Sermón
Cuando, en nuestros días, se oye hablar de los reyes por derecho divino, o del absolutismo monárquico, el pensamiento suele derivar espontáneamente a la figura de los reyes depuestos a partir de la Revolución Francesa, sin muchos matices. Especialmente se piensa en las monarquías europeas de origen cristiano. Supuestamente éstos habrían sido déspotas que se consideraban directamente elegidos por Dios y todas sus decisiones, sin más, llevarían el sello inapelable de su proceder divino. A este fraude habría contribuido de manera singular la Iglesia, con su teología y con su liturgia de coronación de reyes y emperadores, que oficiarían de ideología justificante de estos alienantes regímenes.
Pero esto es deformar groseramente la historia y no darse cuenta de la diferencia fundamental que del concepto de autoridad tiene el cristianismo, tanto respecto a los sistemas políticos de la antigüedad como a los modernos.
Y esto ya comienza en el Antiguo Testamento. Porque precisamente el AT ha de plantarse frente a sistemas ideológicos míticos o filosóficos que, desconociendo la existencia del Dios Trascendente a la naturaleza, afirmaban la identificación de lo divino con el cosmos.
Y así como, supuestamente, en el macrocosmos las realidades celestiales (en el sentido astronómico, astrológico, pero divinizadas), especialmente el sol, gobernaban y ordenaban lo que sucedía en el mundo de la materia; así, en el microcosmos , -el hombre, también divino-, el espíritu debía subyugar al cuerpo y, en la sociedad -también microcosmos intermedio- el rey debía dominar al pueblo, a la manera del sol. Porque, para esos mitos, la sociedad no era sino una imagen en pequeño del cosmos, es decir de Dios.
La sociedades eran pues manifestaciones de lo divino: concepción que se encuentra desde las sociedades más primitivas, las totémicas -donde el tótem es el espíritu divino del clan-, hasta en las más aparentemente civilizadas, como Grecia, en donde, por ejemplo Atenea, no es sino la personificación de la 'polis' de Atenas divinizada, a la manera de la diosa Roma, ella también divina. Por supuesto que las autoridades, fueran ellas colegiadas, como en Grecia o en Roma -en la época de la república-, o monárquicas, como los faraones de Egipto, los reyes Hititas, Sumerios, Babilonios, persas, chinos o japoneses, no eran sino "dioses vivientes" o "epifanías de la divinidad cósmica": Papel que asumirán Alejandro Magno y, luego, sus 'diadocos'. Los mismos emperadores romanos exigieron, finalmente, honores divinos.
En estas concepciones sí que el rey o la autoridad no eran sino oráculos de la divinidad, dioses ellos mismos, cuya palabra era ley suprema, poseyendo derecho de vida y de muerte sobre sus súbditos. Nada podía limitar su poder, porque ellos mismos, como dioses que eran, se constituían en origen pleno del Poder y la legalidad: el alma de la sociedad absolutizada, imagen terrena del dios identificado con el cosmos.
Pero es justamente esto lo que de ninguna manera podía aceptar ni el viejo ni el nuevo Testamento: el cosmos no es de ninguna manera divino, es naturaleza 'creada' por un Dios distinto de aquel, normada por leyes físicas, químicas, biológicas y creada en función del hombre, creatura a su vez, 'animal' racional, de ninguna manera divino, ni él ni sus autoridades. A pesar de creatura, con un amplio espectro de legítima libertad, y posibilidades de autocrearse, pero, siempre, a partir de leyes científicas anteriores a él, legisladas por el Dios trascendente al universo, incluso en el plano de su realización típicamente humana y política. Leyes que de ninguna manera pueden contrariar, so pena de enfermedad y deterioros físicos, humanos y sociales
De allí que, en la tradición de Israel, nunca la monarquía fue mirada con ojos totalmente benévolos, porque -se afirmaba- el único verdadero rey de Israel es Dios. Y, cuando históricamente se debió recurrir a la institución monárquica, siempre quedó claro que el rey humano de Judá o de Israel -los 'ungidos', los 'mesías'- no eran sino lugartenientes subordinados de Dios y de su Ley. Y que, por lo tanto, la ley estaba por encima de ellos. Justamente cuando ambas monarquías caen -tanto la del norte como la del sur- bajo el asalto sucesivo de Asiria y Babilonia, los profetas interpretan que ello ha sucedido en justo castigo por la infidelidad de sus reyes a Yahvé, a Dios y su Ley, por contagio de las teorías paganas faraónicas, babilónicas, del poder absoluto, independiente, divino, de la regalidad.
De allí que estos profetas esperen la restauración del Reino de Dios o del Reino de los cielos y su justicia, o prescindiendo de la monarquía, del mesías, o concibiéndolo como el rey que no entra por propio poder en corcel guerrero llevándose todo por delante, sino el que, entrando en la ciudad Santa, montado en un asno manso, gobernará con paciencia y humildad, en sumisión plena a Dios y a sus deberes con el pueblo.
Pero, como decía, también se tiende, en la espera del Reino, a prescindir de la figura del rey, del mesías. Se habla de la figura de un misterioso "servidor de Dios" que llevará sobre sus espaldas los sufrimientos del pueblo; o de una misteriosa figura llamada 'el hijo del hombre' que, desde el cielo, ya no desde el poder del cosmos, ni de la política, ni del oro, ni de las armas, vendrá a instaurar definitivamente la justicia y el reino.
Y, antes de pasar a nuestra parábola, para no dejar trunco este pensamiento, digamos que el cristianismo hereda esta concepción contraria al absolutismo pagano, panteísta, divinizador del cosmos y del hombre: el rey no es divino, su autoridad está totalmente subordinada a la autoridad de Dios, no puede gobernar en contra de sus leyes. Su poder es derivado, subalterno, dependiente, y es el primer servidor de su pueblo. Así fueron, en todo caso, las monarquías derivadas de la disolución del imperio romano, en el occidente convertido al cristianismo. Ninguna autoridad en el mundo era superior a la ley de Dios, a ella estaba sumisa toda autoridad mundana, la del Papa y la del rey, la de la Iglesia y la de la sociedad política. El derecho fundado en la Ley de Dios normaba gobiernos y personas. Individuos, gremios, ciudades y vasallos, poseían leyes y fueros que ninguna autoridad podía avasallar, ni siquiera la del rey. Todo lo que se diga de absolutismo en estas épocas es una torpe deformación de la historia, aunque sea verdad que muchas veces, a causa del pecado humano, se violaron estos principios que todos, al menos en teoría, defendían, en verdadera cristiandad.
Toda esta concepción se disolvió cuando comenzó el regreso a la superstición de divinizar a la naturaleza, al cosmos y al hombre.
El protestantismo -y a su zaga algunos teóricos del Renacimiento- fueron quienes dieron el primer hachazo a la concepción cristiana de la autoridad, al insubordinar a los príncipes contra la iglesia y contra la moral. Maquiavelo, la 'Razón de estado', el poder absoluto de los monarcas, vuelven a hacer su aparición en el mundo. Resucitan faraones e Incas, déspotas y tiranos.
La Revolución Francesa acaba la labor: se terminó la instancia superior de Dios y de su legalidad. Es el hombre, el pueblo divinizado el que se transforma ahora en monarca absoluto. Por medio de sus representantes saca de la nada la eticidad, la norma, el orden. Pretendidamente morigeradoras de este movimiento imposible, a la postre anárquico, aparecen, como instancia superior, las constituciones, pobre remedo de la Ley de Dios. Porque, siendo ellas mismas promulgadas por el "pueblo-dios" resultan intrínsecamente modificables, cambiantes. El despotismo de los tiranos faraones se cambia por el despotismo casi peor de las democracias, porque sujeto al caos del número o a la dictadura de la propaganda o al desorden de las pasiones. Sin Dios y sin Cristo, la sociedad se transforma ella misma en Dios. Dios es la humanidad, o el Pueblo, o el proletariado.
