Sermón
El jueves pasado se dio en el Colón la última función de Sigfrido de Wagner, tercer capítulo del Anillo de los Nibelungos, la Tetralogía , cuyos dos primeros capítulos, El oro del Rin y las Valkirias , se dieron en años anteriores y el último, El ocaso de los dioses , quién sabe cuándo se dará. De todos modos, escuchar las cuatro partes en función continuada, durante días seguidos, como se hace en Bayreuth , es todo una empresa. Sigfrido, en nuestro teatro porteño, solamente duró desde las ocho de la tarde a la una de la noche. En una versión medianamente aceptable, dados los tiempos que corren 1.
Sigfrido, Teatro Colón 1983
Ya todos sabemos que no se puede ir a escuchar Wagner así nomás. No se trata de las melodías fáciles y hasta ingenuas de un Bellini , o Donizetti . O, incluso, Mozart , Verdi , y hasta Puccini . Wagner es la melodía nunca acabada, retomada constantemente desde todos los rincones de la orquesta, anticipándose, desarrollándose y recordándose constantemente. Lenguaje musical suntuoso que diluye el lenguaje del canto y arrastra al sentimiento muy por encima de la palabra.
Y uno podría quedarse en el aspecto estrictamente musical de la obra wagneriana e ir o no a escucharlo porque le gusta o no. Y criticar la representación desde ese punto de vista. Si fue bien dirigida; si fue bien cantado. Como hacen los críticos musicales de los diarios. Y, en realidad, eso es lo que hoy hacemos casi todos los que lo escuchamos. Vamos a oír música.
Pero eso no es lo que Wagner pretendía cuando escribía sus dramas. Ni por eso hizo construir su teatro de Bayreuth como un santuario. Ni para esto iba allí, años después, casi en peregrinación, Adolf Hitler , para escuchar en éxtasis, junto con los jerarcas del régimen, la Tetralogía. Ni es lo que motivó que, el año pasado, cuando Zubin Metha pretendió tocar a Wagner en Israel, fuera violentamente interrumpido y silbado.
Bayreuth Festspielhaus
La cosa es complicada de explicar. Pero, para intentar hacerlo, podemos hacernos una idea del argumento de Sigfrido.
Rápidamente. Sigfrido es un muchacho criado por un feo gnomo, Mime , que no le imparte educación alguna. Vive en íntima comunión con la naturaleza: el bosque y los habitantes animales que lo rodean. Es pura espontaneidad, fuerza, gana de vivir; pero todavía no desarrollada. Esa vida para desplegarse y alcanzar la plenitud debe superar una serie de obstáculos. Los principales son tres. Uno, un terrible dragón que custodia el tesoro de los Nibelungos , sobre todo el famoso ‘Anillo', símbolo del poder del oro, del dinero y del egoísmo. Otro, Dios y sus leyes, personificados por Wotan –el Odin de las mitologías germánicas- y su lanza en donde están escritas las runas de la legalidad divina. También personificado por la mujer o paredro de Wotan, Erda , la Tierra. Y, otro, finalmente, el ‘fuego' -Loge -, que custodia a la hija de Wotan y Erda, Brunilda , a la cual Sigfrido ha de conquistar como figura del ‘otro' al cual, vencido el egoísmo, deberá unirse en el amor.
¿Cómo llega a su meta? Él mismo, sin consejo ni instrucción de nadie, funde y fabrica una espada – Notung - invencible. Con ella mata al dragón, desprecia el oro, se libera del gnomo y, mientras Erda, la mujer de Wotan, se duerme para siempre, Sigfrido, con su espada rompe la lanza del dios, atraviesa el fuego, libera a Brunilda y, en ella, se encuentra a si mismo definitivamente.
Esto no parece, hasta aquí, mucho más que una fábula inocente. Pero no es así, porque este argumento, en líneas generales, se encuentra siempre, de una manera u otra, presente en la obra wagneriana. Aún en Parsifal , a pesar de su apariencia cristiana y de la opinión de Nietzsche . Se trata de la plasmación dramática de las doctrinas de Schopenhauer , a su vez dependiente de toda la revolución ideológica de la filosofía moderna que trata de suplir a Dios por el hombre.
En la vertiente de Schopenhauer , esta ideología afirma que el papel de Dios Creador queda reservado a la sola Naturaleza y sus impulsos –tipo Schelling ( 1775-1854)-. Todo lo mueve la ‘fuerza', el ‘instinto', el ‘sentimiento', la ‘vida' que se despliega y va formando el universo. Y se hace particularmente eficaz y plena en el sentimiento y la voluntad del Hombre. El Hombre es la personificación del ‘impulso vital de la naturaleza'. El Hombre es, pues, el verdadero dios.
Pero ¿qué pasa? Este impulso de vida, en los individuos se transforma en fuerza egoísta. El deseo infinito, al individuarse, se transforma en motivo de antagonismos, de lucha de unos contra otros, de deseo de tener y de poder y, al mismo tiempo, de imposición de leyes y de ideas justificadas por la invención de la figura de Dios. Algo semejante diré, luego, Marx. ¡Y Freud!
Hay que acabar, pues, con Dios. Hay que terminar con el egoísmo. Hay que retornar, en la muerte al individuo, a la identificación plena con la voluntad universal, con el Uno, con la Naturaleza.
El mismo lenguaje, que expresa ideas, ‘vida muerta', y no sentimientos, es inservible para hacer filosofía. Por eso la mejor expresión de esta manera de entender el mundo –dice Schopenhauer- es la música.
Aquí interviene Wagner con todo su entusiasmo revolucionario. Con el agravante de que los representantes privilegiados del poder del egoísmo y del dinero, son para él los judíos.
Cosa que no sería tan grave ni del todo carente de asidero, si no fuera porque, a esto, Wagner añade que es el Dios de los judíos, el del Antiguo Testamento, el que, con sus leyes y su moral, y aún su oferta de salvación personal, no solo fomenta el egoísmo, sino que despoja al hombre de su libertad en la heteronomía y en la justificación del dominio judaico.
A eso contrapone Wagner el cristianismo que –según él- es la afirmación, en Cristo, que el Hombre es Dios. Jesús –como en Hegel - sería el primer hombre que se da cuenta de que es divino.
En esto Wagner deforma groseramente el cristianismo. Y, en el fondo, no se da cuenta que es justamente aquí donde está coincidiendo -y no oponiéndose- a lo que de perverso tiene el judaísmo en su corriente talmúdica y cabalística, origen del protestantismo, del liberalismo, del marxismo, del trilateralismo y de la mayor parte de la filosofía y política modernas.
Confundido, Wagner se opone precisamente a lo que el judaísmo no cabalístico ni talmúdico tiene de bueno: la creencia en un Dios que no es el hombre, que está más allá de toda la naturaleza creada y de las posibilidades de lo humano.
Sigfrido es –a pesar del antijudaísmo wagneriano- el hombre cabalístico, el mesías judaico. El que, de sus propias fuerzas –la espada que él mismo funde y fabrica-, sin el superego de la cultura, ni de la ley, ni de Dios, aconsejado solo por las fuerzas de la naturaleza que le habla por medio de un pájaro, conquista su estado humano-divino deponiendo a Dios. E, incluso, haciendo que Brunilda renuncie a su categoría divina alienada, para transformarse en verdaderamente divino-humana, fundiéndose en el Uno con Sigfrido. Y tanto el dragón como Wotan, son los judíos y su Dios.
El dragón puede ser; pero de ninguna manera Wotan. Romper la lanza de Wotan es justamente lo que quiere la revolución moderna en todas sus cabezas de Hidra –desde la masonería al marxismo- e impulsados por la Cábala.
Sin darse cuenta Wagner sirve al judaísmo en su vertiente más perversa. Como lo servirá, luego, Hitler.
Es por medio de la música cómo Richard Wagner quiere adentrar estas concepciones en su público, arrastrando a todos los oyentes, en la liturgia del teatro, por medio de su música arrebatadora a identificarse con Sigfrido, el hombre-Dios, el ario, enemigo implacable del hombre corrupto por la idea de Dios, el judío.
Esto lo toma, sin más, Hitler, tan influido por el esoterismo oriental. Alemania será la encargada, en trágica confusión, de liquidar al dragón y a Wotan. Al oro judío, sí, pero, lamentablemente, también al Dios de los judíos.
En horrible parodia de los valores cristianos, en confusión ideológica y en el más desdichado racismo, opone el cabalismo neopagano al cabalismo liberal y democrático. Lo peor de todo: en nombre de una legítima cruzada contra el oro judío, contra el comunismo y contra el liberalismo.
Desde esta trágica confusión, estar en contra del judaísmo o del comunismo o del liberalismo, es lo mismo que ser nazi o fascista. No hay opción verdadera y legítima como, por ejemplo, la de ser cristiano.
No: la única respuesta a la divinización ilegítima del Hombre, en sus múltiples formas -o del oro o de la libertad sin límites o de la raza o de la voluntad divina popular o del Estado- es el cristianismo. Sabernos ‘no dioses', creaturas -como sabía el Antiguo Testamento- y, por tanto, sometidos a su ley liberadora y plenificante.
Escuchar, sí, el llamado a la divinización; pero el que se hace por medio de la gracia, el que no podemos obtener por medio de las espadas que fabriquemos nosotros, ni deponiendo a Dios, ni destruyendo el Walhalla ni construyendo utopías en su lugar –utopías llenas de archipiélagos Gulag y de campos de concentración- sino de la única manera que se pude obtener, en la plegaria, en la oración, en la acción de gracias, pidiendo sin desfallecer, en la gratuidad de la fe.
Pero; es que, cuando venga el hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra?
1 Dirección : G. Ötvös; Regie : R. Oswald; Cantantes : S. Wenkoff, U. Vinzing, G. Unger ,W. Probst, F. Wyzner, V. de Narké, G. Alperyn.