Sermón
Cuando Marcos escribe su evangelio en Roma, hacia el año 68, hacía mucho que la ciudad había dejado de lado los modos austeros de la época republicana. La Roma de los pequeños agricultores que vivían en la ciudad para, de madrugada dirigirse a sus campos para manejarlos y labrarlos ellos mismos, y que eran los que, cuando urgía hacerlo -con armas que ellos se costeaban-, formaban el grueso de las tropas que defendían su territorio; esos viejos romanos que, a la vez hacían culto de su familia, de la fidelidad de sus mujeres y de la virginidad de sus hijas, ya habían desaparecido. El cambio había sido paulatino pero enorme. Las pequeñas campañas defensivas, al menos a partir de las guerras púnicas, se habían transformado en guerras preventivas de conquista. Los ejércitos se hicieron permanentes y los ciudadanos romanos debían servir en ellos por lo menos diez años. Sus parcelas, por falta de brazos, caían en manos de acreedores que, poco a poco, fueron convirtiendo las tierras romanas en latifundios, trabajados por esclavos dirigidos por mayordomos. Las pequeñas industrias romanas apenas subsistieron ante la avalancha de productos, que venían como botín de guerra a precios irrisorios, de lejanos países. La clase media desapareció.
En el siglo primero, el de Jesús y Marcos, el ahora inmenso imperio, proveía a Roma no solo de sus necesidades sino de artículos de lujo nunca vistos. La riqueza ahora se hacía rumbosa, se ostentaba, fomentaba los vicios, creaba desigualdades afrentosas. Porque todo ese caudal de bienes y dinero se distribuía desigualitariamente.
Las fortunas se hacían ahora en la carrera política, no en el trabajo, no en las viejas estancias. Era pues, a toda costa vital conseguir en Roma, un puesto de 'cuestor', de 'pretor', de 'edil', de 'censor', de 'tribuno', nada se diga del de 'senador' o 'cónsul'. Los que no lo obtenían en Roma podían gestionar cualquiera de la multitud de puestos administrativos y burocráticos que se extendían como una tela de araña por el inmenso imperio. Ser 'procurador' -tipo Poncio Pilato-, 'procónsul', 'legado', 'prefecto', en cualquiera de las provincias imperiales o senatoriales, era hacerse, en poco tiempo, fortunas inmensas, acumuladas por medio de impuestos, exacciones, conexiones, negocios fraudulentos, en esos territorios ocupados. Ser proveedor de los distintos cuerpos de ejército, conseguir un permiso de importación de granos de Egipto, una licitación de cobrador de impuestos -los famosos 'publicanos'-, una inspección de puertos, un contrato de construcción de los miles de templos, edificios públicos, rutas, puentes, puertos, fortificaciones, que el Estado debía necesariamente emprender, llenaba rápidamente las arcas de cualquier advenedizo. Y con las arcas llenas, después de pocos años de uso de esos puestos y negociados podía regresar como un potentado a Roma.
Para lograr esas prebendas se compraba a funcionarios, a jueces, a electores, a la plebe. A esta última por medio de los juegos de circo y el reparto de grano -' panem et circenses '; 'pan y circo'-, para lo cual había que gastar dinerales, normalmente a préstamo que, luego, una vez obtenido el puesto, se podían devolver con sobrados intereses. También por ello, prosperaban los banqueros, los prestamistas, los usureros.
Por supuesto que estos cargos y riquezas solo estaban en manos de unos pocos: la clase política y los que conseguían componerse con ella. De todos modos estos políticos y funcionarios, para mantener la ficción de la antigua democracia, seguían dependiendo del voto de los 'ciudadanos'. Y recordemos que la ciudadanía romana no la tenía cualquiera. No bastaba el hecho de vivir en Roma. Además de los cientos de miles de esclavos sin ningún derecho, estaban los inmigrantes, los extranjeros, los libertos -no siempre ciudadanos-. Es decir que los ciudadanos, aún los que no accedían a los grandes puestos y fortunas, eran de alguna manera necesarios. Sin su voto la autoridad de los distintos puestos se volvía teóricamente ilegítima. Aún en pleno imperio, en donde el emperador en la práctica hacía lo que quería, se mantuvo la ficción del voto ciudadano y el emperador hacía aprobar sus decretos por el senado, a la manera K.
