Sermón
Como Vds. saben, muerto el rey Salomón – tan conocidos por su sabiduría, por sus riquezas y por sus minas tanto en sentido cinematográfico, las de oro de Ofir en África como, en sentido porteño, con perdón de Vds., setecientas mujeres legítimas y trescientas concubinas- muerto este magnífico rey hacia el 936 AC, el pueblo judío se desmiembra en dos partes: el reino del norte, Israel –Jacob, Efraím- y el del sur, Judá. Ambos desde entonces, de acuerdo al relato, antagónicos, desconfiados el uno del otro, nunca de acuerdo.
Sargón II
El primero en desaparecer es el del Norte. Su capital, Samaría, es tomada en el 721 AC por Sargón II, quien, para erradicar toda posibilidad de revuelta, deporta a gran parte de sus pobladores y repuebla la región con diversas naciones venidas de distintas partes del imperio asirio. Estos pueblo no israelitas, que conservan sus creencias de origen, se mezclan con lo que queda de población israelita, asimilan algo de la religión yavista y terminan por formar la raza de lo que los judíos puros llamarán despectivamente ‘samaritanos’.
El desprecio se transformará en malquerencia y odio cuando hacia el 10 AC, después de las conquistas de Alejandro Magno en Macedonia, a los samaritanos se les ocurre reconstruir, en el monte Garizim, un templo que hará la competencia al único templo admitido por los judíos desde el tiempo de Josías y que era el Santo Templo de Jerusalén. Así pues, si había una mala palabra que se pudiera decir a un judío para provocarlo era la de ’samaritano’.
Monte Garizim
Como Vds. ven la naturaleza humana nunca cambia. Tanto judíos como samaritanos, hermanados en una misma fe y mal que bien en una misma raza y que habían sido sucesivamente apaleados por los asirios, los persas, los griegos –lágidas y seléucidas-, los romanos, el odio y el rencor se los reservaban no para sus progresivos dominadores sino para sus rencillas domésticas, para zaherirse entre ellos mismos. No por nada se dice que los aborrecimientos más grandes -¡oh estupidez humana!- se dan en el seno de una misma familia, de una misma nación, hasta el punto que para hacerse daño mutuamente llegan a buscar aliados en el enemigo común.
Pero es claro que se presenta un momento en que la desgracia común es tan grande que las diferencias adquieren su verdadera dimensión de pequeñas, y el común denominador del infortunio se impone para la unión. Y así no es extraño que, en el evangelio de hoy, el samaritano y los nueve judíos, que de haber estado sanos ni siquiera se hubieran saludado, anden juntos fraternizados en la horrorosa desdicha de la lepra.
Es bien triste tener que señalar como, desde siempre, los hombres que son capaces de unirse en la adversidad, en la prosperidad han de estar siempre buscando motivos de desunión y odio. Miren nosotros los argentinos: una inundación, un terremoto, una sequía, meningitis, todos nos sentimos solidarios. Calamidad ‘finita’, de nuevo a devorarnos mutuamente. ¿Será por eso quizá que Dios suele usar las desgracias para redimensionar nuestras vidas y llamarnos a Él?
¡Terrible enfermedad la lepra! Conocida desde antiguo. Ya el Levítico, la ley mosaica, la describe cuidadosamente y propone una serie de medidas higiénicas para apartar el mal de la comunidad. Una vez constatada la lepra por los médicos de entonces, que eran los sacerdotes, el pobre enfermo era declarado ‘impuro’ y debía apartarse de los demás en espantoso destierro. Cruel medida, pero necesaria para que el mal no se extendiera. ¡Ojalá hoy en día pudiéramos apartar de la comunidad a los leprosos de la inteligencia y las costumbres, que nos contagian y pervierten en el cine, en la televisión, en las revistas, en las escuelas, en las universidades, en la política! Algo de eso parece que se intenta hacer ¡pero qué coro de lamentos y de rasgarse las vestiduras en nombre de la sagrada libertad de la lepra!
Las mismas prescripciones levíticas –capítulo catorce- reglamentaban prolijamente lo que había que hacer, también, cuando uno se sentía curado. Había que nuevamente ir a los sacerdotes para conseguir un certificado de salud. Trámite bastante complicado no solo por la burocracia sino por la tendencia que tienen todos los curas a complicar las cosas más sencillas. Dice el Levítico, después de una serie de comprobaciones: “El sacerdote mandará traer para el que ha de ser purificado dos pájaros vivos y puros, madera de cedro, púrpura escarlata e hisopo. Después mandará inmolar uno de los pájaros sobre una vasija de barro con agua viva. Tomará luego el pájaro vivo, la madera de cedro, la púrpura escarlata y el hisopo, los mojará juntamente con el pájaro vivo en la sangre del pájaro inmolado sobre el agua viva y rociará siete veces al que ha de ser purificado de la lepra. Después soltará al pájaro vivo en el campo. El día séptimo se afeitará todo su pelo, su cabellera, su barba, sus cejas. Se bañará –esto no hace mal a nadie- . El día octavo etc. etc.“ Paro para no aburrirlos.
El asunto es que, mientras los nueva judíos se ocupan minuciosamente de realizar todos estos ritos, el décimo, el samaritano vuelve sobre sus pasos y se arroja alborozado a los pies de Jesús para expresarle su agradecimiento. “¡Ma que pájaros, ni madera de cedro! ¡Gracias, gracias, Señor Jesús!”
Parma, Italia, fresco, Jesús que cura a los diez leprosos en estilo icónico bizantino, en baptisterio, probablemente por Grisopolo, s. XIII
De todas maneras será bueno preguntarnos por qué volvió solamente el samaritano, como se ocupa muy bien de precisar Jesús y ni siquiera uno de los judíos. Y digo yo que este es un asunto de psicología judaica. Porque vean: en cuanto se sintieron sanos –las desgracias se olvidan pronto- los judíos volvieron a sentirse judíos, con todo su orgullo de judíos. Ellos eran los hijos de Abran, la raza elegida, los protegidos de Dios. Ya no estaban apartados de la comunidad. En el fondo nunca se habían convencido del todo que Dios su protector privado hubiera podido permitir en ellos esa horrible enfermedad. ¡Cómo, ellos, judíos, podían estar leprosos! De tal manera que cuando vuelven a estar sanos la cosa les parece lo más natural del mundo. Ellos son hebreos y por tanto merecen estar sanos. La protección de Dios es algo que les corresponde por raza y por lo tanto nada tienen que agradecer. Se agradece lo que no se merece, lo que viene de arriba, el favor, la gauchada. No aquello que compro, no lo que me pertenece, no a lo que tengo derecho. Y el judío cree que tiene comprado, por el mero hecho de ser judío, el favor de Dios.
No así el samaritano, perpetuamente despreciado, extranjero, a quien ni siquiera por favor un judío tiende la mano, pobre hombre acomplejado y a quien siglos de desprecio han acostumbrado y resignado a que todo tiene que conseguirlo con su duro esfuerzo y a quien ni siquiera asombra el que pueda tocarle la desgracia de la lepra. Y por eso él es el único que se da cuenta del favor que Dios le ha hecho, de lo inmerecido de esa gracia, de la gratuidad de esa salud que acaba de obtener por la misericordia del Hijo de Dios.
Y, entonces, los orgullosos judíos obtiene sí la curación y su certificado de salud, pero la actitud humilde y agradecida del samaritano obtiene mucho más porque curado, al volver agradecido a Cristo, consigue no solo la ‘salud’, sino la ‘salvación’. “Levántate y vete, tu fe te ha salvado”.
¿Y no han notado Vds. algo parecido en los convertidos de adultos? ¿En aquellos que, habiendo sufrido ser extranjeros a la fe, un día se encuentran con Cristo o vuelven a Él? ¡Qué diferencia de actitud, de empuje, de compromiso con los que a lo mejor desde pequeños, sin transiciones ni crisis, se han sentido siempre cristianos! Porque ¿no es verdad que muchos de nosotros –como los judíos- nos hemos acostumbrado a ser cristianos? ¿Nos hemos acostumbrado al prodigio inmerecido de ser privilegiados entre tantos hombres como hermanos de Cristo e hijos de Dios? Y venimos a Misa y como si nada comulgamos, cumplimos los ritos, volvemos a casa, nos confesamos, se nos perdona. Y, nosotros, tantas veces, como si lo mereciéramos, como si nada. Cumplimos la penitencia y seguimos como antes. Escuchamos a Dios exhortarnos en la Escritura, en la enseñanza de la Iglesia y de los santos y también nos parece natural que el Señor nos hable, nos dirija la palabra, se ocupe de nosotros. Si: ya nos parece normal, lógico, merecido, que Dios nos de la salvación y, entonces, lo único que tenemos que hacer es cumplir los ritos, bautizarnos, casarnos, ir a Misa los domingos, rezar a la mañana y a la noche y portarnos relativamente bien.
¡Tontos! ¡Fatuos! ¿Quién nos dijo que merecíamos el más ligero favor de Dios? Todos somos frente a Él samaritanos y extranjeros, y si se digna inclinarse sobre nosotros es solo por Su misericordia y por Su amor.
¡Cómo debiéramos estremecernos de gozo y de agradecimiento cada vez que Él baja a nosotros en la comunión, dignación inmerecida que no obtuvo mi orgullosa miseria de criatura sino su inmenso amor! ¡Cómo debiéramos estallar de exultación y gracias cada vez que gratis en la confesión nos regala su perdón! ¡Cómo debiéramos -cuando nos habla en el Evangelio- confundirnos, mirar a los costados, sorprendernos, poner el dedo en el pecho y preguntarle humildemente: “¿A mi Señor? ¿A mí me hablas?”! Sí: a vos cristiano que no lo merecés, a vos Jesús te ofrece la salud, la salvación.
Y, entonces, ¡con qué ganas de servirle, de amarle, de hacerte santo, tendrías que postrarte a sus pies! ¡Gracias, gracias Jesús! ¡Gracias por amarme, gracias por la comunión, gracias por haber nacido en una familia cristiana, gracias por tu perdón y tu palabra, gracias por darme a mí, extranjero, a mi samaritano, gracias por darme la salud! Y entonces Él recién te dirá “Levántate y vete, Gustavo, tu fe te ha salvado.”