Sermón
El de las bodas es un tema bíblico por excelencia y la imagen nupcial muy tempranamente fue utilizada por los profetas para significar las relaciones de Dios con su pueblo. El mismo Jesucristo ha utilizado esta figura en varias ocasiones y la Iglesia primitiva ha gustado verlo precisamente como el novio que llega. Hay que decir, empero, que, estrictamente, nuestra traducción de hoy se deja llevar por uno de los significados del término ' gámos ' que, en griego clásico, es efectivamente 'matrimonio'. Sin embargo, en el griego bíblico de los setenta, que es el que utiliza Mateo, 'gámos' es sencillamente la traducción del hebreo ' mishetéh ', comida en la cual se bebe mucho vino, del verbo ' shatah ' que significa beber. Por lo cual de lo que habla el evangelio hoy no es de un banquete de bodas, sino sencillamente de un banquete festivo, tal cual lo vierte quizá más correctamente el pasaje paralelo de Lucas que lo llama simplemente ' deipnón mega ', gran comida.
Jerusalén era justamente famosa por sus grandes comidas. No hay que olvidar que el templo era prácticamente un matadero ¡y aún una enorme parrilla! en donde las víctimas de los sacrificios, terneros, ovejas y cabritos, repartían sus despojos entre el altar, los sacerdotes y los donantes que se los llevaban para comer festivamente. Pero, hacia comienzos de nuestra era, cuando la prosperidad de la ciudad era enorme, gracias a la continua afluencia de peregrinos judíos de todo el mundo -afluencia permitida por la paz de Augusto y la seguridad de las rutas romanas-, la grandes familias competían entre si para ver quien ofrecía los más fastuosos banquetes a sus invitados.
El anfitrión que daba una recepción se distinguía, sin duda, por el número y calidad de los invitados, pero, sobre todo, por el buen servicio a sus huéspedes. Para la ocasión era costumbre contratar un cocinero de gran precio. Había empresas dedicadas a ese menester encabezadas por una especie de chef rodeado de un séquito de ayudantes y servidores que, si tenía éxito, a veces era solicitado desde lejanas ciudades. No todo eran rosas, por supuesto, porque si le salían mal las cosas, debía reparar la vergüenza que hacía pasar al dueño de la casa, de acuerdo a contrato, con una multa proporcionada a la categoría del anfitrión y de sus invitados. Aunque el judío en sus comidas bebiera agua de sus frescas fuentes, leche, vinagre cortado con agua, jugos de frutas, cerveza... era sabido que todos esos líquidos no eran nada al lado de la bebida por excelencia: el vino. "El vino que alegra el corazón del hombre" dice el salmo 104, "¿Qué vida es la de los que del todo carecen de vino?" eleva su desolada voz el libro del Eclesiástico.
Vino tinto el palestino, espeso, rico en alcohol y en tanino. No se solía cotidianamente servir puro, sino con agua o, siguiendo la costumbre romana, a veces se aromatizaba con tomillo, canela, flores de rosa y de jazmín. Pero, en las grandes ocasiones y casas se bebía puro, sin agua, en copas de metal -ya que las de barro eran impuras para el judío- y, entre los muy ricos, en copas de cristal, raras en aquella época. Se bebía profusamente y, en realidad, el éxito de un banquete generalmente dependía de la abundancia y calidad del vino, por lo cual uno de los primeros intereses del cocinero era averiguar cuanto vino había en las bodegas del que lo contrataba y de qué cualidad. Un antiguo dicho rabínico afirmaba:"Cualquier plato es capaz de ser mejorado si lo acompaña una bermeja copa de vino del Hebrón". No es extraño, pues, que el término banquete en hebreo derive de la raíz 'beber'.
Y no era solo comer y beber, porque, cuando la animación alcanzaba su punto culminante, se ponían sin más a danzar, generalmente danzas varoniles, de vigorosos zapateos, a batir palmas, a cantar, a veces, a decir verdad, algo destempladamente. No es una figura muy piadosa, pero nos gusta imaginar a Pedro, a Santiago y a Juan, en las bodas de Caná, bailando ruidosamente después de haber bebido el abundante y exquisito vino del Señor.
Banquete, pues, era sinónimo no solo de 'comida' y, mucho menos, de 'almuerzo de trabajo', sino de fiesta, de reunión amical, en donde el comer creaba vínculos más que gastronómicos y el beber aflojaba las tensiones e inhibiciones acortando distancias y fomentando transparencia y espontaneidad. En aquella gente resultaba la máxima expresión de la alegría de vivir. Realidad y símbolo del gozo de estar juntos, de compartir, del saberse unidos y amigos y, entre los más pobres, ocasión de sentirse por un día ricos despilfarrando a lo mejor comida y bebida que luego faltaría durante el año.
Algo de eso se conserva hoy en nuestras fiestas de nochebuena y, quizá, todavía en los banquetes de bodas. La tarjetita que acompaña a la invitación a la ceremonia religiosa y que es promesa, también entre nosotros de vino, comida y fiesta, aunque nos obligue a un regalo más importante que el de la mera participación, siempre es un gesto de especial amistad.