Pero, sobre todo, es en el iluminado en donde la divinidad se ha concentrado de modo especial: el representante del pueblo-Dios o el líder, el gurú nacional, el presidente carismático, la raza elegida, el pueblo mesiánico. O, también, en el sanedrín divinizado de los congresos nacionales, en donde, aún contra la ley divina y humana ya proscriptas, sus pronunciamientos gozan de la misma infalibilidad que la del Papa declarando un dogma. Diputados para quienes la ley de Dios o aún la Constitución, son menos que sus oráculos. Funcionarios estatales cuyos reglamentos pueden prescindir olímpicamente de toda norma legal. Finalmente, individuos, quienes, mientras dure el desbarajuste de la moral democrática y no llegue el látigo marxista, se creen dueños soberanos y celestes de decidir por su propia cuenta, desde su sentir o conciencia divinas, donde está el bien y donde el mal, si es que algo de ello les importa.
Sí: todos dioses, todos faraones.
Pero volvamos rápidamente a Lucas. La inclusión por parte del evangelista de ésta parábola de Jesús, la del juez y la viuda, con su instancia a la oración y a la esperanza, se da en el contexto de las primeras persecuciones al cristianismo. Los fieles tienden al desaliento: el Señor no vuelve, la oposición es cada vez más sangrienta. Parecería que Dios no escucha las plegarias de su pueblo. Muchos apostatan. Lucas, en las palabras del Señor, enseña a no desesperar, aunque parezca que Dios tarda en responder.
Tampoco nosotros debemos desfallecer, aunque nuestra oración aparentemente no tenga respuesta. Dios no siempre responde concediéndonos aquello que nosotros pensamos que nos hará bien. Más aún, es posible que nunca nos demos cuenta, en este mundo, de la eficacia de nuestra oración.
A veces sí, Dios permite anticipaciones del Reino en este mundo, en nuestras vidas cotidianas y aún en estructuras políticas y en legislaciones cristianas. Y ¿quién negará que eso no sea el ideal y que, por ello, debamos, sin desfallecer, luchar y morir? Pero el Reino está más allá de estas estructuras y cosmos caducos, aunque ya, de algún modo, esté en nuestros corazones. Pude fructificar, sin duda, en familia y en Patria, pero florecerá definitiva y triunfalmente -tengamos paciencia- recién cuando el Hijo del Hombre vuelva, aún cuando ya no encuentre fe en esta tierra y todo parezca perdido.
En el alzamiento judío iniciado hacia el año 66 y que culminó con la destrucción de Jerusalén por las tropas de Tito, hijo de Vespasiano, en el año 70 después de Cristo, no hay que suponer que se contaba con unanimidad de pareceres de parte hebrea. Más bien hay que pensar en una serie de grupos guerrilleros inconexos y hasta de ideas contrapuestas que, en lo único que estaban de acuerdo, era en que los romanos debían ser expulsados del territorio nacional.
En la lucha directa estaban los zelotes, los sicarios, los idumeos y tropas más o menos regulares rejuntadas alrededor de Juan de Giscala en Galilea y Simón Bar Giora en la Transjordania. Por otra parte, las autoridades, la aristocracia sacerdotal y oligárquica que estaba nucleada en el partido saduceo, eran más bien partidarias del compromiso, dándose cuenta de lo absurdo que era, en esos momentos, desafiar el poder de Roma. Al final todos fueron arrastrados a la guerra y hasta, más o menos, se unificaron cuando, después de algunas pocas victorias, fueron inexorablemente llevados por el ejército romano a sentar plaza en Jerusalén.
Cuando, en abril del año 70, Tito pone asedio a Jerusalén, Simón Bar Giora, que tenía 15.000 soldados y, por lo tanto, el ejército más numeroso, toma el mando. A mediados de mayo Tito ordena el ataque. El 25 cede la primera muralla -la de Agripa I-, apresuradamente y mal restaurada para enfrentar a las máquinas romanas. El 30 cae la segunda. La muralla Antonia es expugnada recién el 24 de julio.
La ciudad ha debido ser conquistada casa por casa y sistemáticamente demolida. Pero ahora empieza el asedio del templo, dónde se habían refugiado, como último recurso, las fuerzas judías. El 10 de agosto el edificio era pasto de las llamas y, a finales de septiembre, quedaba sometida la ciudad entera: un montón de ruinas.
De los sobrevivientes se toman miles de prisioneros: entre ellos los sicarios se suicidan colectivamente dejándose morir de hambre, la aristocracia saducea ha muerto en combate, los viejos, a pesar de las órdenes de Tito, son ultimados por los soldados. De los demás, unos son destinados a trabajos forzados o a los juegos de circo, muchísimos vendidos como esclavos y setecientos de los más jóvenes y mejor aspecto reservados para la entrada a Roma, en el triunfo de Tito, en la primavera del 71.
Simón Bar Giora es también conducido a Roma, azotado durante todo el trayecto y ajusticiado en la fiesta. Juan de Giscala, condenado a cadena perpetua, muere en la cárcel. Así acaba Israel y pierde el templo y, durante casi dos mil años, su territorio.
Pero ya habrán Vds. notado que no he nombrado ni a cristianos ni a fariseos. Y es porque los cristianos, perseguidos por los judíos, ya habían tenido que dejar la ciudad después de martirio de Santiago.
Lo de los fariseos es harina de otro costal. Ellos eran lo que estaban -como los saduceos- en contra de la guerra. Pero contrariamente a lo que hicieron los saduceos -quienes, cuando estalló, lo mismo se quedaron y murieron luchando con su pueblo-, ellos, los fariseos, cuidadosamente hicieron sus bártulos y abandonaron a sus compatriotas. La mayoría, liderada por el Rabí Johannan ben Zakkai, consiguió permiso de Roma para instalarse, hacia el 68, en Jamnia, la moderna Yebna, 19 kmts al sur de Jaffa, sobre el mar.
Y ellos son, prácticamente, los únicos sobrevivientes del judaísmo oficial jerosolimitano y, después de caída de Jerusalén y del templo, los que reorganizaron lo que quedaba del pueblo, aneja la diáspora apátrida dispersa por el mundo, desde la más rígida ortodoxia farisea. De ellos, con el tiempo, nace el Talmud -recopilación de sus leguleyerias y tradiciones- y, más tarde, la Cábala y la Alquimia. Pero eso ya pertenece a nuestra historia de Occidente.
El asunto es que cuando hoy se habla de los judíos o hebreos y se pretende identificarlos con el mundo y pensamiento del AT, se está cometiendo un gruesísimo error. En todo caso eso hubieran podido ser los saduceos -que no aceptaban otra cosa que la Torah, el Pentateuco- si hubieran seguido viviendo, pero no los fariseos con su interpretación herética de la Biblia y, menos, con el Talmud.
Los únicos continuadores auténticos de Antiguo Testamento son los cristianos en la línea límpida del desarrollo homogéneo de éste con el Nuevo Testamento y el dogma católico.
Repito: el judaísmo de hoy -y no lo digo yo, lo dicen ellos- es la interpretación herética farisea del viejo Testamento, más todos los añadidos espurios de una tradición corruptora y racista de la Escritura, plasmada en el Talmud y la Cábala.
Y llamarlos herejes a los fariseos no es denostarlos, porque ya el nombre de 'fariseo' quiere decir 'separado', 'segregado'.
Todos conocemos sus orígenes, en realidad legítimos. Se oponían, en sus comienzos, a la corrupción, a la ignorancia de la ley, a la contaminación del paganismo. Pero esto lo hacían separándose del pueblo, fundando círculos, células de perfectos, de iniciados que se transmitían oralmente sus enseñanzas esotéricas. Sobre la Ley tejieron un frondoso cuerpo de leyes y reglamentos que solo ellos conocían. Pensaban que podían alcanzar la perfección por medio de estas leyes que ellos mismo inventaban. Envidiaban a los saduceos que, de origen aristocrático, sostenían una sociedad jerárquica y sometida, en libertad, a la Ley de Dios y que obtenían la misericordia de Dios por medio de la liturgia sacerdotal del templo.
Los fariseos no necesitaban esa autoridad ni esos sacrificios ceremoniales: les bastaba su propia sabiduría y su rigor en cumplir con la maraña de sus preceptos. Entre ellos no había jerarquía natural, ni sacerdocio: todos eran iguales en principio, aunque su autoridad variaba de acuerdo a su nivel de iniciación en la sabiduría. Despreciaban profundamente al pueblo,(los `hijos de la tierra'. los llamaban) y trataban de instruirlos, de concientizarlos en las sinagogas que, poco a poco, fueron adquiriendo, sobre Israel, más influencia que el mismo Templo.
Cuando desapareció el Templo quedaron solo las sinagogas y el fariseísmo se convirtió en la interpretación oficial del hebraísmo. Los judíos dispersos por el mundo se sintieron llamados a una misión universalista, ecuménica, tempranamente masónica.
En realidad al fariseo no le importa no solamente el Templo sino que ni siquiera su patria. Toda la tierra es de ellos, porque solo ellos han recibido la iluminación divina misma. La tierra prometida y el templo reciben una interpretación simbólica: ellos mismos son el Templo; y la tierra prometida será todo el mundo liberado, iluminado por el judaísmo fariseo. No existirá una santidad o gracia que, sacramentalmente, descienda de los sacerdotes al pueblo. El pueblo judío es santo, es la asamblea santa. Sin jefes ni sacerdotes, ni ritos, ni sacramentos, ni altares. Lo único que existe es el pueblo santo iluminado por la inspiración judía, no sujeta a la Escritura, sino a la interpretación privada del iluminado, del iniciado.
Ayudados por los judíos, todos los hombres, con sus propias fuerzas, serán capaces de liberarse, de alcanzar la paz, la unidad, aboliendo fronteras y nacionalidades y creando, en este mundo, los nuevos cielos y la nueva tierra de la cual habla la Escritura. Es el pueblo judío el que, con su luz e, incluso, con sus sufrimientos, hará de Mesías en esta Nueva Humanidad.
Pero no me voy a detener en estas ideas que nacen del fariseísmo y que proliferan, hoy, no solamente en el judaísmo, sino en casi todas las ideas de tronco judaico que hoy corren por el mundo y por nuestro país, desde el protestantismo y la masonería, hasta el marxismo y el psicoanálisis. Porque la verdad es que todo esto estaba todavía en germen en la mentalidad farisea de la época de Jesús.
Ya está, aquí, todo pintado en la escena del fariseo y el publicano.
Yo he escuchado, lamentablemente, tantas veces predicar esta parábola casi como fuera una apología del pecador y un ataque al cristianismo que cumple, como si Jesús prefiriera a los pecadores y prostitutas que a la buena gente y cristiana que, por eso, me he detenido en lo anterior.
Aquí no se trata de un publicano sinvergüenza que persevera en sus iniquidades, sino de un hombre que se convierte y siente la inmensidad de su distancia con Dios, e implora perdón y gracia. Sin duda que, con él, se haría un buen y cumplidor cristiano. Por el otro lado tenemos a un judío hereje, que cree más en sus especulaciones gnósticas, en su razón y en sus leyes, que en la misericordia de Dios que predica el verdadero antiguo testamento.
Es el prototipo del que sabe todo, del que desprecia a los demás, y que cree que, con su juicio y sus leyes y su inteligencia, es capaz de purificar al mundo y construirlo. Es el antecesor soberbio de Lutero y de Calvino, acusando a todo el mundo, de Cromwell y de Huss, de puritanos y jacobinos, de Robespierre y de Mao, de Marx y de Strassera, de Pérez Esquivel. Ellos los puros, los intocables, los más allá de toda sospecha, los iluminados, los que salvarán al mundo a sangre y fuego, a bombas y paredones, a técnica y educación liberadora y, por ello mismo, promotores de cuanto desastre, injusticia, crueldad y guerra existen en este mundo.
El católico en cambio es el publicano que sabe de su distancia con Dios, que no teme al pecado ni al pecador porque también cree en el amor de Dios y su capacidad de transformarlo por la gracia, sin la inquina soberbia del reformador, sin la intransigencia estéril del iluminado, sin el desprecio por los lazos humanos del racionalista, sino con la tolerancia paciente de la caridad, con la luz victoriosa de la fe y con el arraigo cálido y humano a los valores de la familia y del terruño.
Y porque el cristiano no exige a este mundo el paraíso, como lo hace el fariseo, por eso es capaz de no transformarlo en infierno y hacer la relativa felicidad de los pueblos en esta tierra y asegurar la victoria definitiva en la eternidad, que nos regalará Dios porque, aunque hayamos sido creados para ella, no la podemos conseguir - como quiere el fariseo - con nuestras solas fuerzas humanas, sino con Su misericordia y Su perdón.