Sermón
Aún quienes no han viajado nunca a Roma tienen bien presente en su imaginación la poderosa silueta del Coliseo o Anfiteatro Flavio comenzado a construir por Vespasiano y terminado por Tito en el año 80. Se le llamó "coliseo" ("Colosseo", en italiano) por su vecindad con el 'coloso de Nerón': una enorme estatua de bronce dorado de 30 metros de altura que éste había mandado fundir y que representaba al emperador con la cabeza rodeada de rayos figurando al sol. Obra de Zenodoro , se habían necesitado 12 parejas de elefantes para transportarla, en posición vertical, a su lugar. En realidad el Coliseo se construyó demoliendo parte del inmenso palacio de Nerón, a los pies del palatino, la llamada 'Domus aurea', que hoy cualquier turista puede visitar en sus magníficos y suntuosos restos. El palacio de Nerón es justamente famoso no solo por sus enormes proporciones y el lujo con el cual fue construido sino porque, necesitando el excéntrico emperador espacio para levantarlo, ya que en su megalomanía no le bastaban los jardines del Palatino, había decidido extenderse sobre el barrio de la Suburra. La Suburra era un populoso barrio vecino al Palatino que se ceñía sobre las laderas del monte Oppio. Expeditivamente, una noche que Nerón se encontraba en Anzio, sobre la costa, en Julio del año 64, mandó incendiarlo. Como a sus esbirros se les fue la mano, y perecieron cientos de personas, para apaciguar el rumor que se corría sobre su culpabilidad, usó como chivo expiatorio a los seguidores de un tal Cristo que empezaban recién a hacerse conocidos en Roma. Les echó la culpa del incendio y los condenó luego a horribles muertes: crucifixiones, ser quemados vivos, perecer devorados por las fieras... Es sabido que entre estos miles de ajusticiados se encontraba el jefe de la facción, un tal Pedro.
A estas travesuras estaba acostumbrado Nerón, al menos desde que se había enamorado de la bella Popea . Abandonó entonces la tutoría del filósofo estoico Séneca -que le había contratado desde pequeño su madre Agripina- y se juntó con Cayo Petronio , un 'play boy' de la época, autor del famoso Satyricón . Para casarse con Popea, mandó matar a su primera mujer Octavia . Y, cuando su madre Agripina intentó reprochárselo, la hizo asesinar. Mientras tanto construía su fabuloso palacio en el lugar que había despejado con el incendio. Popea no pudo aprovecharlo porque, en un ataque de furia, Nerón la pateó, estando ella embarazada, provocando su muerte y la de su hijo sin nacer. Para consolarse salió varias noches seguidas con su amigo Petronio a los peores tugurios de Roma y viendo en un tal Sporo , un muchachito de barrio, una notable semejanza con Popea, conmovido, lo mandó castrar y se casó con él en medio de una gran fiesta. Su viejo maestro Séneca, que estaba retirado en Campania ya con setenta años encima, le envió unas líneas exhortándolo a la cordura. Nerón, por toda respuesta le mandó un frasco de cicuta y le ordenó cortarse las venas.
Pero, en fin, todos sabemos de la crueldad y locura de Nerón y de sus veleidades de poeta y de cantor. No abundaremos pues en detalles. Hay historiadores que afirman que en realidad tan malo no fue. No porque no haya hecho las cosas que se dicen que hizo, sino porque, en realidad, en aquellos tiempos, todos los poderosos las hacían. Nerón tuvo la mala suerte de tener como enemigos, además de a los cristianos, a dos grandes cronistas, Tácito y Suetonio , y todos juntos le hicieron, después de muerto, muy mala prensa. Pero así se concebía en aquella época la autoridad. Los faraones, tanto como los reyes mesopotámicos y orientales, eran la encarnación de lo divino y, junto con su corte, sus favoritos, hombres de guerra y clases altas, no se sentían como puestos para gobernar para el bien de la gente sino para conservar el esplendor de las respectivas naciones y pueblos que ellos personificaban. Esta idea oriental y despótica del poder la había asimilado Roma, como antes los griegos, después de la conquista de Oriente. Influjo asiático que acabó tanto con la democracia ateniense como con la república romana.
Es que los mismos dioses, en los antiguos mitos de aquellos pueblos, se comprendían no como benefactores de la humanidad sino como sus dueños y señores. Los dioses habían formado a los hombres para que los suplieran en las tareas más desagradables y, al mismo tiempo, les prestaran acatamiento con sus sacrificios y su culto. Los hombres, así, se concebían como esclavos de los dioses a quienes debían rendir pleitesía ...y, al mismo tiempo, en siervos y esclavos de los señores que a los dioses representaban... Y los dioses podían permitirse cualquier capricho. Los jefes y las clases altas no tenían sino sirvientes, esclavos y súbditos encargados de mantener su estatus mediante exacciones, impuestos y servicios de toda índole, concediéndoles, de su parte, exactamente lo necesario para que pudieran seguir respirando y dispuestos a trabajar.
Desde los inicios de su historia la experiencia de Israel tuvo otro cariz. Dios había sido percibido desde siempre como enemigo de toda opresión. Tanto en la tradición de Yahvé liberando a los judíos de la esclavitud de Egipto, como en las luchas de las tribus contra las opresoras aristocracias cananeas y los guerreros filisteos. Que el Dios de las doce tribus de Israel no era amigo de despotismos y desigualdades lo demuestra el que, a la monarquía davídica, le cuesta hacerse aceptar por los teólogos de Israel cuando las necesidades de los tiempos imponen que las tribus se unan bajo un comando único. Hay pasajes célebres de la Biblia que señalan la realeza como un mal y cuando, finalmente, se asimila en la ideología de los teólogos de Jerusalén, siempre se concibe restrictivamente en función de servicio, de ayuda a los más pobres, de protección a los débiles, de garante de la libertad de sus súbditos. Esto desembocará finalmente en la idea de un rey, un mesías, pacífico y austero que se pondrá plenamente al servicio de su pueblo, y no al revés.
Como en los despotismos orientales, el rey davídico, el ungido, también es pensado a imagen de Dios. Pero el Dios verdadero no es un tirano que busque adoradores, siervos y cortesanos, como los dioses del resto de los pueblos, sino que es un Dios que crea al hombre por amor, para la libertad y que, una vez caido en servidumbres por su propia culpa, viene a liberarlo, a redimirlo. Dios: creador y redentor. 'Redentor' era antiguamente el que venía en rescate de alguien, pagando lo necesario para rescatarlo y darle la libertad. Así se verá también, en los salmos, la figura del rey davídico, como un redentor de las injusticias y servidumbres de su pueblo. Consideración inédita en el pensamiento de los pueblos de la antigüedad.
Es verdad que este ideal lejos fue de ser cumplido. Los profetas, durante el período monárquico, claman constantemente contra los abusos de las clases dirigentes, la miseria de los de abajo, la justicia que solo sirve para proteger a los poderosos, los jueces que aceptan sobornos, el abandono de los más frágiles y miserables...
Pero, cuando la dinastía dávida cae aplastada bajo las ruedas de los carros de guerra de los babilonios, las generaciones posteriores recordarán a los ungidos dávidas idílicamente, -"todo tiempo pasado fue mejor"-, y las esperanzas de Israel, ahora vueltas hacia el futuro, van configurando cada vez más espléndidamente la imagen casi quimérica de un venidero rey redentor, un ungido, un mesías, que traerá la definitiva liberación a su pueblo.
Tanto en la época de Jesús como en las primeras generaciones apostólicas, cuando se escriben los evangelios, esta espera se hace cada vez más acuciante. No solo una monarquía ávida y espuria ocupa ilegítimamente el trono de los judíos: la dinastía herodiana, con sus escándalos y derroches; no solo Nerón desde el Palatino; no solo la casta aristocrática y sacerdotal -aún en nombre de la religión-, explotan los recursos de la nación, sino que todo está cercanamente supervisado y gobernado por procuradores y legados romanos que, es sabido, se disputaban en Roma esos destinos para, durante su gestión, enriquecerse de cualquier manera. Ya tenemos nosotros buena experiencia en nuestros partidos, listas sábanas y amiguismos de la lucha por encontrar la banca o la silla o el escritorio que me permitan acceder de la nada a la opulencia, a costa del patrimonio y el trabajo de los demás y, para peor, haciendo las cosas mal. La autoridad, pues, era más que nunca, en época de Jesús, sinónimo de opresión y de injusticia. Nerones, Herodes y Pilatos.
Y aquí estamos, ahora, junto a este descendiente de David que anuncia la liberación y la llegada del Reino de Dios y lo prepara con su prédica encendida, con sus actos de poder, con sus signos liberadores, con su presencia noble y majestuosa... Sin duda que, ayudado por Dios -piensan sus leales-, sabrá terminar con los opresores, con el dominio extranjero, con las injusticias... y restaurará, nuevo ungido, soberano mesías, el trono añorado de los dávidas. ¿Y cómo estas imágenes de gloria no iban a estar presentes en la mente de sus seguidores? ¿Cómo no querer participar de esta cruzada redentora y ayudar al gobierno justo del nuevo rey? No hay que criticar con excesiva severidad el pedido de Santiago y de Juan de sentarse el uno a la derecha el otro a la izquierda de Jesús. No es solo por mundana vanidad o ambición de poder que elevan su petición. Es que realmente quieren colaborar en ese nuevo gobierno en el que solo habrá gente honesta y las cosas finalmente se harán para bien de todos -(Recuerden los mayores las ilusiones que en otras épocas nos hacíamos cuando los golpes: "¡por fin gente honesta!", decíamos, y hasta estábamos dispuestos a colaborar)-.
Y Jesús, que comprende la buena intención del pedido -aunque aún Santiago y Juan no entiendan nada del reino y la gloria que él pretente conseguir- no se los reprocha. Solo dice con algo de tristeza. "No sabéis lo que pedís". "Aunque no como lo pedís, lo que pedís es bueno". Los que se enojan son los otros discípulos. Inmediatamente, de nuestros cerebros reptílicos, aún en los mejores corazones, surgen la envidia y la ambición, el instintivo orden del gallinero, la jerarquía de la manada, disfrazados, a lo mejor, por nuestro neocortex, de falso celo: "¡Todos queremos ayudar!" "¿En que son mejores Vds. que nosotros; que yo?" "Yo, que no tengo ambiciones, estoy mejor preparado que Vds. para ocupar ese puesto" "Este ¿qué se creerá?".Y aún antes de alcanzar el poder comienzan las disputas y las divisiones.
Es que la autoridad -a menos que sea un santo quien la ejerza- siempre trae, como inevitable compañía, el orgullo, el deseo de omnipotencia, las cosquillas contra todo lo que pretenda disminuir mis atribuciones, sean ellas las del sillón de presidente o las de la última ventanilla de la repartición pública; las de mi área de mando en mi familia, o en la oficina, o incluso la de mi territorio en las actividades eclesiásticas o parroquiales, ¡guay de quien lo pise!... Y si soy bueno o me creo bueno, ya sabré hallar el motivo razonable o piadoso para reivindicar y hacer valer esa mi autoridad...
Bien decía Solzhenitsin que nada había tan corruptor como el poder y que, "si cualquier poder corrompe, el poder absoluto" -y lo decía mirando al régimen comunista-, "corrompe absolutamente".
Jesús, que conoce el corazón del hombre, bien sabe que no hay justicia, sistema y, ni siquiera, virtud humana, capaces de manejar el poder con total rectitud. Tampoco Jesús es utópico ni pretenderá -ni aún en su Iglesia- instaurar un régimen anárquico. Bien es cierto que intentará fundar una convivencia fraterna: " a nadie llaméis maestro, a nadie padre, a nadie doctor, porque solo tenéis uno y todos vosotros sois hermanos ", y que dejará bien claro que toda autoridad humana es vicaria e instrumental, y que todo varón verdadero habrá de obedecer antes a Dios que a los hombres, y que, más allá de la letra de las leyes y las ordenanzas de los hombres, ha de imperar la libertad y las inspiraciones del espíritu, y que la suprema norma es la caridad. Aún así, sabe perfectamente que no puede haber comunidad ni pueblo sin autoridad -los teólogos posteriores sostendrán que ni siquiera en el paraíso podría prescindirse de ella-. Pero cambia y purifica totalmente su sentido. Ser autoridad no es ser servido, sino servir. Toda superioridad en este mundo solo tiene sentido si es vivida en obsequio de los demás, no de si mismos, no para fomento del ego, no para la satisfacción de poder mirar desde arriba a los otros, no para el sometimiento... sino para la redención, para la liberación de los que no son sino mis hermanos...
Y no es solamente una cuestión de renunciar al privilegio, al auto con chofer, a los primeros lugares, al ser saludados en las plazas, al recibir la venia y la inclinación de los subordinados; no es lo puramente exterior de prescindir del cetro y la corona o de los bailes de gala y de las mitras y los báculos; no es solo visitar a los barrios sin saco ni corbata; es, antes que nada, vivir todo señorío, desde adentro, como un compromiso de servicio, de búsqueda del bien de los demás, aún en desprecio del propio. ( "¿Podéis beber del cáliz que yo beberé y el bautismo - ¡el ahogo en agua y tormentas! - que yo recibiré?")
Y no miremos solo a los que gobiernan institucionalmente. Todos, mal que bien, tenemos en la vida nuestra porción de autoridad, nuestra parcela de poder, y por lo tanto nuestra semilla de Nerones, quizá como padres con nuestros hijos, o con los alumnos, o los empleados -también los de casa-, o con la peluquera y la manicura, o en las reuniones de directorio, o con el dependiente o el mozo del negocio o del restaurante, o con nuestros feligreses y penitentes, o sentados como fieras al volante de nuestro auto dueños de la calle .... Todo ello, aún lo más pequeño, debemos vivirlo los discípulos de Jesús a la manera del Mesías, en trono de abnegación y de cruz, en ánimo de servicio, de amor a los demás, de olvido de nosotros mismos, de respeto por aquellos a quien hemos de hacer el bien con esa nuestra autoridad, en el espíritu de aquel que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate.