Sermón
Allá por el famoso año del centenario, a principios de siglo, nuevos ricos se asomaban al prestigio de la fama, la buena vida y el poder. Las familias tradicionales de Buenos Aires -que, como es sabido, eran menos tradicionales y aristocráticas que las del interior- se habían en su mayoría empobrecido. Tristemente, la mayoría de la dirigencia porteña no había sabido ocupar su lugar digna y responsablemente, y había dilapidado sus fortunas en París, o tratando de imitar a París en Buenos Aires.
Para salvarse de la decadencia y la pobreza, muchos contrayeron enlaces matrimoniales con los nuevos ricos. Pero, los, o las, primeras que lo hicieron recibieron el vituperio y la mofa de los miembros de su clase.
Así fué sonado el caso de una señorita de linajuda familia -a quien no voy a nombrar- que se casó con el hijo de un riquísimo comerciante, de apellido lamentable e irremediablemente italiano. No solo poquísimos se atrevieron a ir al casamiento, sino que una de sus amigas cogotudas le mandó de regalo una fuente de plata ¡llena de tallarines!
Con esa dirigencia frívola e irresponsable ¿quién se va a extrañar de lo que pasó luego en nuestro país? (Y lo que está pasando ahora...)
En fin: es posible que nuestra parábola de hoy, según relatos paralelos de la época, tal cual fué contada por Jesús, refiriera un hecho semejante. Un publicano que, enriquecido en el desempeño de su indigno oficio, para ascender en la escala social quiere festejar con esplendidez las bodas de su hijo y, a ese fin, invita a los nobles ricos del entorno para que se alleguen a su mesa. Ellos con desdén, uno tras otro, le ofrecen sus excusas. El publicano, despechado, lleno de indignación, en revancha invita a todo el mundo. Los ricos ven como el banquete se llena y como a ellos, finalmente, se le cierran las puertas.
La parábola, así, en labios de ese hombre de buen humor que fue Jesús, es un cuento gracioso que le sirve para explicar porqué sus seguidores son publicanos, pecadores y hasta mujeres de mala vida, y no grandes sacerdotes, saduceos, fariseos, nobles y aristócratas.
Pero hoy, nosotros, hemos leído la parábola corregida por Mateo muchos años después. También existe otra versión, la corregida por Lucas; y otra en el evangelio apócrifo de Tomás. Cada uno le ha dado su matiz o sentido propio. Lucas , por ejemplo, insiste en las excusas, y transforma la parábola en una enseñanza de como las preocupaciones de esta vida -y sobre todo las riquezas- son capaces de hacer sordos, a los hombres, al llamado de Jesús.
Mateo está en otra. En su comunidad judeo-cristiana de Siria de los años setenta y pico, está intentando explicar el escándalo de porqué finalmente la Iglesia comienza a llenarse de paganos y, en cambio, el judaísmo oficial se ha quedado afuera.
Y así, Mateo, transforma el cuento en una especie de historia figurada. Por eso los hechos se alejan de la vida concreta, como sucedía en el relato original. El publicano es ahora un rey, no un particular; y las situaciones pierden credibilidad, por lo cual hay que leer la fábula más como una alegoría que como una parábola. Es del todo increíble, p. Ej. el que, entre invitación e invitación, se mande un ejército a destruir una ciudad; es ridículo que el rey exija traje de bodas a un mendigo a quien acaba de obligar a entrar al banquete.
Pero Mateo, a partir de la parábola dicha por Jesús, cuarenta años después, reescribe una alegoría que pretende contar a los suyos la historia de la salvación. Los que van a invitar son, ahora, varios mensajeros, no el único sirviente de Lucas, y van no una, sino dos veces. La primera, representa a los profetas que anunciaron lejanamente la llegada del Reino; la segunda, son los predicadores cristianos, después de la Resurrección, que anuncian que el Reino ya ha llegado y el banquete está servido. El rechazo y las excusas, hablan de la sordera de los dirigente judíos, y de la persecución que desatan sobre la joven iglesia.
La ciudad destruida es Jerusalén, tomada por los romanos; desastre que Mateo interpreta como un castigo de Dios, por haber los judíos rechazado el cristianismo.
Y, finalmente, la última invitación, es la que hace la Iglesia, ahora fuera del judaísmo, a todos los hombres -por eso los servidores salen de la ciudad a los cruces de los caminos-.
Hasta allí, Mateo ha explicado el porqué de la transformación de un movimiento nacional, abierto solo a los hermanos de raza, en un movimiento universal, abierto a todos.
Pero esto no conforma a Mateo. El sabe que ya no se requiere más la pureza legal, los ritos judíos, la circuncisión, y que la fé en Cristo suple todo eso. Pero no quiere dar lugar a abusos y que se piense que, como ya no corren las exigencias véterotestamentarias, basta ser bautizado para alcanzar el derecho al Reino. No: es necesario comportarse de un modo acorde a la vocación cristiana. De allí que, a la parábola primitiva, Mateo añada ese apéndice extraído de otro cuento: la descortesía y falta de respeto de un hombre que fué a una fiesta sin llevar la ropa apropiada y por eso fué expulsado.
Pues bien, hasta aquí hemos explicado la parábola, tal cual probablemente sonó en labios de Jesús, y tal cual la entendió, luego, al escribirla, Mateo.
Por cierto que también tiene algo que decirnos a nosotros, aunque ya la circunstancia original del asombro de porqué los judíos rechazaron el cristianismo no exista más.
No creer, como creyeron las clases dirigente judías, que haber nacido cristianos es solo un privilegio, que se puede poseer pacíficamente. El cristianismo ha de ser una bomba en el corazón de cada uno; una instancia constante a crecer y rompernos todo por Jesús; un ansia de perfección que tiene que hacernos buscar todos los días y cada vez más lúcidamente caminos de oración y santidad. Nadie puede decir tan sencillamente: soy cristiano, me porto bien, es suficiente.
Ese es el sentido de las peregrinaciones, como la que ayer se hizo a Luján y como, desde todos los tiempos, los cristianos han hecho a Roma, a Jerusalén, a Santiago... La imagen casi sacramental del vivir cristiano: el caminar siempre hacia adelante. " Navega mar adentro ." Como decía San Agustín: " Si autem dixeris: sufficit, et peristi ..." " El día que digas ¡suficiente!: muerto estás. Crecé siempre; avanzá siempre; caminá siempre; no te quedes en el camino, no recules, no te desvies: El que no avanza, retrocede ..." "rémanet, qui no proficit ".
Si: Cristo siempre te llama a crecer, a mejorar, a transformarte. Aún no has llegado, aún no has entrado. Y para eso te manda mensaje tras mensaje. Quizá ya no lo escuches; quizá ya te has puesto tu toga de fariseo y tu sonrisa de bueno, de hombre honorable; o quizá te conformes con ser un cristiano a medias, y ya no quieras cambiar. Quizá, sin darte cuenta, ahogues las palabras de sus mensajeros en tu corazón, quizá prefieras decir " ¡Hoy no tengo tiempo! el campo, los negocios..., mañana lo haré, algún día lo he de intentar ..."
Quizá también, un día, sin darte cuenta, te encuentres sin fortuna, malgastados tus bienes. Y, con tu traje viejo, arrugado, ajado, indigno, seas echado de la fiesta.
"Si autem dixeris: sufficit, et peristi. Semper adde, semper ambula, semper profice; noli in via remanere, noli retro redire, noli deviare. Remanet, qui no proficit..." Serm . 169, 15, 18.