Sermón
El soldado anónimo que, desoyendo las órdenes de su general en jefe Tito, arrojó la antorcha encendida en el Santo de los Santos, provocando el incendio que redujo a cenizas el suntuoso templo de Herodes, no sabía que estaba cumpliendo la profecía terrible que hoy describe en su parábola nuestro Señor.
Para terminar con el levantamiento de los judíos comenzado en el 66, 50.000 hombres, agrupados alrededor de cuatro legiones romanas: la quinta, Alaudae , la X , Gemina o Fretense , la décimo quinta Apolinaria , y otra de la cual no se ha rescatado el nombre, Tito Flavio Vespasiano había rodeado con un anillo de máquinas e infantes los muros de Jerusalén. Adentro la lucha y el hambre hizo lo demás. A mediados de Agosto fueron cayendo, uno tras otro, los tres muros de la Ciudad Santa. Solo el Templo quedó en manos de un grupo fanático de zelotes que se negaban a rendirse. Después de inútiles negociaciones Tito dispuso, el 29 de Agosto del año 70, tomar el templo por asalto. Resolvió, sin embargo, que si era posible, evitaría su destrucción. Desgraciadamente, a la noche, cuando se había retirado a su tienda para descansar, los judíos hicieron una salida y atacaron a los soldados que estaban afuera. Durante la lucha, un soldado romano arrojó al pórtico, por una abertura, un leño encendido e, inmediatamente, ardieron los aposentos enmaderados de cedro que rodeaban el edificio santo. Tito acudió apresuradamente, seguido por sus generales y legionarios, y ordenó a los soldados que apagasen las llamas. Sus palabras no fueron escuchadas. Furiosos, los soldados arrojaban teas encendidas en las cámaras contiguas al templo y, con sus espadas, mataban a cuantos se les interpusieran en su camino.
Un historiador judío relata "Tito vio que ya era imposible contener el furor de los soldados enardecidos por la lucha; pero, antes del desastre final, quiso, con sus oficiales, contemplar el interior del sagrado edificio, el Santo de los Santos donde entraba solo el Sumo Sacerdote y una vez al año. Su esplendor lo dejó maravillado, y quiso hacer un último intento para salvarlo, saliendo precipitadamente y exhortando con energía a los soldados para que se empeñasen en contener la propagación del incendio. Todo fue inútil: ni siquiera el respeto al emperador bastaba ya para apaciguar la furia de los soldados romanos contra los judíos, y su ansia insaciable de saqueo. Todo lo que veían en torno suyo estaba revestido de oro y resplandecía a la luz siniestra de las llamas. Uno, sin ser visto, arrojó una tea encendida entre los goznes de la puerta y, en breves instantes, todo el edificio era presa del fuego. Los oficiales se vieron obligados a retroceder ante el calor insoportable y el humo que los cegaba, y el edificio quedó entregado a su fatal destino."
Continúa: "Toda la cumbre del monte Sion coronado por la ciudad despedía fulgores como el cráter de un volcán en plena actividad. Los edificios iban cayendo a tierra uno tras otro, en medio de un estrépito tremendo, y desaparecían en el abismo ardiente. Las techumbres de madera eran como sábanas de fuego, los dorados capiteles de las columnas relucían como espigas de luz rojiza y los torreones inflamados despedían espesas columnas de humo y lenguas de fuego. (.) El tumulto de las legiones romanas desatadas y los agudos lamentos de los infelices judíos que morían entre las llamas, se mezclaban con el chisporroteo del incendio y con el estrépito de los derrumbes." Así describe nuestro historiador judío, Milman [1] , el fin de Jerusalén, el cumplimiento de la profecía de Jesús que hoy hemos escuchado en forma de parábola.
Destruido el templo, la ciudad entera cayó en poder de los romanos. Tito exclamó, luego, ante la imponencia de sus torres y murallas aún en pie, que solo Dios, no sus tropas, podía habérselos entregado en sus manos: ninguna máquina de guerra, por poderosa que fuera, hubiera logrado hacerle dueño de tan formidables baluartes. La ciudad y el templo fueron arrasados hasta sus cimientos. Durante el sitio y la mortandad que le siguió perecieron más de un millón de judíos. Los que sobrevivieron fueron llevados cautivos, vendidos como esclavos o gladiadores, algunos conducidos a Roma para enaltecer el triunfo del conquistador, otros desterrados y esparcidos por toda la tierra. Dicen los arqueólogos que la Jerusalén del tiempo de Jesús hoy se encuentra debajo de una capa de escombros de veinte metros de espesor.
Esa fecha trágica será recordado siempre por los judíos como un día terrible, de castigo del Señor, de victoria de los paganos. Y, en cuanta ocasión se presenta en sus plegarias sinagogales, hablan del día en que el Señor vengará a su pueblo y, finalmente, los hará triunfar, en esta tierra, sobre los paganos y los ' minim ', los herejes cristianos.
Precisamente, una de esas fechas es la que los judíos están celebrando en estos días: el Rosh Hashaná , el año nuevo, que es, según ellos, el aniversario de la creación del hombre, del sexto día de la semana primera del Génesis -de acuerdo a sus cómputos hace 5766 años-, sea lo que fuere de la duración de los días anteriores.
En ' Página 12' se dio la noticia de que -¡cuándo no!- a un inefable e imponderable obispo de los nuestros, del sur, con buenas intenciones sin duda, se le ocurrió unirse al festejo, concurriendo a una sinagoga. Fue a la primera de las jornadas -ya que duran tres y culminan a los diez días con el Yom Kippur o día del perdón-. Se puso el 'kipá' y rezó junto a ellos "con amplias sonrisas" -así dice el mencionado diario-. Parece que a los participantes no les causó demasiada gracia -a mi, menos- aunque lo recibieron amablemente. No se si el obispo habrá rezado en hebreo -dudo que lo sepa- o en castellano, en todo caso quiero creer que no pronunció, en la recitación de las dieciocho bendiciones o Tefillá , la famosa Birkat ha minim , o maldición de los cristianos. Ni las oraciones que piden la aniquilación de los que no son sus amigos. Algunos de sus títulos: " que se alejen de nosotros nuestros adversarios "; " que nuestros enemigos sean destruidos ", " que nuestros enemigos sean exterminados ", " que nuestros méritos sean proclamados ", " que seamos siempre la cabeza y no la cola ", " que venga el Mesías ". Esta última oración particularmente embarazosa para un cristiano ya que se supone que el Mesías ya ha venido y es Jesucristo.
Rosh Hashaná o el Año nuevo judío, pues, no es una fiesta tipo jolgorio como nuestro casi pagano Año Nuevo, ni, mucho menos, alegre y dichosa como la Pascua cristiana, sino una de las llamadas fiestas 'austeras', que se diferencian en el calendario judío de las fiestas 'alegres' y que se une con el Yom Kippur de diez días después. Está de más felicitar. Como mucho, los judíos se desean un año venturoso, pero su atención en el Rosh Hashaná está puesta en el juicio de Dios y en la tristeza de su situación de exiliados y pecadores. No hay en esta fiesta lugar para demasiadas sonrisas, sino para la seriedad, el recuerdo, el deseo de desquite.
No es una fiesta bíblica, sino talmúdica, posterior al antiguo testamento. Hace referencia al sexto día de la creación, pero en la interpretación rabínica, donde se forma al hombre y se lo coloca en el paraíso a la mañana , se lo hace pecar al mediodía y se lo expulsa de él a la tarde , para condenarlo a trabajar en el mundo. De allí que ese día y los dos que le siguen sean ocasión de recordar todos los pecados y todas las expulsiones y pérdidas de paraíso que ha significado en su historia el rechazo de Dios. Se recuerdan los pecados nacionales y personales, los errores cometidos, los actos inamistosos de los enemigos, se hace revisión de la historia de cada uno, se memora -en el tzom Guedalia -la pérdida de Jerusalén y de la Tierra prometida y se comprometen más intensamente para utilizar el nuevo año para reformar al mundo, trabajar mejor, preparar el adviento del verdadero Mesías, cabalísticamente identificado con el pueblo de Israel. Son días de austeridad, de introspección y planificación.
Cerca del Yom Kippur -precisamente las vísperas y como fruto de la meditación de estos diez días- harán la confesión de todas sus faltas para que sean perdonadas y, al mismo tiempo que reciben el perdón, en el Kol Nidré son librados por el oficiante de todos sus votos y promesas hechas a Dios más allá de la Ley , así como de sus compromisos y promesas hechas a sus enemigos, a los paganos, a los cristianos, y aún, si es necesario, a sus hermanos.
Estos días suena el antiguo sofar -la trompeta de cuerno de carnero- en tristísimas notas. Sus melodía rústica a modo de gemido, llama primero al pueblo a despertarse, a no olvidar su misión; luego, en una especie de triple pausada síncopa, es como si llorara el que aún no la hayan cumplido. El toque finaliza con una nota aguda convocando a la revancha.
Lo cierto es que el obispo estuvo bastante desubicado creyendo ir a un festejo que pudiera compartir con los judíos. Resulta extraño en labios de un cristiano estar clamando todavía por la Redención , en explícito desconocimiento de la Pascua cristiana, de la mesianidad de Jesús y, tanto menos, de su divinidad. Y rebajando todo el maravilloso triunfo de la Resurrección y la llegada de la vida eterna, del Espíritu Santo, a perspectivas puramente históricas y humanas.
Tanto más desubicada esta participación cuanto que los rabinos, todos los años, advierten insistentemente a los judíos menos prácticos que no les es lícito de ninguna manera juntarse a los cristianos para festejar, por ejemplo, la Navidad, ni siquiera como fiesta de familia, como algunos tienden a hacerlo. Aunque, si quieren, sí les pueden vender arbolitos, muñequitos vestidos de colorado y barba blanca, y regalos varios. Últimamente, para difuminar la Navidad , han recurrido al expediente de restaurar la olvidada fiesta de diez días de la dedicación del templo en época macabea, la Hannukah, cuyo día principal cae el 25 de Diciembre. Así lo hicieron el año pasado en Buenos Aires, con la ayuda de la municipalidad, erigiendo el candelabro de nueve brazos de la fiesta -que no hay que confundir con la 'menorah' de siete- en Santa Fe y Carlos Pellegrini y otros lugares de nuestra ciudad. ('Nuestra' es un decir.)
En fin: no se pude dejar de hacer notar que ciertas actitudes de diálogo y encuentro con otras religiones han de hacerse con extrema prudencia, no vaya a confundirse la gente. El diálogo no es sino un primer paso o presupuesto para romper barreras, y la igualdad entre los interlocutores que supone -como afirma el Papa actual- solo se refiere a la paridad de la dignidad personal de las partes, no a los contenidos doctrinales ni al mensaje de Jesús. Participar en ritos que explícitamente niegan a Jesucristo -como son gran parte de los de la religión judía-, no es diálogo, es apostasía y, por lo tanto, grave escándalo. En esos terrenos debemos movernos con mucha cautela. Afirmaba Santo Tomás de Aquino que si al antiguo testamento lo podíamos y debíamos leer, aunque desde la perspectiva del nuevo, y sus leyes morales esenciales cumplirlas, purificadas por el mandato de la caridad y el evangelio, de ninguna manera podíamos participar de sus ritos, que como tales, negadores de Cristo, son -afirma textualmente el Aquinate- "mortíferos".
Por eso la Iglesia , dice nuestro Papa actual -en la " Dominus Iesus "- "debe empeñarse en anunciar a todos los hombres la verdad definitivamente revelada por el Señor, y proclamar la necesidad de la conversión a Jesucristo y la adhesión a la Iglesia a través del bautismo y los otros sacramentos". Ese es el único Rosh Hashaná posible para un cristiano y la única conversión necesaria para un no creyente y aún para un judío.
La parábola, en esta versión de Mateo resulta inverosímil, poco creíble, porque ¿qué invitado a un banquete real va a negarse a acudir contentísimo a éste y, mucho menos, apoderarse de los enviados servidores, maltratarlos y matarlos? (Imagínense un político rechazando una invitación de K o de su mujer) Distinto el caso del domingo pasado cuando lo que quería el dueño de la viña era cobrar. O ¿qué rey, entre una invitación hecha por la mañana, en el mismo día tendrá tiempo de enviar tropas para acabar con sus invitados descorteses e incendiar su ciudad y luego ir al banquete? Pero inverosímil, increíble, resultaba a Mateo -él mismo piadoso judío convertido- el que precisamente los dirigentes del pueblo hebreo hubieran rechazado el reinado de su Mesías y la invitación a su banquete.
Curioso que, inmediatamente, se pase a la escena bien cercana y posible del banquete mismo, donde otro invitado descortés, poco educado, mal vestido, es expulsado fuera. La parábola lo hace a propósito. Une la teología de la historia, grandiosa, apocalíptica, con la teología de la salvación. Los grandes acontecimientos históricos, aún los más tremendos, en realidad solo tienen sentido por el destino personal de cada uno
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Mateo primero desarrolla su explicación del rechazo estruendoso e histórico del pueblo hebreo en orden al reconocimiento de Cristo -basta ver el Arco de Tito en Roma- como ocasión de la invitación universal a todos los hombres a la salvación -" id a los cruces del camino e invitad a todos los que encontréis ". Y, luego, añade a esta explicación el tema siempre vivo, en cualquier circunstancia, de la conducta individual -la nuestra, la de cada uno- frente a la maravillosa invitación de Dios. En la segunda parte ya no se trata de castigos nacionales, de fracasos comunitarios. Esos interesan medianamente a la salvación, son solo marco de las decisiones personales. Ahora cada cual es responsable -viva cuando viva y viva donde viva- frente al Rey. La invitación de la gracia ha de tener como correspondencia en cada uno, sea lo que sea de las naciones en las cuales nazcan, una conducta digna.
Si ser judío no garantizaba la salvación ni siquiera en este mundo -aunque en él la sigan ellos esperando- tampoco garantizará el acceso a la Vida Eterna el ser cristianos solamente de nombre. Debemos vivir como tales, en vestido de fiesta, en uniforme de gala, en regocijo de gracia, en seguimiento de Cristo. Porque aún llamándose cristianos muchos son llamados, invitados, pero pocos elegidos.
[1] Milman , History of the Jews , libro 16