Existían entre los judíos arraigadas costumbres respecto a la forma de invitar. El invitado esperaba que le fuesen comunicados, con mucha anticipación, el día del encuentro y los nombres de los restantes comensales -no era cuestión de mezclar su nombre con cualquiera- y que, independientemente de esa invitación anterior, fuese llamado el mismo día del banquete por medio de nuevos mensajeros.
Una tela colgada fuera de la casa indicaba a los invitados que aún era tiempo de entrar y ser recibidos: no se quitaba dicha tela hasta después de haber servido los tres platos de entrada, cuando hubiera sido descortés ingresar. (Algo de eso se podría hacer en las entradas de las Iglesias en el comienzo de las misas).
En Jerusalén hubo banquetes memorable por el número de participantes. Marco Agripa , en su visita a Jerusalén, y Arquelao , a la muerte de su padre Herodes, invitaron a toda la población. Por cierto que el único lugar que podía contener tanta gente era el patio exterior del templo, el atrio de los gentiles.
Pero normalmente el número de invitados era muy inferior. Debemos recordar que, según la costumbre romana adoptada por los judíos de pro, se comía en los triclinios, reclinados en una especie de anchos sofás donde cabían transversalmente tres personas y que, por lo tanto, ocupaban más lugar que sentados. Sólo grandes salas, escasas salvo en los palacios de los grandes, podían reunir gran cantidad de gente.
Es claro que en la parábola de hoy se trata de un banquete ofrecido nada menos que por un rey. Rey que no podía invitar a palacio sino a lo más granado, bien nacido y linajudo de la sociedad. Aún así, en el reino imaginario de la parábola, muchos debían ser los invitados.
Sin más que el hecho de que estos invitados rechazaran el convite indica que estaban acostumbrados a él. ¿Quién podrá rechazar una invitación a banquetear al palacio de un Rey sino o quien al Rey tiene en poco, o quien está excesivamente acostumbrado a frecuentar palacio y, por tanto, no tiene en cosa extraordinaria el ser llamado a ingresar en él? ¿Quién rechazaría tan fácilmente una invitación del Papa o incluso del presidente -aún saliente- a comer? ¿No dejaría cualquier cosa para concurrir?
Pero, en labios de Jesús, la parábola hace referencia no a cualquier banquete sino al que en primera instancia invita Dios al pueblo judío. A los notables, por cierto, representados no solo por sus dirigentes -archisacerdotes y senadores-, sino por los más piadosos, por aquellos que pretendían incluso cumplir con la ley hasta el menor detalle: seguramente los doctores fariseos... Estos rechazan la invitación a palacio hecha por Dios mediante su servidor Jesús. El pueblo judío se ha acostumbrado al privilegio, se ha encerrado en si mismo, se ha instalado de tal modo en su agraciada situación que ya no entiende que la elección divina es solo en parte un privilegio, justificado en orden a una misión, al servicio, al estar dispuestos a los imprevistos cambios y renovaciones que les pueda solicitar Dios. Más bien piensa que lo que hace es suficiente, que nada ha de cambiar, que todo debe seguir igual, que la cosa ya está, sin apuntar a ninguna nueva perfección y, así, cuando llega Cristo, enviado del Padre, con su nuevo y sorprendente mensaje, el pueblo judío no acepta ser portador de él, no se siente convocado a un banquete que supondría nuevas responsabilidades, inédito cometido.
Jesús vive, en la última etapa de su vida, esta experiencia del rechazo por parte de los dirigentes y de lo más escogido de su pueblo. El " llamado a los llamados " -como dice enfáticamente en griego nuestra parábola- no produce efecto. Los que siguen a Jesús son los que, sin jamás haber sido llamados ni sentirse tales, de pronto escuchan la novedad sorprendente de que alguien se fija en ellos para tan altos destinos y los invita, más allá de toda previsión, en total gratuidad, al banquete que, a la vez es lugar de festivo encuentro con una nueva dignidad personal y, al mismo tiempo, de misión y envío.
En labios de Jesús los primeros servidores representan probablemente a los profetas, los que hacen la invitación previa, con tiempo, los que han ido preparando al pueblo de Dios, en esa su historia de continuas infidelidades y rechazos. Los que llegan con el mensaje de que ya todo está preparado, terneros y mejores animales ya carneados, el banquete a punto, y no solo son rechazados, yendo unos a sus negocios y otros a sus campos, sino maltratados y muertos, son, en la mente de Jesús, seguramente Juan el Bautista y Él mismo, que ya siente la amenaza de muerte que pende sobre su cabeza. Los poderes constituidos y los intelectuales judíos lo rechazan, mientras le siguen grupos de provincianos galileos, de marginados, de rebeldes, de pensadores independientes... y aún de paganos ¡y hasta de ex publicanos y ex mujeres de vida ligera!, transformando a todos, por la sola fuerza de su persona y de su palabra, en gente nueva...
