le han aceptado en compañía los otros leprosos judíos, se lo han hecho sentir: siempre le ha tocado la parte más exigua de las limosnas, el resto más repugnante de sobras y mendrugos, el rincón más incómodo -húmedo o a pleno sol- bajo las enramadas, los harapos más mugrientos... Tiene conciencia de que no puede pretender derecho a nada. Pero, quizá por eso mismo, no ha dejado que ni el odio ni la soberbia se alojara en su corazón, y hasta ha gozado del descanso del camino, de una mañana luminosa, del brillo del espejo del lago, del canto de los pájaros. Dentro de su desgracia ha sentido la alegría de una palabra comprensiva, de una sonrisa de niño, de una limosna dada con amor... Hasta, a lo mejor, en su enfermedad, de las pocas fuerzas y salud que le restaban, ha sacado ímpetus para ayudar a hermanos más desdichados o enfermos que él...
Ahora, cuando de pronto se da cuenta de que ha recuperado la salud, no duda un instante: no le interesa cumplir con el trámite legal, vocear sus derechos readquiridos, oír al abogado pirata que le ofrece entablar demandas... ¡por supuesto que está tenso y deseoso de ir, de correr, de lanzarse a todo lo que dan sus piernas hacia su aldea samaritana, a reencontrarse con los suyos, a abrazar otra vez a sus padres, a su mujer, a besar a sus hijos sin temor a transmitirles el terrible mal, a gritar a todo el mundo el alborozo de su salud recuperada..! y sin duda que lo hará. Pero antes, no puede dejar de volver a agradecer a ese hombre magnífico, que con su viril mirada llena de compasión y de bondad, con autoridad y ternura, le ha devuelto la tersura de la piel, la salud, la paz, la libertad.
Su agradecimiento no será un mero gesto de buena educación, de cortesía -el evangelio estrictamente no nos enseña normas de etiqueta social-: será la alegría desbordada del corazón, que surge del júbilo del recibir gratuito, del don percibido, de aquello que no se esperaba ni merecía pero lo mismo viene, sucede...
Es solo en esa constatación de la gratuidad que el samaritano se encuentra realmente con Jesús, halla la fe, no como fruto de algo a lo cual tenía derecho, o era justo, casi exigido, negociado como un acto de religión supersticioso, toma y daca con Dios, sino en la conciencia de que, sin exigencia alguna de mi ser, de mi naturaleza, de mis posibilidades, me encontrado con lo gratuito, con la generosidad, con la misericordia...
Solo así se puede recibir la fe y la gracia de Dios. Solo así se puede conservar. No solo en el acto social de la misa de acción de gracias, ni del dar gracias al fin del día como temiendo que si no la diéramos -a la manera de un donador cualquiera humano- no volvería a regalarnos, sino en la alegría que exulta desde nuestro interior, en regocijo que invade nuestras tripas y que, aun sin decir gracias, expresa, en el brillo de la mirada, en la dicha e hilaridad del rostro, la buena fibra de un corazón agradecido.
En acción de gracias debería vivir habitualmente el cristiano. Saber que, sin ningún mérito de nuestra parte, de la nada nos ha sacado Dios y nos mantiene en la existencia; en la conciencia del regalo de cada minuto de vida, de salud, de compañía de los nuestros, del bocado que llevamos a nuestra boca para alimentarnos, del techo que nos cubre... y, aún en las malas, de la certeza de un amor de Dios que, a pesar de todas las apariencias, nos lleva de la mano, nos conduce, nos da la gracia de la fe, la posibilidad de la caridad, la incitación a hacernos santos, la esperanza de cielo.