Sermón
Un banquete no era una comida común, como no lo es todavía en nuestros días. Por más que invitar a alguien a comer sea siempre un signo de amistad particular, de camaradería, de afecto, de propósito de intimar, el banquete es una ocasión de especial solemnidad, que no se da tan habitualmente y que supone el festejo de algún acontecimiento excepcional o el homenaje a un personaje conspicuo. Y siempre es un honor para el que es invitado. Recibir una tarjeta de participación a una boda, junto con la tarjetita de invitación a la fiesta, es mucho más que una simple ida a comer.
Muchísimo más lo era el banquete de la antigüedad, cuando el tiempo no era tan avariciado como en el nuestro. No era solo comer: era un festejo que a veces duraba días. Las crónicas tanto griegas, como romanas, como hebreas, hablan de banquetes que, aún entre gente humilde, llevaban semanas. No solo eso: el agasajo solía ser una celebración en donde no faltaba la música, los juegos acrobáticos, las danzas, las recitaciones de los bardos... Queda para siempre en la memoria de nuestras letras la deliciosa descripción de Cervantes en su Don Quijote de las bodas de Camacho, desde entonces paradigma de la comida rumbosa y abundante y de los exuberantes solaces.
De todos modos, en eso del banquete, se ve que las costumbres de la humanidad no han cambiado grandemente desde sus más lejanos orígenes. Ya se sabe que, al menos desde el neolítico, el banquete era singularísimo festejo, honor para el invitado y que, por supuesto, exigía reciprocidad al anfitrión. Porque si convidar era un signo de aprecio, no aceptar una invitación, devolver la tarjeta, poner excusas, siempre ha sido signo de desprecio, al menos de desconsideración.
Claro que no cualquiera podía invitar a cualquiera: a partir de determinado rango nadie aceptaba fácilmente ser invitado por un inferior. El que se atrevía a hacerlo bien podía ser merecedor de un desplante. Viejos relatos rabínicos nos hablan de invitaciones hechas por nuevos ricos, gente de poca categoría que osaba invitar a gente de alcurnia, y recibían de vuelta el billete del convite o daban las sordas por respuesta. Hay, incluso, una parábola talmúdica semejantes a la nuestra. Precisamente la de un publicano que se atreve a hacer un banquete e invita a la gente bien de su pueblo. Ninguno asiste a su convite. El publicano entonces, con su comida y fiesta preparada, tiene que salir, humillado, a invitar a cualquiera. En aquellas épocas no había heladeras ni freezers para conservar nada. Claro que la parábola rabínica mencionada se ponía de parte de los que rechazaban el convite. Eran épocas poco igualitarias y el publicano no era, ni mucho menos, figura de nuestro magnánimo Dios. Pero ¿no pasó alguna vez en Buenos Aires, a principio del siglo pasado, que, en una boda donde se casaba una damita de una familia venida a menos con un "tano" lleno de plata, recibió de una de las invitadas, como regalo de casamiento, una fuente llena de tallarines? Crueldad poco evangélica, de poca clase. De todos modos, sigue siendo verdad que no es bueno que una persona de bien acepte invitaciones de sinvergüenzas.
Pues bien, en este contexto, lo de todos estos invitados que, con una excusa u otra -todas inconsistentes-, rechazan la invitación real, bien parece no solo señal de desprecio sino de una especie de complot, de ponerse todos juntos de acuerdo para inferir una ofensa al Rey. No existen pocos ejemplos en la historia en que, a las vísperas de una sublevación o el anuncio de la próxima caída de un rey, invitados tratan de no asistir a sus llamados, para no comprometerse en contra de su posible sucesor. Entre nosotros, uno de los síntomas de que un político está perdiendo su poder, es que nadie hace caso a sus invitaciones y convocatorias, ni acuden a visitarlo y consultarle.
Pero las invitaciones en la antigüedad eran mucho más solemnes que ahora. Se cursaban con semanas o meses de antelación y aproximadamente, porque los preparativos podían durar mucho tiempo y no podía fijarse la fecha exacta. Recién cuando todo estaba preparado, se enviaban sirvientes a avisar que todo estaba listo. De allí el segundo envío de nuestra parábola de hoy: "mi banquete está preparado" ... "todo está a punto, venid a las bodas"
Por supuesto que ya uno tenía que estar prevenido por el primer llamado. Por eso era una descortesía hacerse esperar y presentarse desaliñadamente. Uno de los signos del aprecio que uno tenía al anfitrión era la vestidura que se ponía para ir a su casa. Existía lo que se llamaba el 'vestido de fiesta' y que se usaba solo en las grandes ocasiones, sobre todo para las funciones de culto. A pesar de la informalidad que cunde por todos lados, aún hoy alguien, cuando va a buscar un empleo o lo invitan a comer a una casa, no se viste de cualquier manera. Todavía en mi niñez ninguno de mis hermanos se atrevía a sentarse a la mesa de nuestros padres vestido así nomás, descamisados. Hasta no hace mucho tiempo "endomingado" era sinónimo de estar bien vestido. La verdad es que, a pesar de la mutación de las costumbres, no logro entender como algunos de los que entran en los templos o se acercan a comulgar o confesarse lo hagan de shorts, o con ojotas o descuidadamente. (¿Estaré viejo?)
Otra parábola rabínica, casi contemporánea al Señor, relata el caso de la invitación de un rey mandada, como era la costumbre, con antelación, sin precisar la fecha. Los invitados prudentes, aproximándose el tiempo de su realización, se juntaban a las puertas del palacio, vestidos de etiqueta, mientras los menos avispados seguían trabajando y en sus cosas. Anunciada de pronto la concreción del banquete los que estaban preparados ingresaron y el rey les dio los sitios de honor. Los otros, con sus vestiduras sucias, acudieron impuntualmente y fueron relegados a los peores lugares. En esa parábola la vestidura blanca representaba la adhesión a la Torah, el cumplimiento de los mandamientos.
Es decir que, cuando Jesús cuenta su parábola, entre sus oyentes hay amplios antecedentes sociales y literarios para entenderla. Pero no olvidemos que, a quienes principalmente se está dirigiendo, como en los domingos anteriores, es a los sumos sacerdotes y políticos de su tiempo, "sumos sacerdotes y senadores".
Mediada la parábola, ya se han dado cuenta de que Jesús se está refiriendo a ellos. El resto de los oyentes escuchan sin apercibirlo.
Porque ya desde el comienzo del relato, nuestro evangelista Mateo hace notar que éste se refiere a Jesús. No se trata de un banquete cualquiera, se trata del banquete que ofrece el Rey en honor de "su hijo". El banquete de Dios que tiene como homenajeado a Cristo; homenaje reservado a sus elegidos. Elegidos en una elección tan minuciosa como la que hacemos al redactar, cuando se casan nuestros hijos, una lista de invitados y no nos sobra precisamente presupuesto ni lugar en el salón para invitar a todo el mundo.
Al continuar el relato, el auditorio -mientras sumos sacerdotes y senadores se van poniendo serios- no puede creer que alguien se atreva a hacer semejante desplante al rey: no aceptarle el convite. Pero -aunque se trataba de un cuento- apenas pueden reprimir su indignación, cuando Jesús añade el detalle de que apalean y matan a los mensajeros. Ya es una rebelión en regla y declarada. Y en la dinámica del relato es perfectamente coherente que el rey envíe a sus tropas para aplastar la sedición.
Sumos sacerdotes y senadores columbran, empero, el velado ominoso presagio que ocultan las palabras de Jesús. De hecho, tanto la imaginación de Mateo como la del Señor vaticinan la patética escena de la toma de Jerusalén, expugnada después de largo asedio por las tropas de Tito, y la desgraciada antorcha que, desobedeciendo al general, un soldado lanza al Santo de los Santos iniciando el incendio del Templo que, durante días, iluminará trágicamente las noches de Jerusalén. Pero para eso todavía faltan unos años y ni se imaginan las autoridades judías que ello sucederá. Ahora solo ven a este joven profeta amenazando con hechos y palabras sus privilegios. Pronto acabarán con él.
Pero la parábola prosigue, con la adhesión del resto de los oyentes. Nada obsta en el cuento para que, entre invitación e invitación, en el mismo día, pueda haber mediado el envío de un ejército y el sitio de una ciudad. En los cuentos puede suceder cualquier cosa.
Y ahora viene la continuación lógica. El rey no puede quedar solo, su comida no puede marchitarse en las fuentes ya servidas. Para reparar su honor no solo ha de castigar a sus desdeñosos primeros invitados sino llenar su palacio y dar buen diente a su comida, y oídos a su música, y aplausos a sus actores.
