Sermón
Después de hacer revivir, ante el estupor de los presentes, a la hija de Jairo –“Talita, kum”, ¿recuerdan?‑, Cristo indica que le den de comer. Él mismo, después de la resurrección, al aparecerse a los discípulos, para probar que es Él, que está vivo, se hace tocar y palpar. Pero, como ellos no acabasen de creerlo y estuviesen todavía asombrados –cuenta Lucas‑, entonces pide algo de comer. Le dan un pescado y –dice el evangelista‑ lo tomó y comió delante de ellos. Y ahora sí, no hay ninguna duda, el Señor está vivo.
Es que, para la antigüedad, el comer, como el respirar, es una de las señales más evidentes de la vida. Aún hoy nosotros tomamos el apetito como signo de salud, “¡recuperó el apetito!” y su falta como síntoma preocupante. “No quiero, estoy sin ganas”.
Frase que, por analogía y transportada a otras esferas de la vida, ‑“no tengo ganas de nada”‑ son indicios seguros de que algo no anda bien.
Comer y respirar, ambas, señales de vida.
Pero quizá comer, tener ganas, apetito, lleve en su simbolismo vital más fuerza que el mero respirar.
De hecho: las palabras asociadas con la respiración como ‘aire’, ‘aspirar’, ‘expirar’, ‘viento’, ‘garganta’, en diversas lenguas, terminaron por designar en hombre y animales la parte constitutiva del ser vivo, el principio vital y conformante. Pero, en cierta manera, estático. Así ‘alma’, viene del término indoeuropeo ‘atma’ que significa aire. De allí, también ‘atmósfera’ –la esfera del aire‑. ‘Psijé’, en griego, lo mismo, quiere decir, onomatopéyicamente, ‘aire’, de ‘pssss’ el ruido que hace algo cuando se desinfla. Todavía lo usamos en nuestro castellano: ‘psicología’.
De la misma manera ‘pneuma’ –cf. ‘pneumotorax’, ‘pneumonía’‑ o en hebreo ‘ruah’ –viento‑, o el latino ‘spiritus’ o aún ‘nefes’, ‘garganta’, también en hebreo. Todos términos que, en esas lenguas, por sinécdoque con el aire, el respirar, terminan por designar al principio vital, al alma.
Pero las palabras asociadas al comer dicen algo más. Del latín ‘edere’ o ‘esse’ ¡comer! sale el ‘esse’ que significa existir, existencia. Lo mismo en griego el ‘eimi’. Así pues sl respirar habla de supervivencia: el comer, en cambio, de existencia, de crecimiento, de desarrollo. Y, así, ‘alimento’ viene del latín ‘alere’ que significa, primero, ‘promover’, ‘fomentar’, ‘cultivar’, ‘educar’, ‘acrecentar’, ‘aumentar’ y, de allí recién, ‘alimentar’.
El que respira, pues, simplemente ‘es’. Aún respira, aún no ha muerto. Solo ‘existe’ el que come, el que se alimenta, el que crece.
Eso es la vida humana: no simplemente mantenerse en el ‘ser’, en la ‘esencia’, sino desarrollarse en la ‘existencia’, ser cada vez más hombre.
La filosofía existencialista, en sus versiones más aceptables, tiene razón, pues, al afirma que el hombre no debe definirse tanto por su ‘esencia’ ‑por su ‘alma’, por sus ser ‘estático’ y permanente, por las categorías universales, abstractas y atemporales de la lógica, como lo hacía la vieja filosofía griega‑, sino más bien por su vector existencial, ‘temporal’, apuntando al futuro y al progreso, como lo hace el cristianismo.
El hombre no es: ‘ex’‑’siste’, se hace, crece.
¿Quién no sabe que, cuando en la vida uno se deja estar, se contenta sólo con ‘respirar’ y no sigue creciendo, aspirando, queriendo, aprendiendo, estudiando, buscando, inquieto por ex‑sistir, alimentándose de ciencia, de cultura, de música, de amistades, de interese, aún de hobbies, de metas y de empresas, de conquistas y de combates, progresando en el dominio de la profesión, perfeccionándose en la prudencia, en la justicia, en la templanza, en la fortaleza, en la santidad, quien no sabe que cuando dice “ya no puedo más”, “ya no quiero más”, “ya no tengo ganas de nada”, eso ya es lo mismo que ponerse a esperar la muerte? En la vida, decía, san Bernardo, no podemos quedarnos, porque “el que no avanza, retrocede”.
El que no crece empequeñece. El que no come languidece.
Y ¡cuántas cosas hay para alimentarse en esta vida, para crecer, para que, en las coordenadas de nuestra vida, la abscisa tiempo marque siempre curvas trepadoras y ascendentes!
Pero claro que también hay falsas comidas. Porque no solo puedo decir “no tengo ganas de nada”, solo respirar, vegetar, morir, quedarme estancado en la mediocridad, acostumbrarme a la chatura, flaco de mente y de corazón, miniatura de hombre, sino que, más trágicamente aún, puedo equivocarme creyendo que serán capaces de hacerme crecer, existir y vivir, falsos alimentos.
¡Cuántos banquetes inhumanos ofrece a los hombres el mundo de hoy! ¡Cuánta excitación ficticia, drogas que no comida! Dinero, diversión, bullicio, libertinaje, intereses materiales, políticas de rencores y envidias, destapes, supermercados de consumo y de humo; nada que quede, nada que haga crecer.
Crecer, existir, no simplemente tener, consumir, dicen hoy tantas voces que nadie escucha.
Pero eso siempre lo dijo el cristianismo. San Agustín ya definía al hombre no por su esencia, por su ‘respirar’, sino por su ‘existir’, por su ‘apetecer’, por su ‘hambre’. El hombre es –decía‑ ‘capax Dei’, un ‘hambre de Dios’, un impulso vital a crecer alimentándose de Dios y de todo lo bueno que apunta a Dios.
Y por eso a la Escritura y al mismo Cristo les ha gustado siempre hablar de la Vida verdadera, del Cielo, del último destino al cual Dios llama al hombre, en términos de ‘banquete’, en la simbología existencial de la ‘comida’.
Porque Dios no nos llama simplemente a mantener una esencia, nuestra esencia, perviviendo por la eternidad, sino que nos invita a una existencia plena en la cual la eternidad será un continuo asombro de nuevos sabores en el alimento permanente de la Visión de Dios y de la alegría de los comensales.
Banquete al cual nos invita ya, pero al cual llegaremos en la medida en que, desde ya, aceptemos el convite y vayamos alimentándonos de Él, creciendo en El, existiendo para El.
Y por eso Él ya es alimento para nosotros. Ha querido quedarse entre nosotros no como retrato o estatua, no como rey en su trono o presidente en su sillón, no como belleza contemplable o verdad inmutable ‑aunque también todo eso sea‑, sino que ha querido quedarse como Pan.
Esa es la Eucaristía que festejan los congresos eucarísticos , el pan que verdaderamente hace crecer, el preanuncio del banquete definitivo.
Pero pan y alimento no solo en la materialidad del signo de la harina, sino pan y alimento también en la Palabra de Jesús, en sus ejemplos imitados y seguidos, en su guía intrépida hacia los campos de batalla de este mundo, en el rectificar nuestras hambres y aspiraciones, en el ser coherentes ‑en nuestro existir ‘creciendo’‑ con lo que manifestamos cuando venimos a comulgar, en el rechazo de los falsos alimentos de este mundo engañador y en rebeldía, en el abrir nuestras hambres a todo lo noble y grande y bello, en el fructificar en el amor.
Buenos Aires, 1934
¿Quién podrá creernos, por más que comulguemos y hagamos Congresos Eucarísticos, quien podrá creernos, cuando afirmamos que existe una Mesa más allá, el gran Banquete al cual el Rey nos invita, si nos ven atados a las mesas de este mundo, tan apegado a nuestros campos y negocios, egoísmos y placeres, tan matando en nosotros la palabra de Jesús, como los invitados que en la parábola de hoy rechazaron el llamado del Rey?
“Tomad y comed este mi cuerpo”.
Crezcamos y existamos
¡Comamos a Jesús!
Referencia al Congreso Eucarístico Nacional realizado ese año en conmemoración del cincuentenario del Internacional realizado en el país en 1934.