Sermón
Ante los excesos terroristas de la 'Ustachá' de Ante Pavelic , que en Croacia instrumentó la religión católica en su lucha antiservia y antijudía, el entonces arzobispo de Zagreb Monseñor Luis Stepinac, juzgado y condenado por los comunistas en 1946, hecho Cardenal en 1953, pronunciaba en 1942 su célebre homilía de Cristo Rey: "Lo primero que afirmamos -decía- es que todo pueblo, sin excepción, es nada delante de Dios. Lo segundo, que todos los pueblos y todas las razas, sin excepción, provienen de Dios. Lo tercero, que todo pueblo y raza tienen derecho a una vida y tratamiento dignos del hombre. Todos, sin excepción, pertenezcan a la raza de los gitanos o cualquier otra, sean negros o refinados europeos, sean odiados hebreos u orgullosos arios, tienen el mismo derecho a decir "Padre nuestro que estás en los cielos". Y, un poco más adelante continúa: "La Iglesia católica ha levantado su voz en defensa de los derechos nacionales croatas. Pero faltaría a su misión si no la levantara hoy también, con igual firmeza, en defensa de todos aquellos que lamentan tantas injusticias, independientemente de la raza y pueblo al cual pertenezcan. Nadie tiene derecho de asesinar arbitrariamente o dañar de cualquier manera a quienes pertenecen a otra raza o nacionalidad"
Y Stepinac no hablaba de diferencias de religión porque se daba cuenta de que las diferencias religiosas en aquella época se usaban como banderas que ocultaban puras xenofobias, particularismos y luchas de poder. Todos sabemos empero que uno de los sentimientos que separaban fuertemente a croatas y servios era el de pertenencia al catolicismo los unos y a la ortodoxia los otros.
Tristemente para los croatas, en la unificación artificial impuesta después de la guerra por el comunismo, fueron los servios quienes, en medio de terribles matanzas y represalias al accionar de Pavelic, sin distinguir a justos de pecadores, y en odio anticatólico y anticroata se adueñaron del poder central de Belgrado y de su ejército y dominaron todas las diversas etnias y religiones con que se fabricó la Yugoeslavia.
Son éstos dirigentes servios, que ven perder ahora parte de su dominio, quienes han desencadenado la guerra feroz contra Croacia que nos comentan los diarios, aunados su rencor anticroata, su nostalgia del comunismo y su fanatismo bizantino.
Todas nuestras simpatías de católicos están al lado de esa vieja estirpe cristiana que instalada en la antigua Dalmacia, los Alpes dináricos y la Eslavonia, fue durante tanto tiempo la sufrida y valerosa barrera que contuvo el avance otomano sobre occidente. "Antemurale christianitatis", "bastión de la cristiandad", así definían al pueblo croata los papas del Renacimiento. Fué precisamente esta posición de frontera la que contribuyó a su identificación entre fe católica y sentimiento nacional.
Sigamos rindiendo nuestro homenaje de admiración a este sufrido pueblo y, ya que no podemos hacer otra cosa sino simpatizar con ellos y compadecernos lejana e impotentemente de estos hermanos nuestros que sufren persecución, brindémosles el apoyo de nuestra oración.
Ya sabemos que el Occidente apóstata así como en su momento abandonó a los católicos de China, de Vietnam, de Biafra, del Líbano y de tantos otros lugares a su suerte, tampoco moverá un dedo por estos católicos, que tendrán que defenderse solos, sin ni siquiera haber sido oficialmente reconocidos como país. Las potencias son capaces de moverse si son afectados sus intereses económicos y montar ejércitos poderosísimos para defender pozos de petróleo o, cuanto mucho, para defender en nombre de la democracia a un sacerdote apóstata y marxista llegado a presidente por el mecanismo perverso del voto, pero no lo harán para salvar a ningún católico en serio. Al contrario: si pueden los matarán como a ratas, como en Nagasaki e Hiroshima.
Pero, dicho esto, permítaseme agregar que, si bien es cierto que no puede haber auténtico y sano nacionalismo fuera de la verdad católica y al servicio de Cristo Rey, no es prudente identificar el nacionalismo con el catolicismo cuando este último se transforma no en fin sino en instrumento de la Nación y de lo nacional. La nación tiene sentido por Cristo, no Cristo por la nación.
El mismo Stepinac en una pastoral del 1941 escribía, dirigiéndose a los dirigentes croatas: "Yo les pido y les ruego comprometerse para que Croacia se convierta en el País de Dios" -lo cual como Vds oyen es algo distinto a pedir que convirtieran a Dios en el dios del País-. Y advertía: "Solamente si es construido sobre la ley de Dios y no sobre los falsos principios de este mundo, el estado croata descansará sobre sólidos cimientos"
Uno tiene que recordar en aquella misma época cuantos sacerdotes empuñaron sus fusiles a lo Camilo Torres para, dejando de lado su fe, ponerse al servicio de intereses puramente racistas o xenófobos alejados de todo nacionalismo legítimo.
No es que queramos hablar específicamente de Croacia, pero ante las aparentemente grandes transformaciones que está sufriendo el mundo, hemos de tener la clarividencia necesaria para no alegrarnos demasiado de ciertas direcciones que van tomando los acontecimientos y menos todavía cuando se hace bajo el disfraz de lo religioso. Y menos aún cuando algunos creen que se están cumpliendo no se qué secretas profecías de la Virgen.
Es el caso preocupante de Polonia, la supercatólica, en su versión actual de catolicismo liberal y democrático y en donde, lejos de activarse el renacimiento religioso, las aspiraciones del pueblo parecen dirigirse no más allá de la apetencia de los bienes de consumo que le ofrece la sociedad opulenta de Occidente, junto con su libertinaje disfrazado de libertad. Miremos, peor, a Alemania Oriental, Checoslovaquia, Hungría: pornografía, aborto y liberalismo. Ni hablemos de Rusia, la otrora santa Rusia.
Por otra parte, cuando se habla ligeramente de la religiosidad de estos países pareciera no tenerse demasiado en cuenta las estadísticas y los números, sumado a que aún entre los católicos de aquellos lares hay gran confusión entre los fieles y divisiones entre los clérigos: desde los más o menos casados con los regímenes comunistas o con la ideología marxista, pasando por los liberales, llegando a los fundamentalistas. Los estamentos clericales de la Iglesia están lejos hoy de conservar claros los principios católicos. Y, vuelvo a repetir, desconfiemos de los nacionalismos instrumentando lo religioso en favor de puras miras independentistas.
Lo mismo hay que tener claro que la estrategia de los nuevos poderes de este mundo quizá no sea ahora atacar frontalmente a la iglesia, y aún quieran darle algún papel en el nuevo orden, por ejemplo el de bendecir la democracia, los derechos humanos, la libertad liberal y, a lo mejor, codo a codo con Cousteau y Brigite Bardot, el de proteger la ecología. La Iglesia, reducida a papel folklórico, será un adorno más del nuevo orden pluralista.
Como ha afirmado recientemente el Cardenal Groer, arzobispo de Viena, refiriéndose a la reunificación europea: "el sueño de la unidad europea, si privado de Cristo, corre el riesgo de transformarse en una pesadilla. Nos estamos moviendo hacia una enorme acumulación de poder y no tenemos idea de como puede ser utilizado" Y continúa: "Tengo miedo de pensar que la unidad europea pueda facilitar el advenimiento de un Gran Maestre, como lo ha descripto Benson en 'El Señor del mundo' o como de él ha hablado Soloviev. El riesgo -continúa- es más real de lo que se cree: una Europa unida y descristianizada podría llegar a ser un ejemplo terrorífico de un nuevo colectivismo que ejerza un dominio total sobre las conciencias obnubiladas por el hedonismo de masas" -hasta aquí el Cardenal-.
Será pues el momento de tomar en serio las palabras de nuestro evangelio de hoy. Lo que salva a individuos y pueblos no es ninguna moral humana, los mandamientos que decía cumplir el hombre rico que se dirige a Jesús y, mucho menos, una moral basada en principios subjetivos, estadísticos, democráticos, y todavía menos fundada en los derechos humanos suplantando a los derechos de Dios, la moral masónica. Lo que verdaderamente salva es poner toda la vida al servicio de nuestro Señor, la entrega interior de todo lo que tenemos y somos en el amor de Dios y el prójimo y el estar dispuestos, si fuera necesario, a perder todo para seguir a Jesús.
Pretensiones que él tiene no como un Maestro bueno, como un Gran Maestre, un gran gurú, un grado 33, un führer, porque para exigir esa entrega "solo Dios es bueno", sino, precisamente, como aquel que, epifanía de Dios, es capaz de transformar nuestra frágil mortalidad en vida perenne. Y capaz aún de rescatar de su fugacidad histórica a las naciones, si ellas, a la manera de España, que condujo a Cristo al nuevo mundo, tal cual algunos lo hemos recordado ayer, se pone al servicio de esta misión. España fue grande porque se puso al servicio de Cristo y no porque se quiso servir de El.
Porque así como el hombre por naturaleza está llamado a realizarse en la sobrenaturaleza, en la gracia, así también todo lo humano para que pueda conservarse humano ha de ponerse al servicio de éste fin, de la santidad. También lo nacional o se hace cristiano o se hace inhumano, racista y opresor.
Es la santidad o no la que en última instancia mide el éxito o el fracaso de una vida humana.
Y aún dentro de lo humano hay un orden de valores: mi éxito se medirá más por mi capacidad de relacionarme humanamente, de formar una familia, de querer a mi mujer, de educar a mis hijos y de conservar a mis amigos que por mi eficiencia productiva, técnica, bancaria, económica o científica. En toda vida humana bien encaminada el trabajo y el éxito económico no pueden estar por encima de la salud; y la salud o el confort físico no pueden ir en desmedro de lo ético, de lo humano y, finalmente, lo humano no puede hacerse superior a lo cristiano. Trabajo para vivir, vivo para conocer y amar, conozco y amo, para de allí elevarme al conocimiento, amor y servicio de Dios y así obtener la vida eterna.
También las naciones, las sociedades, han de respetar este orden. El trabajo y el capital han de subordinarse a la economía, la economía a la política y a la moral, la política y la moral a la religión, a Cristo, a Dios.
Nadie está en contra de la economía de mercado, de los sanos principios de libertad económica, de la propiedad privada, al contrario: a pesar de algunas predicas clericales subversivas y extraviadas, estos principios fueron defendidos siempre desde la doctrina del orden natural enseñada oficialmente por la Iglesia y pertenecen, por otra parte, al campo de competencia autónoma de las ciencias económicas. No estamos en contra de ninguna manera, al contrario, de que se desmonten los aparatos estatistas y socialistas que en manos de oligarquías corruptas han sumido en una cada vez mayor miseria a los mismos que estos sistemas afirmaban querer defender.
Dios quiera que los países -inclusive el nuestro-, con más sanas pautas económicas, generen cada vez mayores riquezas capaces de distribuirse entre una mayor cantidad de gente.
Pero de ninguna manera queremos que esto se haga a costa de los intereses nacionales, éticos y políticos, porque sabemos bien de la corrupción que es capaz de inducir en el hombre la abundancia, si privada de pautas morales y de la gracia de Cristo y sabemos bien cuantos intereses del espíritu pueden venderse por un plato de lentejas. Amén de que sin sentido ético, sin Cristo, sin política cristiana, sin esa sabiduría que prefería Salomón a todas las riquezas, la libertad económica, con los solos frenos de los mecanismos del mercado y de la competencia, puede transformarse en instrumento perverso de ilegítimos dominios y de depravación.
La libertad económica no puede sanamente ejercerse con la ética liberal. -Si bien es cierto que peor todavía es esa misma ética liberal sin libertad económica-.
Pero es inútil que acá hagamos teorías políticas, porque ya el futuro del país ha dejado de estar en nuestras manos. Se ha elegido insertarse en el Nuevo Orden Mundial. Quizá no había posibilidad de otro camino. De todas maneras, sin ejército, sin conciencia nacional, sin educación moral, sin espíritu católico, la Nación como tal se diluirá. Ojalá que al menos alcancemos prosperidad económica.
Pero si ésta algún día llega, enseñemos desde ya a nuestros hijos a no dejarnos obnubilar por la riqueza, ni porque la tengamos, ni porque desesperemos de alcanzarla. Desde el vamos renunciemos interiormente a ella. Ojalá seamos ricos, pero para poder poner toda nuestra riqueza a los pies de Jesús y al servicio de Dios y del renacimiento de la Patria y de nuestra perfección humana y cristiana y no que transformen para nosotros la puerta del cielo en el ojo de una aguja.
Ojalá pudiéramos construir naciones que se pusieran al servicio de Cristo, ellas si obtendrían el ciento por uno en esta tierra y en el futuro la Vida. Cuidémonos en cambio de las naciones y de los poderes y de los movimientos que quieren servirse de Cristo, porque, como sucede también en nuestra vida personal, si en vez de servir a Dios queremos servirnos de el, una vez obtenido lo deseado o dándonos cuenta de que para obtenerlo no lo necesitamos, dejaremos a Cristo de lado y nos sumaremos alegremente al gran aquelarre de este mundo.