Sermón
No hay que pensar solo en la enfermedad de Hansen. La palabra lepra en aquel entonces significaba cualquier enfermedad de la piel: psoriasis, lupus, culebrilla, sarna... El viejo libro del Levítico no hacía demasiados distingos. De todos modos el remedio era igual para todos: el ostracismo, la cuarentena, el alejamiento de los lugares poblados, hasta que la curación fuera certificada por los sacerdotes designados para ello, y el enfermo sometido a los ritos de purificación. Porque, para peor, en la antigua concepción judía de que la desgracia y las enfermedades eran signo siempre de castigo o maldición divina, ese tipo de dolencias conllevaba siempre, en Israel, la impureza cultual, es decir la estricta prohibición de poder realizar actos de culto, de ingresar en el Templo, de participar de las reuniones de sinagoga. El leproso era a la vez un enfermo, un intocable, un impuro y un pecador. Aún su familia lo apartaba de sí, y el pretexto religioso les tranquilizaba la conciencia respecto de ésta, su casi obligada falta de misericordia.
Aunque Lucas no precisa de qué nacionalidad era el grupo, el hecho es que el que tuvieran que presentarse a los sacerdotes para ser declarados sanos y poder volver a recuperar su condición de ciudadanos libres, hace pensar que fueran todos sujetos de la Torah, de la Ley, es decir judíos y samaritanos. Frente a la desdicha común ya no contaban las diferencias étnicas, solo la relativa identificación que tienen entre sí los desgraciados.
Vagando por las afueras de las poblaciones podían subsistir solamente si, como a animales, desde lejos, los pobladores o viandantes les arrojaban alimentos. Los chiquillos los alejarían a pedradas; la gente se apartaría asqueada de su camino. Ellos mismo se volverían malos, robando lo que podían, acechando a los sanos en lugares agrestes para asaltarlos y hasta, a veces, tratando de contagiarlos a propósito. El miedo y horror de las poblaciones a su respecto se volvía inevitablemente encono, odio. Y, finalmente, el pobre leproso, si no había sido malo antes, se tornaba resentido y malo a la fuerza. A la manera de algunos aquejados por enfermedades contagiosas incurables, en nuestros días, que no vacilan, rencorosos, en hacerse adrede vehículo de contagio a los sanos. Y así, entonces, al final, sin quererlo, obligados por las circunstancias y su condición despreciada y miserable, confirmaban que, si aquejados por la lepra, era en castigo, porque pecadores, mala gente.
Se juntaban en grupos no porque, en su común miseria encontraran demasiado consuelo -ya que solían volverse tan malos entre ellos, como con respecto a los sanos-, sino porque estar solo era estar expuesto a que cualquiera los matara.
Este grupo de diez que hoy aparece en el evangelio -diez ‘varones', precisa Lucas- eran probablemente un desprendimiento de un grupo mayor en el cual seguramente también habría mujeres y niños viviendo promiscuamente. Habrían oído del famoso Jesús que era capaz de curar enfermedades y resucitar muertos. Quizá también habrían llegado a ellos noticias de su prédica y de su bondad.
El asunto es que se han puesto a buscarlo y, ahora, lo hallan camino a Jerusalén. No sabemos si son los mejores o los peores del grupo mayor; o, quizá, los más sanos, capaces de caminar detrás del rastro de Jesús. Indudablemente son un pequeño grupo que ha despertado a la esperanza. Buena o mala: ¡pobre gente! Encuentran a Jesús, pero -dice Lucas- se quedan a distancia, no fueran a recibir guijarrazos y maderazos de la multitud. Y, desde allí, comienzan a gritar: “¡ Epistáta, eleison !”, “¡Maestro, ten compasión!”, “¡ Kyrie, eleison !” “¡Señor, ten piedad.” La misma oración que, después de haber confesado los pecados, recién iniciada la Misa, dirigimos nosotros a Jesús, de lejos, cuando todavía falta mucho para acercarnos a Jesús y comulgar. “¡Señor, ten piedad!”
¿Y cómo no va a tener piedad, compasión, el Dios de las misericordias, el Dios que es Amor, mostrándose en las entrañas de su Hijo Jesús? Y Jesús les indica cumplir la Ley. Seguir las instrucciones de la Torah, ir a lo que ella manda, recurrir a los sacerdotes para que certifiquen su salud, regresar a las enseñanzas del pueblo de Dios... El templo, el recuerdo de todo lo que aprendieron de niños, los mandamientos... Allá van, a recuperar su condición humana, su salud, su familia, su honestidad perdida, las palabras de la ley golpean en su conciencia y los va abriendo a una espera de luz, los va poco a poco sacando de su miseria, de su enfermedad...