Pero, cuando los elementos principales de esta parábola que hemos escuchado son recogidos tanto por Lucas como por Mateo, muchos años después, cada uno la elabora con gran libertad, prestándole matices distintos.
Dejemos de lado a Lucas. Mateo, en nuestro evangelio, retrabaja la parábola desde el punto de vista de la situación de la Iglesia de Antioquía, en Siria, en donde ha de enfrentar la nueva posición de un cristianismo ya definitivamente desgajado del judaísmo y que sufre implacable la persecución de éste. Recordemos que en Antioquía, dicen los Hechos de los Apóstoles, es donde por primera vez se da a los discípulos de Jesús, el nombre de 'cristianos'. Los judíos, dominados definitivamente en esa época por los fariseos, ya no los ven como una de las tantas corrientes del judaísmo sino como una facción rival a ser eliminada, tanto más perniciosa cuanto pretende extender los privilegios del judaísmo a cualquiera, a los 'goims', a los paganos, a los gentiles.
El segundo rechazo a la invitación, en la parábola, es, pues, ahora, una referencia al rechazo y persecución de la sinagoga judía a la predicación cristiana después de la Resurrección; mientras la primera respondería, en la mente de Mateo, al rechazo de Jesús por sus contemporáneos. Esta segunda repulsa parece al evangelista todavía más grave que la primera, ya que cierra los ojos al acontecimiento impar de la Resurrección y de la efusión del Espíritu. El castigo del Rey incendiando la ciudad se lee ahora como la destrucción de Jerusalén e incendio del templo en el año 70 por las tropas romanas en -para la interpretación cristiana- justo juicio de Dios.
Después viene la convocatoria, la invitación a formar parte del verdadero pueblo -de la verdadera sinagoga, apunta el texto griego, ya que usa adrede el verbo reunir, synago: "y reunieron a todos los que encontraron"- puesto que, subraya el texto, los primeros no fueron dignos de su llamado, de su vocación.
"Salgan a los cruces de los caminos", no es tampoco buena traducción del griego ' tás diexódous ' -¿a quien diablos encuentra uno en los cruces de los caminos?- . El texto griego ha de verterse "Id allí donde las calles de la ciudad transponen su muralla y se abren al mundo". Es una referencia clara a este llamado heterodoxo de Jesús que rompe las barreras del pueblo elegido y se abre como mensaje gozoso de salvación a todo el mundo, a todo el universo.
Quizá sea un añadido de Mateo el último episodio, el del llamado que, mal vestido, lo mismo pretende quedarse en el banquete. A pesar de la gratuidad de la salvación traída por el anuncio de la Iglesia, el que, a pesar de su miseria y de sus pecados, por la misericordia de Dios, ha sido invitado al banquete, debe dejar esa su antigua condición y vivir de acuerdo a su nueva dignidad de invitado al banquete real. Mateo, en sus comunidades, ya ha sufrido seguramente la experiencia de tantos cristianos que no se comportan de acuerdo a su condición y que, por más que participen del banquete, terminarán un día atados de pies y manos arrojados a las tinieblas.
Ese banquete es ciertamente el banquete escatológico, ese cielo que, como no admite descripción alguna, Jesús lo pinta como uno de los momentos más lindos de la vida humana: la fiesta, el estar juntos, en baile y música, en comida y en buen vino, pero también, en la mente de Mateo, indica la anticipación de aquel banquete celeste que es la eucaristía, el buen pan y el buen vino del Señor, que juntos comemos los cristianos en la Misa, hasta que Él vuelva. Lo insinúa llamando a la fiesta real no solo 'gámos', misheté , indicando la abundancia del vino, sino también, en esta misma parábola, ' aristón ', que traduce un término que significa 'donde se come pan'.
Pero la parábola, más allá de sus significados en labios de Jesús y en la reinterpretación de Mateo, sigue conteniendo para nosotros enseñanzas permanentes. Nosotros, los actualmente llamados, los cristianos, los que tenemos conciencia de pertenecer a la definitiva sinagoga, a la Iglesia, al pueblo de Dios, ¿comprenderemos nuestra condición solo como un privilegio que se nos ha dado por nuestras lindas caras y que podemos poseer pacíficamente sin demasiados compromisos, sin ni siquiera andar siempre vdstidos con el traje de fiesta, distraídos por nuestros negocios, por nuestras ocupaciones mundanas? ¿o lo entenderemos como un llamado pungente y serio a estrechar filas alrededor de nuestro Señor, a estar dispuestos al combate, a la misión, a llevar la luz de la fe a nuestros hermanos, en conciencia de la responsabilidad que supone frecuentar el palacio y poder participar, en la santa alegría de la eucaristía, del anticipo gozoso del definitivo banquete de los cielos?
¿No querrá decir algo el Señor, a cada uno de nosotros, con eso de que " Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos "?