Sermón
El trozo de evangelio recién leído enlaza dos parábolas distintas. Una, la de los invitados al banquete. Otra, la del vestido de fiesta. Sirven a Mateo para hacerlas aplicables a la Iglesia que se está formando, cuarenta años después de la muerte de Jesús.
Cuando Jesús las cuenta, probablemente lo hace en distintos contextos que los que arma Mateo; y en medio de otra problemática.
Mateo, como es obvio a su simple lectura, las utiliza de acuerdo a sus puntos de vista y a las necesidades de la comunidad para la cual escribe.
La primera, la de “los invitados al banquete”, la utiliza para explicar, en una especie e teología de la historia, cómo los judíos no han aceptado el llamado de Jesús. De allí, la vocación a los gentiles para formar parte de la Iglesia.
Si Vds. comparan su relato con el paralelo de Lucas verán cómo Mateo lo alegoriza, transformando al huésped en Rey –representación de Dios- y haciendo aparecer a los sirvientes enviados para la cobranza como los desoídos profetas de Israel. Incluso alude a la destrucción de Jerusalén por los romanos.
La segunda parábola es colocada y compuesta por Mateo con la primera para advertir a los cristianos provenientes de la gentilidad que no es suficiente haber sido admitidos en la Iglesia. En ella hay que vivir correctamente, de acuerdo a las enseñanzas del Señor; lo cual es simbolizado por el ‘vestido de fiesta'.
Pero es interesante conocer un poco la prehistoria de estas narraciones. Es así cómo puede uno darse cuenta de los significados que va adquiriendo en los distintos estratos de su composición.
Porque, curiosamente, de ambos relatos tenemos versiones orientales muy antiguas y conocidas, a las cuales, precisamente, Jesús acude para darles un final insólito.
Hoy en día estamos inmersos en una sociedad de consumo en que un libro, un relato, una película, difícilmente se vean o lean dos veces. Nos hemos habituado a un consumismo diabólico de novedades en donde todo consiste en recoger sensaciones nuevas y superficiales, sin detenernos, ni profundizar en nada.
El antiguo no era así. Le encantaba escuchar el relato decenas de veces. Un poco como el niño antes de la era televisiva –“Contame otra vez el cuento de caperucita Roja”-. Eso mismo que hacia que los grandes dramas de la antigüedad giraran siempre alrededor de los mismos argumentos, los mismos ciclos –‘el troyano', ‘el tebano', ‘el de los argonautas', ‘el de Heracles'- cambiando sutilmente las situaciones para ahondarlas en diversos sentidos. Ese era sus arte. Eso establece las diferencias, por ejemplo, entre los grandes trágicos Esquilo, Sófocles y Eurípides .
El asunto es que la primer parábola de marras se basa en un antiguo cuento egipcio cuya primera redacción conocida se remonta al año 330 AC y que, traducido, había sido llevado a Palestina por los judíos de Alejandría. Había sido modificado y conocido entre éstos como ‘las peripecias del rico publicano Bar Ma'jan'.
Uno de los episodios más conocidos de esta historia era justamente el de un banquete. Resulta que Bar Ma'jan era un publicano de bajísima extracción que había hecho mucho dinero. Un nuevo rico. Como deseaba codearse con la clase alta, organiza una fiesta espectacular, con el fin de ser admitido socialmente en el círculo de las familias de abolengo. Envía, a cada uno, invitación personal. Pero, todos, como de acuerdo, le vuelven la espalda y rehúsan con las excusas más fútiles y burlonas. En su despecho y cólera Bar Ma'jan, ya todo preparado para recibir a sus convidados, envía a sus criados a que intenten hacer venir a la mayor cantidad de comensales posibles. Estos van por las calles e invitan a cualquiera. De tal manera que la casa del nuevo rico se le llena de mendigos.
Hay, pues, que imaginarse el ambiente original del cuento, más bien cómico, en que los oyentes sonríen durante la descripción de cómo el nuevo rico experimenta una negativa tras otra y cómo se encoleriza vanamente cada vez más. Y hay que verlos estallar de risa cuando se imaginan a la buena sociedad burlona, con gesto despectivo, viendo al cortejo de sucios invitados que se dirigen a la casa del publicano, dispuesta para la fiesta.
De allí la habilidad de Jesús al usar esta conocida comedia, para darle un contenido dramático –cosa que se ve mejor en Lucas, en donde el original es apenas modificado-. De cómico se transforma, de golpe, en trágico: “¡La casa está llena, la medida se ha colmado, el último lugar está ocupado, cierren las puertas, nadie entrará ahora!” De pronto los burladores se han transformado en burlados. Los que se creían algo han quedado afuera.
El auditorio de Jesús ya no sonríe.
La parábola, empero, adquiere su tono verdaderamente cristiano cuando se percibe el tono de alegría y a la vez de urgencia que hay en la exclamación: “¡ Todo está preparado! ”
Pero, si los “hijos del Reino” -los judíos observantes, los escribas teólogos, los círculos piadosos, los sabios ‘de este mundo', no hacen caso de la llamada de Dios, entonces ocuparán su lugar los despreciados y los alejados.
Para los primeros, en cambio, resonará, tras la puerta cerrada de la sala del festín,: “ ¡Demasiado tarde! ”
Así contada la parábola, debe haber dado en el hígado a los saduceos, fariseos y sacerdotes que oían a Jesús, despreciándolo porque se rodeaba de publicanos y pecadores.
La segunda parábola, la del vestido, -que une Mateo a la primera-, también tiene su paralelo conocido. En uno de los comentarios rabínicos a la Ley que corrían por los tiempos de Jesús, el rabí Eliezer dice “Vuelve a Dios, un día antes de tu muerte”. Entonces los discípulos le preguntan: ”¿Y cómo sabe el hombre en qué día morirá?” Él les contesta: “Si no lo sabes, conviértete entonces hoy” . Y relata, como ilustración de sus palabras, una parábola referida a un rey que invitó a sus súbditos a un banquete, pero sin determinar la hora. Los prudentes, con tiempo, se revistieron con el traje de fiesta. Los necios se fueron a sus tareas habituales con sus ropas cotidianas. De pronto, suena la llamada al banquete y los que tenían los vestidos sucios no pudieron entrar.
Y termina el rabí Eliezer: “¿Ven? El vestido de fiesta es la conversión, la penitencia. Y hay que estar siempre vestidos: un día antes de la muerte, hoy” .
Así, para entender la parábola en labios de Cristo, es importante saber que los que le oyen conocen estos cuentos anteriores. Leídas como las leemos hoy y sin tener en cuenta que son parábolas (1), no alegorías , despiertan perplejidad. ¿Cómo es posible que los primeros rechacen la invitación del Rey? ¿Quién rechaza una fiesta de legítimas nupcias de gente decente -representada por el Rey- en el Círculo Militar? Y ¿cómo es posible que al pobre tipo que fueron a recoger a último momento a los cruces de camino se le pueda reprochar que no esté bien vestido? Si conocemos los relatos que Jesús supone, todo se explica.
Imagen de un banquete hallado en la tumba de la reina Pu´abi de Ur.
Lo del vestido, por otra parte, viene cargado con un largo simbolismo en la antigüedad y en el Viejo Testamento. El vestido era como parte de la persona. En aquellas épocas pocos podían permitirse un guardarropa como el de Frank Sinatra y ponerse un traje distinto todos los días y aún varios, para distintas ocasiones.
La mayoría de la gente no menesterosa tenía uno para todos los días y otro, limpio y más adornado, para los días de fiesta o las grandes ocasiones. Y les duraban, a los no ricos, a fuerza de remiendos, toda la vida. Eran ya como parte de la persona.
Tanto es así que cuando Elías se despoja de su manto, antes de desaparecer de este mundo y se lo entrega a Eliseo, es como si le entregara sus poderes y la continuación de su misión. En la ceremonia de bodas el judío cubre el hombro de su novia con su túnica, para significar que pasan a ser ambos una misma persona, una misma carne.
Al rey, al sacerdote, cuando son coronados u ordenados les cambian de ropa para simbolizar el paso a un estado distinto. Eso se conserva en la liturgia católica: el bautizado se pone ropas blancas. El sacerdote no puede celebrar misa de civil; la monja deja su vida vieja en sus trajes de calle cotidianos y se reviste con un hábito. Aun en la vida profana, al que se recibe, le cortan y rompen el traje viejo.