Bien termina el cuento para la simplicidad de sus escuchas -excepto sumos sacerdotes y senadores-: el pueblo común, ese que ve a su rey siempre pasar vivándolo y con respeto pero nunca puede acceder a su palacio, ahora es invitado. De allí que los que oyen este final, así como se sintieron solidarios con el rey ofendido, ahora se sienten parte de los nuevos invitados. Por supuesto que ellos se endomingarían. En su modestia se pondrían sus mejores ropas. El hecho de que estos recogido en la calle hayan tenido poco tiempo para cambiarse no era objeción. En el cuento los tiempos no interesan, los intervalos se alargan indefinidamente: sí o sí había que estar bien vestidos, y ellos lo hubieran hecho. (No hay necesidad de recurrir, como hacen algunos exégetas, al dato bien atestiguado de que, en la corte persa, en muchos casos el rey enviaba a sus comensales, de lujoso regalo, junto con la invitación, el traje festivo.)
De cualquier modo el rey no podía tolerar el insulto del invitado vestido incorrectamente. Los auditores más sencillos de Jesús quedan satisfechos. El relato termina como tiene que terminar: con la expulsión ignominiosa del maleducado. Ellos, en cambio, irán lo mejor vestidos que puedan, ellos aman al rey, le agradecen el inmerecido honor de la invitación y harán todo lo posible por responderle honrándolo. Los que sí quedan rechinando los dientes de rabia son los sumos sacerdotes y senadores que saben de quienes está hablando Jesús.
Cuando Mateo, muchos años después, fija la parábola de su maestro en su papiro de evangelista, han pasado muchas cosas. Definitivamente los dirigentes de Israel se han puesto en contra de Jesús y, una vez Éste ajusticiado, de sus discípulos y de los cristianos. No le han reconocido como hijo, han rehusado asistir al banquete, han perseguido y matado a sus mensajeros. La sala festiva de la Iglesia se ha llenado con invitados de todos los pueblos.
Pero, por supuesto, que, entre ellos, no todos se comportan según su nueva prosapia cristiana. Evidentemente, como hoy, no todos los cristianos llevan su vestido de fiesta, su amor a Dios y al prójimo, su corazón de evangelio. Como los primeros, también ellos finalmente serán expulsados del agasajo.
Y queda, por eso, resonando en el aire, una frase pronunciada quizá en varias ocasiones por Jesús: "muchos son los llamados, pocos los elegidos". Aún para los llamados, los invitados, todavía queda la posibilidad de la oscuridad, de las tinieblas exteriores.
Pero no va allí la intención principal de la parábola, sino a la fiesta, a la maravilla de las bodas del Hijo, de participar del banquete celestial, del cielo.
Ese cielo que es el palacio abierto inexplicablemente por Dios a nosotros, que, de por si, no merecemos sino nuestras humildes casas y ciudades, nuestra prosaica vida, nuestros intereses apenas humanos y, cuando los tenemos, nuestros logros terrenos. ¡La maravilla -en cambio-, la gloria, el gozo, de recibir el sobre de Bruno Bredhal, Gaspar y Otorino, con el sello real! Y la tarjetita con mi nombre escrita a mano, estudiada y elegida entre largas listas, porque amado, privilegiado, por el Hijo y el Rey.
Pecado: "palabra, obra o deseo contra la ley de Dios", se define a veces tan pobremente a nuestros extravíos respecto a Él. No, cristiano, no contra la ley: ¡contra el amor del que te llama, contra la distinción del que te invita, contra el honor que se te confiere, contra la gracia sin merecimiento alguno que se te hace!
¡Vete a tu campo, vete a tu negocio, rompe sobre y mensajero, quédate en lo tuyo!
¡Tan torpe, tan desdichado! Tan sordo, tan sordo... aturdido... ni siquiera escuchas a lo lejos la fiesta de los santos, las campanas de la boda, la alegría del Padre homenajeando a su Hijo, abrazando a sus amigos, ¡y la sonrisa de María, la Reina! Todo eso -metido en tus cosas, metido en tu mundo- ¡tan ajeno a vos!
¡Oh no! ¡Dios nos abra para siempre las puertas de su banquete y podamos entrar nosotros vestidos de fiesta!