También se mantenía la ficción de la justicia. Pero los tribunales, tanto más cuando intervenían los jurados -asimismo integrados por ciudadanos romanos- eran comprables. Se cuenta el caso de un cuestor, un tal Cayo Léntulo quien, luego de haberse enterado de que le había salido una sentencia favorable con una mayoría de dos votos, exclamó: " Qué macana; pagué uno de más ".
Es en este ambiente donde nace lo que se llama el 'clientelismo', institución típicamente romana. 'Cliente' hoy llamamos a una persona que habitualmente compra en un establecimiento comercial. Pero el término nace en Roma, de etimología incierta, probablemente etrusca, y designaba al ciudadano romano que se ponía a las órdenes y, al mismo tiempo, bajo el patrocinio de un llamado 'patrón' o 'patrono', generalmente un rico o un político -que era decir lo mismo-. El cliente garantizaba a su patrono su voto y apoyo desde abajo. Lo seguía, le aplaudía, le conseguía matones y piqueteros, le servía en pequeñas y grandes cosas -según fuera 'puntero' o no-, lo adulaba, comía -si bien en puestos de segunda- en los banquetes que aquel ofrecía. Eran parásitos útiles al sistema y que sobrevivían gracias al favor de los patronos. Por sus servicios conseguían pequeñas prebendas, regalos en contante, mejor porción en las distribuciones populares. Siempre estaban dispuestos a juntarse en el foro para gritar a favor de sus patrones, obtener adhesiones y, sobre todo, vivir sin trabajar.
Por supuesto que muchos patronos creían que eran buenísimos y generosos pagando -claro que con la plata de los demás, como todos los buenos políticos- a estos inútiles. No solo eran deshonestamente ricos sino que pensaban que, con lo que distribuían de su dinero mal habido a la plebe y a sus clientes, eran el colmo de la generosidad.
Es verdad que algunos funcionarios honestos había. Y todavía subsistían auténticas y verdaderas familias patricias y bien estantes que solían hacer culto de su honor y honestidad. Y habría muchos nuevos ricos e hijos de nuevos ricos que, en medio de toda esa inmoralidad, no eran insensibles a aquellos buenos ejemplos. De hecho la iglesia romana del tiempo de Marcos tenía unos cuántos miembros pudientes. Sin ricos difícilmente hubiera subsistido la Iglesia y la cantidad de pobres y desdichados a los cuales tenía que ayudar y proteger. El mismo Marcos ¿de dónde habría sacado plata para vivir en Roma y para comprar el carísimo papiro o pergamino para escribir su evangelio si no hubiera sido él mismo rico o no hubiera tenido algún bienhechor que lo sostuviera?
Por eso en esta advertencia contra las riquezas que es nuestro evangelio de hoy, sería una torpeza querer ver una especie de posición dialéctica contra los ricos por el solo hecho de ser ricos, una imprecación contra la riqueza como tal -tipo marxismo o teología de la liberación o sacerdotes tercermundistas- sino, simplemente, la intención de Jesús y de Marcos de apostrofar a los malos ricos y políticos enriquecidos de su época, y de dar un lavado de cabeza, quizá, a los que, cumpliendo el papel de benefactores en la Iglesia, se creían mil, y pensaban que con eso pagaban, compraban, el cielo.
Y había algo más: ya sabemos que Marcos está escribiendo en la peligrosa época de la persecución de Nerón. Ya no era cuestión de que quien, en los primeros tiempos, tanto antes como después de la Pascua, quisiera seguir a Jesús en su camino apostólico, necesariamente había de dejar su trabajo, su familia, para ir de aldea en aldea, de país en país, anunciando libre y gozosamente el evangelio. No se trataba del abandono propio de los predicadores itinerantes, que debían contar con la generosidad de los ricos que los recibían en sus casas, los alimentaban y los ayudaban para el viaje. Ahora se trataba de que todo cristiano corría el riesgo de sufrir persecución y de perder cuanto poseyera. Y ¿quién no sabe que es mucho más fácil dar la vida por una causa, aún por Cristo, cuando uno no tiene nada que perder que cuando mucho tiene: familia que mantener, bienes que cuidar, dependientes que amparar? En épocas de Marcos no solo los predicadores, todos los cristianos tenían que estar preparados, pobres y ricos, para dejar todo lo que tenían, y hasta la propia vida, por amor a Cristo. A eso también apunta Marcos cuando recuerda el episodio del rico que se encuentra con Jesús.