Pero, además de signo de la persona –y ¡tanto, aún hoy mismo, nos puede decir de un sujeto el cómo se viste!- es ciertamente protección, reserva. Contra la intemperie sin duda, pero también contra la mirada del otro. Eso lo saben todos los estados policiales del mundo, cuando, para humillar a los prisioneros y destruirles la moral, los interrogan desnudos. ¿Quién no ha tenido alguna vez esas pesadillas en donde, de pronto, estando entre gente normal o por la calle se da cuenta de golpe de que está desnudo?
Después del pecado –narra el Génesis- Adán y Eva se avergüenzan de estar desnudos La mirada limpia del hombre se ha desviado. Desnudo, se es ahora objeto de codicia del otro. Así es verdad que “la mirada del otro me cosifica”, -como decía Sartre-. “El infierno son los otros”, es su célebre frase, pero son el infierno por su mirada. Y algo de eso nos dice la Biblia. De allí la necesidad del vestido, del pudor, para que no me tomen como cosa, como objeto de consumo, para proteger la dignidad profunda de mi yo.
Ni Madame Curie, ni la Sra. Thatcher, ni la Madre Teresa necesitan mostrar piernas para ser algo. Las chicas de hoy, como no tienen nada adentro -o poco- buscan mostrarse por afuera. Menos son en su interior. más centímetros cuadrados de epidermis tienen que vender a las miradas.
El torturador necesita desnudar a su víctima para hacerlo sentirse cosa, objeto, no persona y así, quizá, él mismo piense que no está dañando a un ser humano. La que ha perdido el pudor o la verecundia, es porque ya se ha transformado en cosa. Así solo encontrara la mirada codiciosa, no la del amor y cada vez será entonces más objeto; y objeto de consumo.
Delante de Dios, a resultas del pecado, Adán y Eva se sienten desnudos por primera vez y se ocultan detrás de los árboles. “Tuve miedo porque estaba desnudo” –le dicen-. Se dan cuenta, ahora, que algo les falta frente a la majestad divina. Han perdido la gracia, esa especie de vestido que hace posible el acercamiento familiar al Dios trascendente.
Pero Dios no despide al hombre y a la mujer, de la inocencia paradisíaca, sin antes revestirlos Él mismo con túnicas de piel, aún no estrictamente un vestido. Ese recubrimiento no suprime el desamparo, pero es signo de que el hombre está llamados a una dignidad de la cual desde ahora carece.
A partir de entonces toda la Escritura apunta a la gracia, a aquello que nos obtiene Cristo y nos da infundiéndonos su Espíritu y permite hallar la verdadera dignidad del hombre frente a Dios, revistiéndolo con el vestido de la gracia bautismal.
“Despojaos del hombre viejo y revestíos de Cristo”, dice San Pablo.
En fin, no he pretendido sino transmitirles algunos elementos como para volver a leer luego, en casa, la parábola de hoy.
Dios nos invita a Su banquete. Cuidado que el orgullo, o las preocupaciones de esta perecedera vida, del estudio o de Sigaut (2), del sueldo o del noviazgo, de las elecciones o del Maipo, nos hagan posponer o rechazar el convite. No vaya luego a ser tarde y se cierren las puertas.
Y cuidado de que, habiendo entrado, no nos descubran desnudos.
Porque eso es el infierno –decía Santo Tomás-: la tortura de sentirnos desnudos frente a Dios, de tal modo que, para que no nos mire, nosotros mismos buscaremos las tinieblas.
Él, en Su misericordia, nos dejará estar allí, lejos de Su Mirada.
1 La parábola sugiere, sin poderse transportar estrictamente a otro plano, de tal manera que no siempre es coherente en todos sus elementos, ni verosímil. La alegoría , en cambio, puede ser traducida a otro registro, ya que describe y refiere algo que puede ser perfectamente real, tanto a su nivel como al de aquel al cual apunta.
2Lorenzo Sigaut , se desempeñó como Ministro de Economía de Argentina por esa época.