Lectura del santo Evangelio según san Lc 17, 11-19
Y sucedió que, de camino a Jerusalén, pasaba por los confines entre Samaría y Galilea, y, al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!» Al verlos, les dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes.» Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios. Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano. Tomó la palabra Jesús y dijo: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?»
Sermón
El relato de la curación de Naamán el sirio, que hemos escuchado en la primera lectura, se remonta a hechos acaecídos hacia el año 840 y pico antes de Cristo. Es probable que el episodio tomara la forma de relato cien años después, cuando se compuso un ciclo de narraciones, más o menos legendarias, respecto del profeta Eliseo. De todos modos la inclusión final del cuento en el libro de los Reyes y su última redacción con las pertinentes correcciones deben haber ocurrido recién hacia los años 500 antes de Cristo, después del exilio, cuando la teología judía estaba sumamente desarrollada.
Aún así, la descripción conserva detalles originales muy arcaicos, por ejemplo, el hecho de que Naamán, para poder seguir adorando a Yahvé, el Dios de Israel, allá en su lejano país de Damasco, se lleva cargada, en dos mulas, tierra de Israel. Es como si en aquella época no se reconociera aún a Jahvé, el Señor, como Dios de todo el universo, sino solo de la nación y tierras judías, y se admitiera que en otros territorios podían reinar otras divinidades. Como se ve una forma de concebir a lo divino sumamente primitiva, casi supersticiosa.
En realidad la constatación de que Yahvé no es solamente el dios de Israel, sino el señor del universo es una afirmación a la cual llegarán los pensadores judíos con total claridad precisamente en la época del exilio, hacia mediados del siglo VI antes de Cristo, cuando se compone el famoso poema de la creación del primer capítulo del Génesis. Allí si, ya claramente, el pensamiento judío se eleva a la afirmación de un Dios trascendente al universo, que no se confunde con ninguna de sus partes ni de sus fuerzas y que no puede ser localizado en ningún lugar porque su dominio alcanza a todos los horizontes del cosmos, desde las más lejanas estrellas hasta el último rincón de la tierra.
Desde entonces la teología judía alcanza la clara vivencia de que el Señor no es solamente quien en medio de un mundo que marcha por si solo de vez en cuando interviene en favor de su pueblo cuando éste se lo solicita, a la manera de un genio poderoso a quien hubiera que llamar la atención para que acuda en nuestra ayuda, sino que el Señor es quien constantemente mantiene en su existencia todas las cosas manejando hasta el más pequeño de los detalles. Nada es ajeno a la atención divina, ya que hasta la más infima brizna de ser existe porque Dios la mantiene en la existencia. Esto hace, al mismo tiempo, que la esperanza de Israel y su confianza en Dios vaya más allá del tenerlo como comodín para arreglos o triunfos mundanos. El Dios que crea el universo y maneja la historia puede fundar una esperanza que vaya más allá del mismo universo, más allá de la historia.
Esto transforma profundamente la oración de los israelitas. Ya no se trata -como en otras religiosidades supersticiosas-de tratar de captar la atención del genio o dios para que acuda en favor nuestro en esta o aquella necesidad. Si Vds. hojean los salmos -colección de plegarias cantadas por los judíos en el templo de Jerusalén- verán que su parte más importante es ocupada por himnos de alabanza y acciones de gracia. La oración más noble -desde entonces- no es aquella en la que pedimos a dios favores, aunque ello sea lícito y, amén de ser muestra de confianza en Dios, algo connatural a nuestra pequeñez de creaturas.
Pero el hombre se eleva en verdadera oración cuando, desde su confianza en el Dios todopoderoso que maneja providentemente todo en favor de sus elegidos, como dice San Pablo, se da cuenta de que no solo es gratuito aquello que extraordinariamente Dios nos concede más o menos en forma de milagro cuando se lo pedimos, sino que simplemente todo, la propia vida, la propia existencia, descansa en un acto libérrimo de amor y poder de un Dios que me sostiene constantemente en el ser y que si dejara de pensar en mi, si me dejara de amar un solo instante, desaparecería yo en el aire.
El cristianismo no puede ser solo el recurso mágico para intentar solucionar nuestros problemas personales. El cristianismo es antes que nada la conciencia de una salud y una salvación que ya nos ha traído Jesús y la actitud gozosa de alabanza y agradecimiento a Dios por el existir que nos ha dado, por el manejo providente que a pesar de sus oscuridades hace de nuestras vidas y por la salvación definitiva en el cielo que nos ha conseguido en Cristo y que nos promete con su poder de dominador del Universo.
El Señor es el creador, es el dueño de todo, no solo de este o aquel rincón de tierra, no le debemos solo este o aquel favor: le debemos todo: el existir y el vivir, el pasado y el futuro, y sobre todo el futuro, cuando él también a nosotros nos diga el día de nuestra muerte, después de una verdadera vida cristiana en alabanza y acción de gracias: "tu fe te ha salvado"