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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1997. Ciclo B

28º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Marcos   10, 17-30
Cuando se puso en camino, un hombre corrió hacia él y, arrodillándose, le preguntó: Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?» Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Tú conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no perjudicarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre» El hombre le respondió: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud» Jesús lo miró con amor y le dijo: «Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme» El, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes. Entonces Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios!» Los discípulos se sorprendieron por estas palabras, pero Jesús continuó diciendo: «Hijos míos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios» Los discípulos se asombraron aún más y se preguntaban unos a otros: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?» Jesús, fijando en ellos su mirada, les dijo: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios, por­que para él todo es posible» Pedro le dijo: «Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» Jesús respondió: «Les aseguro que el que haya dejado casa, hermanos y hermanas, madre y padre, hijos o campos por mí y por la Buena Noticia, desde ahora, en este mundo, recibirá el ciento por uno en casas, hermanos y hermanas, madres, hijos y campos, en medio de las persecuciones; y en el mundo futuro recibirá la Vida eterna»

Sermón

Una de las menos bufonescas y obscenas comedias de Aristófanes, el conocido comediógrafo griego del siglo IV antes de Cristo, plena de fina ironía y agudeza, es Pluto, dedicada no al perro del ratón Mickey, sino al viejo dios griego de las riquezas, hijo de Deméter y Yasión .

Según Aristófanes, Pluto, el dios del oro, está ciego y distribuye sus bienes al azar, enriqueciendo a todos los bribones e intrigantes y dejando en la miseria a los hombres virtuosos y trabajadores. Pero cuando un honrado labrador, Cremilo, obedeciendo a un oráculo de Apolo, trata de devolverle la vista, tiene que discutir violentamente con la Pobreza , Penía , que se interpone, defendiéndose ella como la causa de todos los bienes. Una vez recuperada la vista gracias a los cuidados de Cremilo en el templo de Esculapio, y comenzando a distribuir los bienes solo a la gente honesta, se arma en efecto un lío bárbaro en la sociedad y Aristófanes lo representa en las quejas, sucesivamente, de un funcionario corrupto, una anciana libidinosa, un sacerdote de Zeus y finalmente del mismo Hermes, lamentando la situación a la que los ha reducido la curación de Pluto.

Hay que tener en cuenta que la antigüedad no identifica la pobreza con la mendicidad o la extrema miseria. Precisamente en Pluto, cuando la pobreza es acusada de múltiples males, reacciona indignada y dice " Vosotros confundís pobreza con mendicidad. La vida del mendigo que acabas de pintar consiste en vivir sin poseer nada; la del pobre, en cambio, en vivir con economía, en trabajar, en no tener nada superfluo ni carecer de lo necesario". Por otra parte, cuando se describe al rico no se lo presenta como un próspero industrial, empresario o comerciante, sino a un poseedor ocioso y obeso de bienes de fortuna. Por eso, en "Pluto", la pobreza sostiene, para defenderse, que si todos fueran ricos nadie haría nada. Dice: si yo no existiera" ¿habrá quien quiera forjar el hierro, construir naves, coser vestidos, hacer ruedas, cortar cueros, fabricar ladrillos, lavar, curtir, arar los campos, segar los dones de Deméter...?" Así pues, pobre, en la antigüedad es simplemente el que vivía de su trabajo y rico el que podía entregarse al ocio sin hacer nada. Son categorías muy distintas a las nuestras.

Por otro lado, era común pensar que el rico era un personaje inescrupuloso, que había llegado, él o sus padres o abuelos, a la posesión de sus caudales despojando de alguna manera a los demás. En la economía de entonces la cantidad de bienes y tierras a repartir era limitada y, lo de más que tenía uno, no lo podía tener el otro, con lo cual, se pensaba, en toda posesión excesiva había siempre un cierto grado de rapiña. No era la economía de nuestras días en donde los bienes son pasibles de multiplicarse casi indefinidamente y la tenencia de riquezas puede ser perfectamente -aunque no lo sea siempre- premio a quien se ha mostrado industrioso o talentoso, y benefactor por ello de la sociedad.

Pero entender nuestro evangelio tanto desde la concepción económica actual como desde la popular de Aristófanes nos llevaría a mal comprenderlo, como si se tratar de una especie de pasaje marxista, anticapitalista.

