Sermón
Uno de los reproches que los no cristianos suelen hacer al cristianismo es el de que parece ser una concepción de vida en la cual la alegría y el gozo de vivir se reprimen. Ya Cornelio Tácito , historiador romano del siglo I-II, incansable viajero y que había conocido mucho mundo, comentaba que la religión judía era, a su juicio, la más aburrida del mundo. Claro, como buen romano acostumbrado al culto de Venus y de Baco, amigote de los simpáticos dioses y diosas del Olimpo y usuario ocasional de las prestaciones que las sacerdotisas fenicias concedían sin prejuicios en honor de su ídolos, Cornelio no podía sino hastiarse soberanamente ante las interminables cadencias de los salmistas hebreos y el olor indigesto a grasa quemada de sus altares. Y, desde antiguo, se ha confundido la auténtica alegría con el placer superficial del bullicio y del jolgorio.
Fiesta dionisíaca o báquica
Aquí ya muchos nos han dicho que, particularmente, las Misas de San José de Flores se caracterizan por ser ‘aburridas' y que, si seguimos así, la gente emigrará a templos donde se les ofrezca ‘funciones' más atrayentes. Incluso alguien ha venido a reprocharme –a mí, en especial- el que, en mis sermones, sea demasiado ácido, negativo, y que me refiero excesivamente a la Cruz.
Puede ser, y admito la crítica, pero he de decir desde ya que ningún sacerdote de esta parroquia tiene la mínima intención de hacerle la competencia Tato Bores o a Don Pelele. Y, aunque quisiéramos, no tendríamos la chispa suficiente. Porque, es claro, -y supongo que todos estamos de acuerdo con ello- a Misa no venimos para divertirnos ni porque siempre tengamos ganas, sino porque nos sentimos miembros responsables de la santa Iglesia y queremos cumplir nuestras obligaciones personales y comunitarias.
Tampoco es nuestro objetivo primero llenar la Iglesia de bote en bote. Si eso quisiéramos más nos valdría despejar el presbiterio y ofrecer dominicalmente dos o tres representaciones con la troupe del Maipo o del Nacional.
Es fácil recurso ofrecer empanadas y vino para conseguir votos; y pan y circo para alcanzar popularidad. Y no crean que resulta sencillo escapar a la tentación de introducir en Flores unos cuantos bombos, platillos, baterías y guitarras y organizar misas ye-ye para agradar a nuestro ‘público' que ya no serían nuestros ‘feligreses'. Cornelio Tácito, de seguro, se revolvería de contento en su tumba. Muchos de los pies que hoy se mueven hartos buscando mejor posición mientras el cura habla y de las cabezas que giran siguiendo el vuelo de las moscas o miran furtivas la esfera de sus relojes, batirían atenta y rítmicamente al compás de los parches y de las cuerdas. Y quizá veríamos nuestro templo colmarse de esos jóvenes y jovencitas que, en este momento mismo, transitan indiferentemente frente a nuestras puertas, luciendo sus disfraces y pelambres de moda.
Pero, Señores, puede ser que para conseguir votos basten vinos y empanadas; para mantener los antiguos emperadores de Roma, pan y circo; y para llenar el Mau-mau, un buen disk-jockey; pero líbreme Dios si, para mantener mi iglesia poblada, debo recurrir al espectáculo y a la payasada. Quien no quiere venir a Misa porque no tiene fe en el misterio estupendo que en ella se realiza –la repetición incruenta del sacrificio sublime del Calvario, la presencia augusta y pasmante del Verbo encarnado bajo las apariencias del pan y del vino, la comunicación en la fe y la caridad con mi compañero circunstancial de banco y con todos los católicos del mundo- no queremos, de ninguna manera, que venga a Misa porque se golpeen bombos o porque se divierta o porque el cura predica bien o es un magnífico locutor o político o porque es un amor como celebra la Misa. A Misa voy, porque tengo fe en Dios, por Cristo, por mis hermanos, y no porque me guste o no me guste, me canse o no me canse, tenga ganas o no, me aburra o me entretenga.
Pero, una vez dicho esto, he de conceder que muchos de los reproches que se les hacen o hacían a los cristianos tienen su parte de razón.
Una cierta predicación unilateral insistía demasiado, quizá, en el aspecto tétrico del cristianismo –influida por el puritanismo protestante y el jansenismo-. Todo obligaciones, miedo al castigo de Dios, cruz, flagelarse, penitencias, ayunos, prohibiciones, pecado. Nos impresionaban, leyendo vidas de santos mal escritas, con la sangre de sus disciplinas, golpes en el pecho, cilicios clavados en sus carnes.
Y no que eso estuviera mal. Hoy desgraciadamente se tiende a prescindir totalmente de esos medios. El dominio de sí mismo y la disposición a la austeridad es algo constitutivo del ser cristiano. Pero sí que era mostrar un aspecto parcial de la doctrina católica. Si la Cruz y la muerte tienen en el evangelio algún sentido es porque, al lado de ellas y a través de ellas, brilla espléndida la aurora gozosa de la Resurrección. Y, por ello, el cristiano debiera ser, al menos en el fondo de su ser y en medio de zozobras y tristezas inevitables, el hombre más feliz del mundo. Porque no solo puede gozar como los paganos de las legítimas alegrías de la vida –no las falsas alegrías, las que, después de vividas, nos dejan más vacíos y tristes que nunca, sino que también es capaz de llevar las ineludibles penas, frente a las cuales el pagano se halla inerme, con la serenidad que nos da la promesa cierta de la feliz resurrección, la certeza del valor cristiano del dolor y la fortaleza de la gracia.
Y por eso ‘Evangelio' quiere decir, en griego, ‘buena nueva', la ‘buena noticia'. No la noticia que leemos en el diario y nos amarga: la revolución, los crímenes, los políticos, el dólar. Ni la que nos trae el cuentero de la oficina o la vecina chismosa, sino la buena noticia. La buena noticia por excelencia que nos trajo el mismo Dios en la persona de Cristo. La noticia de que el Padre nos ama, que cuida de mostros, que nada nos sucede sin que intervenga en ellos Su amor paterno, que las tristezas no son inútiles, que las lágrimas tienen sentido, que jamás estamos solos, que detrás del bache horrendo de la muerte, se abre, para los elegidos, el paraíso de la eternidad.
De allí que están de más en las iglesias los rostros tristes de las beatas profesionales, las caras de circunstancias de los mayores, los lamentos y suspiros, el miedo a Dios o a confesarse. Decía San Francisco de Sales que el santo triste es un triste santo. Y la tristeza fue siempre considerada por los antiguos cristianos como el octavo pecado capital.
Por peor que aparentemente nos vaya, nadie tiene derecho a sentirse triste. Creemos que Dios nos ama y debemos creer que Él sabe mucho mejor que nosotros qué es lo que nos conviene. Todo lo que nos sucede, bueno o aparentemente malo, es su don, es su regalo. Y la tristeza no es entonces sino una forma de desagradecimiento. La mejor forma de dar gracias a Dios por sus mercede es vivir alegres y mostrarlo en nuestra actitud, en nuestra disposición de servicio, en nuestra sonrisa.
Y, si ser cristianos es muchas veces incompatible con la falsa alegría que pretende vendernos el mundo moderno, también es incompatible con la tristeza de luto de un cristianismo de velorio.
No seamos, pues, como los nueve leprosos curados, católicos inconscientes y desagradecidos del maravilloso don que tenemos entre manos. Seamos como el décimo -que dice el evangelio de hoy era samaritano- el cual, viéndose sano, volvió a Jesús alabando a Dios y dando gritos de alegría.
Ante la hueca alegría del mundo –como las risas grabadas que se ponen en la televisión después de los chistes malos- proclamemos nuestra alegría auténtica. El gozo agradecido de haber sido llamados por Dios a ser sus hijos. Aquí y en la eternidad.