Pero es verdad que el relato es extraño.
Por de pronto, al comienzo, el rico parece irritar, de alguna manera, a Jesús. Su actitud resulta excesiva: se arrodilla delante de él. Es una de las dos únicas veces que Marcos señala que alguien se arrodilla ante Jesús. El otro había sido un leproso. Gesto pues totalmente inusual. ¿Quizá una burla, como la de los soldados en el patio de Pilatos? Pensemos que todavía nadie sabe que Jesucristo es más que un maestro. Sí: ya no nos gusta demasiado este rico afectado y melindroso. Y es obvio que Jesús lo mira con desconfianza. Sobre todo cuando le endilga el título de " Maestro bueno ". ¿Qué necesidad tenía de ponerle este adjetivo? A menos que, aunque no fuera burla, se tratara de un nuevo rico, sin demasiado roce, de frases hechas, empalagosas, rebuscadas o adocenadas, tipo 'sentido pésame', 'lo acompaño en el sentimiento', que creía estaba en el grado supremo de la cortesía. Marcos estaría pensando, quizá, en algún rico acostumbrado a las lisonjas y adulaciones exageradas de sus clientes.
Es por eso que la respuesta de Jesús es bastante cortante, brusca. "¿ Porqué me llamas bueno? Conoces los mandamientos ": Y enumera algunos de ellos. Curiosamente, a la lista Marcos añade, sobre la que traen Mateo y Lucas, lo de 'no perjudicarás a nadie', dice nuestra traducción, mejor, ' no defraudarás ', pecado típico de los nuevos ricos, políticos y funcionarios romanos.
El asunto es que, si el rico intentaba burlarse de Jesús o simplemente era, diríamos hoy, 'un mersa', no lo sabremos nunca. Pero lo cierto es que, inmediatamente, quizá impuesto por la figura y majestad de Jesús, se corrige. Cuando vuelve a tomar la palabra ya no le dice Maestro Bueno sino, simplemente, Maestro y, a renglón seguido, afirma sin vacilar y aparentemente sin soberbia que todos esos mandamientos los había cumplido desde su juventud. Al menos así se la creía. Sea lo que fuere, el clima se distiende; y, al final, el ricacho parece ganarse el corazón del Señor. Dice nuestro evangelio: " Jesús lo miró con amor ".
A veces hay que temer las miradas de amor de Dios. Porque, amándolo, le pone al rico una exigencia desmesurada: ¡Vender todo lo que tiene y darlo a los pobres! para luego ir y seguirlo. Exigencia que Jesús nunca antes había impuesto a nadie. Pedro y su hermano Andrés es verdad que tuvieron que dejar, por lo menos en parte, su trabajo, pero no vendieron sus bienes: seguirán teniendo sus barcas, su casa en Cafarnaún. Lo mismo lo hermanos zebedeos, y Leví, Zaqueo, Nicodemo. ¿Por qué esta desmesura con este rico en especial? ¿Cómo le pide que se despoje de aquello con lo cual él podía sentirse bueno ayudando a los demás? ¿Habrá sido un tiro por elevación a los ricos que se creen justos solamente porque cumplen su deber siendo generosos con sus inversiones, gastos y limosnas pero sin auténtica actitud de entrega plena a Jesús? ¿O una patada a los patronos que, con sus dineros malhabidos, se creen 'super' porque les tiran unas monedas a sus clientes y sus pobres? ¿Un recordar que por el Reino hay que estar dispuesto a darlo todo, no solo aquello que nos sobra? O ¿será que Jesús sigue enojado y su frase tiene como fin desenmascarar la insinceridad y falta de entrega de ese rico adulador, capaz de arrodillarse pero no de dar? ¿O lo que explica todo es la situación romana de Marcos con el riesgo de que todos los cristianos, ricos y pobres, enfrenten la confiscación de sus bienes y la muerte? No lo podemos precisar.
Porque lo cierto es que el evangelio, a pesar de lo que dicen algunos que no lo leen, no está dirigido exclusivamente a los pobres, por lo menos a los pobres de plata. Si en ellos no figuran muchos ricos que sigan a Jesús no es porque Jesús los dejara de lado, sino simplemente porque en su época no los había. Pero de ricos que siguen al Señor tenemos suficientes evidencias en el evangelio. Desde el simple hecho de que ni Él ni sus discípulos más cercanos hubieran podido subsistir sin la ayuda de aquellos, hasta nombres concretos: Leví, el publicano; la hemorroisa que había gastado una fortuna en médicos; Jairo, jefe de la sinagoga; el centurión; el funcionario real al servicio de Herodes; la mujer capaz de comprar y luego despilfarrar un perfume que costaba el equivalente al salario anual de un obrero; el que puso a disposición de Jesús su casa de Jerusalén para la última cena: los que lo invitan a banquetes; Lázaro y sus hermanas... Toda gente, ciertamente, pudiente.
Y que no había prejuicios contra los ricos lo demuestra la misma exclamación de los discípulos cuando el Señor se refiere a lo del camello y el ojo de la aguja. "¿ Y entonces, quién podrá salvarse? " Porque contrariamente a lo que suele pensarse, al menos en el ambiente judío, la riqueza era signo de la bendición de Dios. Y por lo menos lo había sido así en las primeras épocas: de ningún modo se pensaba en el rico del tipo imperial, político coimero, funcionario corrupto, comerciante deshonesto, contratista protegido por el Estado, juez venal, explotador de esclavos... ni, en el ambiente propiamente judío, colaboracionista de los romanos, recaudador de impuestos para los ocupantes, banquero usurero, explotador de los pobres (como es verdad, algunos profetas denunciaban). La doctrina bíblica de la Torá, de la Ley, se mueve, en general, en el mundo del trabajo honesto, donde el hombre de empresa, el ordenado, el que lleva bien sus cosas, el que es justo con sus asalariados, el que produce, el que cumple con sus deberes cívicos y de fraternidad y, al mismo tiempo, lleva una vida personal y familiar ordenada, hacía crecer sus bienes... Lo mismo que pensaban Tácito , Suetonio y Cicerón de las viejas familias patricias romanas, que se jugaban por su familias, por sus tierras y por su patria. Sí: esos ricos ciertamente eran bendecidos por Dios. De allí que era doctrina común el que las familias más o menos pudientes lo eran porque Dios bendecía su honestidad. Los pobres, simplísticamente, lo eran por holgazanes, por incumplidores, por no ser fieles a la voluntad de Dios. Riqueza y bendición divina, pues, para la Biblia, iban más o menos juntas. De allí que los discípulos exclamen "¿Cómo? si es tan difícil para ellos ¿quién podrá salvarse?"
Pero no solo las circunstancias sociológicas habían cambiado y los ricos del imperio cebados en la política, en los organismos de Estado y en los macronegocios estatales e internacionales no eran los ricos de antes, sino que Jesús ofrecía algo mucho más allá de lo que cualquiera podía obtener por su propias fuerzas: la Vida de Dios. Eso nadie lo puede comprar, solo humildemente recibir, a lo pordiosero, a lo niño.
El hombre acostumbrado a pagar todo lo que obtiene o quiere obtener; el rico habituado a que, gracias a sus riquezas, se le abren las puertas del poder, del placer, del respeto y consideración de los demás, puede tender, sin darse cuenta, a la autosuficiencia, de tal modo que, al final, solo aprecia lo que puede adquirir con sus fuerzas y sus bienes y, orgullosamente, despreciar lo que se recibe gratis o lo que para conseguir tiene que rebajarse a pedir, a suplicarlo, a aceptarlo como un pobre. Y, por eso, cerrarse a la gracia. El que busca solo lo que es posible para él, nunca alcanzará aquello que solo es posible para Dios.
Dios no quiere clientes que lo adulen, ni que le den grandes títulos, ni que le digan 'Señor, Señor', ni 'maestro Bueno', sino corazones humildes que estén dispuestos a dejarse llevar por Jesús, sin ninguna clase de reticencias, a donde Él los llame, para regalarles el cielo.