Porque en realidad Israel era un excepción a estas maneras comunes de pensar. Como para el pueblo judío no existían ni el hado, ni el acaso, ni la fatalidad, ni la fortuna, ni el azar, ni Pluto, ya que todo lo manejaba el único omnipotente y justísimo Dios, era, según ellos, de todo punto de vista evidente que su justicia no podía repartir males a los buenos y bienes a los malos, sino al contrario. Esta sencilla ecuación -premio al bueno, castigo al malo- los llevaba a pensar que, indudablemente, aquel que era aquejado por alguna desgracia o carencia debía estar pagando las culpas de algún pecado, de algún extravío, de alguna maldad. En cambio el rico, evidentemente favorecido por Dios, debería sus riquezas ciertamente a su honestidad y cumplimiento de la ley. Ser rico venía a ser casi sinónimo de ser justo. (Algo de esto lo tomará luego el protestantismo calvinista: ser prósperos es signo de predetinación. Allí ven Sombart y Weber el origen, en los países anglosajones, del capitalismo contemporáneo.) De hecho, a decir verdad, las altas familias de la aristocracia saducea y aún farisea de la época de Jesús, que solían ser, por su relación con el próspero templo y los negocios de Jerusalén, bastante, cuando no enormemente, ricas, tenían, en general, una conducta exteriormente digna, regulada por precisas convenciones sociales y religiosas. Será Jesús el que los tilde de sepulcros blanqueados, llenos por dentro de soberbia y de rapiña. Pero eso no aparecía tan fácilmente a los ojos de cualquiera.

Aún así, es verdad que esta distribución de dichas y desgracias según el cumplimiento o no de la ley ya había sido puesto en crisis por la sabiduría popular. El libro de Job es una desgarrante lamentación de un hombre probo y justo, Job, que, a pesar de haber llevado una vida honestísima y en un todo de acuerdo con la ley de Dios, se ve abatido por desdichas sin fin, desde la enfermedad, pasando por la pérdida de toda su fortuna, hasta la muerte de sus hijos. El libro finalmente no ofrece respuesta cabal. El autor de la narración resuelve la situación -'deus ex machina'- haciendo que Job recupere la salud, toda su fortuna y nuevos hijos. Pero la cosa en la experiencia real no resultaba convincente.

Algunos habían intentado despachar el problema aduciendo que aún cuando el desafortunado no hubiera pecado, era seguro que sí lo había hecho algún familiar, o pariente o antepasado. Pero el profeta Ezequiel se había rebelado a esa falsa justicia y había defendido la responsabilidad plena individual ante Dios de cada uno. ¿Porqué debería uno pagar la culpa de otros, por más allegados que fueran?

Empero en la época de Jesús aquella mentalidad subsistía. Basta recordar como, frente al ciego que encuentra Jesús en el templo, sus discípulos le preguntan, " Maestro ¿quién habrá pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego? " Y la respuesta definitiva y tajante de Jesús: " ni él ni sus padres han pecado, nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios "

Este es el contexto desde el cual hay que entender, en el evangelio de hoy, el desconcierto de los discípulos frente a la sorprendente afirmación de Jesús respecto a la casi imposibilidad humana de la salvación de los ricos. Si precisamente ellos que por sus riquezas muestran el especial favor de Dios no pueden salvarse ¿que podrían esperar los demás?

Pero aquí no se trata solo de bienes materiales. Es sabido que la riqueza siempre ha estado identificada o estrechamente aliada con el poder. En la antigüedad apenas se distingue el poderoso del rico. No se trata de categorías económicas, sino de categorías sociológicas, políticas. El rico es el poderoso que maneja su vida y la de los demás. El pobre no es tanto el que carece de todo sino el que percibe que su existencia y su vida depende de decisiones que no son suyas.

Para nuestro hombre rico del evangelio de hoy su problema no es tanto el estar apegado a sus riquezas como tales, sino al tener que renunciar a la posición social que ellas implicaban, a su honor, a su familia, a su libertad política, a su estatus, sobre todo al poder manejar su vida.

Que esto tiene que ver con lo religioso lo muestra la misma actitud de este hombre frente a los mandamientos. Como buen rico que era, favorecido por Dios, afirma que cumple los mandamientos. Y sin duda que eso está bien; por eso Jesús lo mira con amor -dice el evangelio-. Pero es una mirada de amor teñida de una cierta pena. El hombre ha contestado demasiado rápido, demasiado seguro de si mismo. La seguridad que posee al enfrentar la vida respaldado por sus riquezas y su poder se traduce en esta actitud inconscientemente segura de si misma frente a Dios. Con la misma postura con la que puede pagar todos los favores y mover cualquier influencia comprándola con su dinero, cree que para conseguir la vida le basta pagar a Dios el cumplimiento de los mandamientos. Así como el ser honesto le garantiza que Dios le seguirá siendo propicio en su fortuna en esta tierra, así adquirirá el Reino observando los mandamientos.

La relación con Dios se confunde con una especie de contrato, de negocio, yo acato su ley y sigo sus reglas, Él, en justicia, tiene que premiarme: si no siempre en la tierra, al menos arriba. Es la actitud del rico que condena el evangelio, la del que cree tener tarjeta de crédito en el cielo por sus obras, la del que reduce las relaciones con Dios a un asunto de ética, de moral...

Pero precisamente en estas frases y situaciones se evidencia toda la diferencia que hay entre el cristianismo y cualquier otra clase de concepción más o menos religiosa. O entre la vida Eterna que Dios nos ofrece y cualquier otra concepción de un premio o castigo de ultratumba. Como por ejemplo los supuestos campos elíseos o paraísos, una especie de premio prometido para inducirnos a portarnos bien en este mundo; o los terrores del averno, el hades, el báratro, castigos pavorosos que nos apartarían de proceder mal si los premios anteriores no fueran acicates suficientes. No: la vida eterna no es un premio, es un ofrecimiento que Dios nos hace más allá de cualquier posibilidad humana, de cualquier ambición que podamos tener de felicidad en esta tierra, de cualquier sueño que fuera legítimo desear, ni -mucho menos- bien que pudiéramos adquirir. Y el castigo estrictamente no existe, es simplemente, por imbéciles, perdernos esa posibilidad que Dios nos ofrece, preferir la muerte en vez de la vida, ser privados del cielo. Ese cielo que solo podemos obtener abriéndonos en amor a la esperanza del don de Dios. Porque "lo que es imposible para el hombre sí es posible para Dios". Apertura tanto más difícil cuando más conformes estemos con lo que somos, con lo que tenemos, con lo que podemos comprar con nuestras riquezas, con lo que manejamos.

Todo el evangelio es una muestra de cómo es más fácil elevarnos a Dios en una actitud verdaderamente religiosa desde la pobreza que desde el poder. La actitud del que compra no sirve para obtener lo que solo puede conseguirse por gracia, pidiendo, aceptando ser ayudado, amado, cuidado.

El mismo pecado, -extrema pobreza, ese sí-, puede ser mejor ocasión de verdadero encuentro con el Dios misericordioso que la autosuficiencia de una conciencia pagada de si misma.

Nadie dudará de la importancia de la moral, ciertamente en el orden de la política y las relaciones entre los hombres, pero sería bueno de una vez tener en claro que la moral entra casi como secundaria en la relación con Dios. Antes que nada se trata con El de una relación de amor. Y más que del amor que le tenemos, del que nos tiene El a cada uno. Un amor inexplicable, gratuito, fuera totalmente de nuestro poder adquisitivo. Nada le ha dado en el origen nuestra nada cuando por amor nos mantiene en la existencia; nada le hemos dado para que nos hiciera llegar al bautismo y nos elevara a la gracia; nada podremos darle porque nos lleva a la Vida eterna. El puro amor divino hace y hará todo eso en la medida en que nos dejemos amar e intentemos devolverle en nuestra vida como podamos algo de amor. Es allí donde finalmente se inscribe la ética como un tímido intento de devolver en concreto obras de amor al amor de Dios.

Y eso no obedece a que Dios quiera humillarnos para que solo consigamos sus favores desde la carencia, sino que realmente lo que El quiere darnos, que es su misma vida divina, está, de por sí, infinitamente alejada de nuestras posibilidades y riquezas humanas. Solo arrojándonos como pobres, como niños en brazos de Jesús, dándonos todo a El, en la oración, en el reconocimiento de su amor por nosotros, en la confianza ciega de que todo lo que nos sucede, por más terrible que sea, lo maneja Dios -como dice Jesús hablando del ciego de nacimiento- "para que se manifieste en nosotros la obra de Dios" , no la obra de nuestras menguadas fuerzas; solo así podremos entrar en el amparo de su amor y acceder, llevados por su poder, a la Vida eterna.

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