Liturgia de la palabra: escuchamos el Antiguo Testamento; toman carne en nosotros, durante la Epístola, las palabras de los apóstoles; en el Evangelio los hechos y frases misericordiosas de Jesús; en la predicación –a veces- la voz de la Iglesia... Y, a lo mejor, de alguna manera, empezamos a curarnos, a ser sanos. Pero quizá, ya, a lo peor, nos consideramos curados. Nada de lo que se dice sirve para nosotros; estamos de acuerdo con el cura porque acusa a los mismos que acusaríamos nosotros. En sus palabras no buscamos más que nuestro certificado de decencia, que sentirnos mejores que los demás, y ahora, a nuestra vez, condenar y apedrear a los leprosos y darles la moneda de una misericordia arrojada desde lejos... Sí: volvemos a ser de los puros, de los ‘bien', de los honestos...
Algún exégeta, menos profundamente, ha querido ver en estos que no vuelven a Jesús, aquellos que solo buscan al Señor por sus milagros, por sus favores... Afirman que Lucas escribe esta parábola contra los buscadores de prodigios, de sanaciones, de fervores... Los que confunden lo sobrenatural con rosarios que aparecen luminosos en las paredes, o caídas de espalda al contacto del vidente, o soles que bailan por el aire, o lágrimas y sangre que mojan extrañamente imágenes y que exaltan el sentimiento... pero que, luego, no producen auténticos frutos de conversión y tienen que ser alimentados constantemente con nuevos prodigios... O desaparecen, tan pronto la costumbre anula el fervor del sentimiento, porque nadie les ha enseñado, o no han podido, o no han querido, pasar a una fe más adulta, purificada por calvarios y noches oscuras...
De todas maneras ¡qué poco éxito el de Jesús con sus milagros! De diez ‘milagrados' solo uno viene a él. Los demás –todos curados- se han quedado en la satisfacción de su pureza recuperada. Ahora se sienten saludables, limpios, dignos, buenos, aceptados... Se han conformado con que, en el reflejo del espejo de las fuentes, miren su aspecto sin vergüenza. Han recuperado la salud, han obtenido lo que querían... También en el templo de Esculapio o Asclepio, o de la Difunta Correa, o del Gauchito Gil, o en el diván del psicoanalista o, mejor, en los hospitales y sanatorios -Rivotril y antibióticos-, se pueden conseguir esos resultados...
Pero uno –(No importa que sea judío o samaritano, o yo o vos. El que sea samaritano es un recurso literario de Lucas para acentuar la gratuidad de la acción del Señor y, por eso, recién dice que es samaritano al final. Todos somos samaritanos.)-, uno solo, se da cuenta de que allí hay algo más: que es necesario esperar algo más grande e indefinible que la mera lisura de la piel, que el vigor, que la tranquilidad, que la vuelta a la familia, que el poder dormir de noche...
El que regresa ha percibido, en su corazón, un lejano llamar de Dios que lo invita a algo mucho más importante que el haber recuperado la salud, la paz con los suyos y consigo mismo, la justicia de la sociedad...
Vuelve glorificando a Dios. Como nosotros vamos intensificando nuestra adoración a Dios en el Gloria, en nuestra respuesta cristiana a la palabra de Dios, “¡Gloria a ti Señor Jesús!”; en nuestros ‘Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo' que impregnan toda la Misa; en nuestros ‘Aleluyas' de encontrarnos con el mismo Verbo de Dios hablándonos en el Evangelio.
Y allí vuelve el purificado samaritano, en la exultación desbordante de su aleluya y alegría, postrándose ante Él. (Dice Lucas, literalmente: ‘cayendo sobre su rostro a los pies de Jesús' ) Su rostro ya está curado y, sin embargo, ese rostro que ha recuperado su lozanía y puede mostrarse sin vergüenza ante los hombres se da cuenta que no puede todavía levantarlo hacia Jesús. Ya empieza a tomar conciencia de que Jesús es mucho más que un curador, un médico, un sabio... En la cultura judía solo a Dios no se le puede mirar cara a cara ‘sin morir'. “Santo, Santo, Santo, es el Señor... Bendito el que viene en nombre del Señor”. Solo frente a El hemos de postrarnos, jamás frente a ningún poder o riqueza o bien finito de este mundo...
Y, con el rostro en tierra, le da gracias. ‘Le da gracias' . El texto original griego apunta a algo mucho más profundo que el ‘Muchas gracias' de nuestros humanos agradecimientos, ya que, en el lenguaje de Lucas, está apuntando a la ‘acción de gracias' de Jesús en la cruz: con el rostro en tierra –dice Lucas- ‘eujaristón': ‘hizo eucaristía'.
Se prosterna en ofertorio, hecho regalo de pan amasado y trabajado, en su entregarse -valga lo poco o mucho que valga- todo a Él, en su alegría de vino. Se da cuenta de que la respuesta al amor y la misericordia y la palabra de Dios no puede ser simplemente un cambio de conducta, un ser buenito, un sentirse bien. (‘¡Me siento tan bien!' dicen algunos, ‘cuando rezo, cuando me confieso'... Si querés eso, andá a hacer yoga, lee a Confucio, escuchá las conferencias del gurú o del Dalai Lama, tomá te de tilo.) No: el samaritano intuye mucho más: tiene que hacerse ofertorio, ofrenda, hostia con Jesús.
Cuanto mucho la curación ahora le permite a él que, desde lejos, le gritaba a Jesús ‘ Kyrie eleison' , acercarse al Señor.
Lejanía-cercanía.
Lucas juega en su relato con ese contraste. Lejanía, ‘Kyrie eleison' ; y, ahora, cercanía sí, pero ‘arrojándose a sus pies' . No arrebatándolo del copón ni exigiéndolo casi con soberbia al sacerdote; sino glorificando a Dios, ofreciéndose y recibiendo a Él en verdadera Eucaristía. Adentro, al menos, postrándose a sus pies.
El que ha regresado ha comenzado a entender Quién es Jesús y que solo entreverándose con Él en amistad y verdadero amor, en abertura a su compasión, en entrega, en acción de gracias eucarística, podrá recibir de Él mucho más que la salud, que el sentirse bien...
Y, de hecho, ninguno, excepto el extranjero, el ‘alienígena' dice literalmente el griego –‘ allogenés' - ¡el que era extranjero y ahora no lo es más! ¡el alienígena transformado en hijo de Dios! ha vuelto en Eucaristía. Y los demás se han hecho extranjeros porque solo se han quedado en el milagro y en la ley y en la autocomplacencia.
El samaritano ya no es más extranjero, porque ha regresado en amistad y ofrenda y eucaristía, dando gloria a Dios.
Y entonces Jesús pronuncia las palabras decisivas, el verdadero milagro del cual la curación solo quería ser signo, preanuncio, incitación: “¡Levántate!” –‘¡ anastás !' (la misma palabra que Lucas usará para hablar de la resurrección: ‘ anástasis ')- ¡Levántate¡, ¡resucita!, ¡tu fe te ha salvado!
Ya no se trata solo de la curación. Para eso bastaba la credulidad, la sugestión y, por supuesto, el poder taumatúrgico de Jesús. Se trata de la ‘salvación' que viene del poder del Espíritu, de la gracia santificante que Jesús, a manos llenas, en Dios y desde Dios, ofrece al hombre que se encuentra con Él en auténtica fe, para elevarlo a lo divino, salvarlo de su condición mortal y llevarlo a la resurrección.
Y la Misa continúa. El pan y el vino de nuestra pobre ofrenda consagrada resucita –“Levántate”, “Esto es mi cuerpo”- y por el poder del Espíritu y del Señor se transforma en Vida Divina recibida en Comunión. No la comunión de ponerse en la fila, de tragar la hostia, de cantar cualquier pavada, sino la del samaritano que reconoce a Dios en Jesús y se hace ofrenda y eucaristía.
Desde el ‘Kyrie eleison' de su reconocerse pequeño y lejano frente a Dios, porque Jesús lo cura y le hace oír Su Palabra, y nos permite responder en profesión de fe, en Credo y hacernos verdadero ofertorio, Jesús nos consagra y transforma en su amor, nos resucita en comunión y, ahora sí,: “resucita y vete”, “levántate y anda”, “tu fe te ha salvado”, te ha hecho hermano suyo, hijo de Dios.
Ve a hacer lo que debes cumplir en este mundo, cerca de mí, siguiendo mis huellas, camino a Jerusalén... para un día alcanzar la plenitud de tu Salvación, y de la Eucaristía, y de la Gloria.
“Podéis ir en paz.”