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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1992. Ciclo C

29º Domingo durante el año
GEP; 18-10-92

Lectua del santo Evangelio según san Lucas 18, 1-8
Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer.  «Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: "¡Hazme justicia contra mi adversario!" Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: "Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres,  como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme"» Dijo, pues, el Señor: «Oíd lo que dice el juez injusto;  y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar?  Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?»

Sermón

Si hay un político que me cae simpático éste es Le Duc Tho, de Viet Nam del norte. Tiene el raro privilegio de, a pesar de su bandería ideológica -en realidad más nacionalista que marxista-, haber sido el único personaje que, galardonado con el Premio Nobel de la Paz en 1973, tuvo el humor y coraje suficiente para decirle a los suecos que no tenía interés en recibirlo y, olímpicamente, lo rechazó.

Todos conocemos los escrúpulos que llevaron al ingeniero sueco Alfredo Nobel, inventor y fabricante en Europa y Estados Unidos de productos tan reconfortantes como la dinamita, la gelinita y la balistita, a desheredar a sus descendientes y legar su fortuna a la Fundación que otorga los premios anuales que llevan su nombre.

Quizá si Alfredo no hubiera sido sueco las cosas no hubieran sido tan desastrosas. Pero, el haber nacido en un país con una historia dinástica doblemente apóstata: la de los Vasa, rebeldes a su tradición católica e introductores a sangre y fuego del protestantismo en la península escandinava, y luego la del franchute Jean Baptiste Bernadotte, traidor a Napoleón -que lo había hecho rey- e institucionalizador de la masonería y el liberalismo en Suecia y Noruega, sumado a la actual confesión socialdemócrata de sus dirigentes, hizo que, al ser suecas las organizaciones encargadas de otorgar los premios, éstos sean cuidadosamente discriminados -salvo alguna honrosa excepción para salvar las apariencias- entre personajes de claro signo subversivo y anticatólico, en la linea de los altos intereses del internacionalismo masónico.

Especialmente ideologizado es el comité Nobel del Storting noruego, que tenía la misión de otorgar el premio de la Paz ya antes de su separación de Suecia. Cualquiera que recorra los premios concedidos -como digo salvo con honrosas e ingenuas excepciones- podrá darse cuenta de que es un concepto de paz muy curioso el que utilizan los miembros del comité para designar a sus elegidos.

Sin embargo, también excepcionalmente, nuestra simpática Rigoberta Menchú debe haber sido electa este año por sus afinidades inventivas con el fundador del premio, ya que, si bien no inventó literalmente la pólvora, inventó otros contundentes medios de herir y matar a su prójimo. Escribe en su biografía "Yo Rigoberta" (todavía no se ha identificado quien se la escribió): "Usábamos armas caseras: piedras y machetes, sal y chili para frotar en la cara de los soldados. También inventamos un tipo más eficiente de cóctel Molotov"

Hija de una hechicera, curandera, mestiza, sus padres y un hermano murieron en el activismo marxista. Vivió después once años en Méjico, sostenida por organizaciones de izquierda. Luego se hace más o menos conocida con su libro y viaja abundantemente por Europa, donde prácticamente se instala, haciendo constante propaganda subversiva. Ultimamente era y es fuertemente apoyada por el gobierno socialista francés y directamente acompañada en sus campañas por la mujer de Mitterrand.

Aquí ha venido recientemente, aunque sin mucha resonancia, a apoyar a las madres y abuelas de Plaza de Mayo.

Promovida súbitamente al estrellato y con un millón doscientos mil dólares en el bolsillo, más de lo que recibía hasta ahora de las organizaciones internacionales que la bancaban, la inventora del cóctel Molotov perfeccionado, la indígena que habla contra Europa pero que le gusta vivir en Europa, tendrá un año movido. Hasta que la desplace en la fama el premio Nobel del año que viene y, cumplida su función, pase a ingresar, como nuestro inefable Pérez Esquivel, a la fila de los semiolvidados de reserva.

Su aspecto rollizo hace recordar a las víctimas de los sacrificios aztecas, que eran engordadas en jaulas, antes de matarlas, para ofrecer mejores grasas a los sangrientos dioses mejicanos. Es probable que Rigoberta deba el haber nacido y estar viva a ese puñado de héroes españoles, soldados y religiosos, que liberaron a los pueblos centroamericanos de la depredadora y sanguinaria campaña de exterminio que llevaban adelante los crueles señores de Tenochtitlán en servicio de Huitzilopochtli, el dios que se alimentaba con sangre de hombres.

Dice, aunque algunos lo dudan, que es de sangre maya. Si es así la tiene muy mezclada con la de las otras etnias que poblaban Guatemala antes de que los mayas desaparecieran de modo misterioso, precedentemente a la llegada de los españoles: porque también los mayas eran sibaritas en eso de cocinar y comerse a esclavos y prisioneros que salían a cazar por los alrededores.

Pero así vivían estos encantadores pobladores de esas Américas. Si se los puede llamar pobladores; porque, en realidad, asentamientos estables y más o menos numerosos solo fueron los de los feroces y despóticos imperios azteca e inca. Lo demás era una inmensa extensión virgen recorrida por unos pocos nómadas salvajes sin territorio fijo y en perpetua lucha entre ellos.

La llegada de los españoles no solo les representó la liberación de sus terroríficas supersticiones y la posibilidad de acceder a la fe, que es el gran bien que les trajo España -el evangelio, la salvación eterna-; sino el salto del neolítico -en donde estaban a pesar de los 40000 años de vagabundeos por el continente desde su llegada a América a través del estrecho de Bering- el salto, digo, a la civilización moderna, que no solamente les consiguió el acceso a la cultura, ciencia y técnica de Europa, sino que aún a los que por pereza o incapacidad no pudieron superar sus atavismos, les permitió sobrevivir y multiplicarse de tal manera que hoy son cientos de veces más numerosos que cuando llegaron los españoles.

Pero, en fin, es un disparate hablar de razas en estas épocas y menos en el seno de la Iglesia, cuando ella siempre ha sido sin prejuicios la gran unificadora de la humanidad. ¡Vaya a saber que cultura primitiva o que idolatrías tendría que reivindicar yo, por ejemplo, si hiciera de mi identidad una cuestión de raza y no de herencia católica! Porque mis antepasados de sangre fueron también un día bárbaros idólatras: godos, vascos, ligures y longobardos. Y sin embargo bien orgulloso estoy, sin tener una gota de sangre romana, griega o judía, de pertenecer a la cultura cristiana y grecorromana, occidental, que mis ancestros finalmente y gracias a Dios asumieron por la predicación, y quizá también por la espada.

¿Quién hace racismo sino los que en nombre de un indigenismo espurio y trasnochado y de una cultura autóctona inventada en los laboratorios de los etnólogos europeos lo único que intentan en sumar un arma más en la labor de destrucción de la civilización cristiana, y en la calumnia sistemática a la labor evangelizadora y civilizadora de España?

No le conozco a la Rigoberta ni marido ni hijos. No se si los tendrá. Pero no parece abrigar en su corazón demasiado sentido materno: hoy, en el día de la madre, en una entrevista por Radio América, cuando después de unas cuantas preguntas referentes a sus posiciones políticas y al premio, el periodista le preguntó si tenía algo que decir por esa conmemoración, lo único que se le ocurrió fue hacer un panegírico a las desagradables y patéticas madres de Plaza de Mayo, a quiénes puso de ejemplo de mujer en la lucha por la liberación y la democracia en América latina.

Yo también creo que la mujer cumple un papel fundamental en la liberación de América latina, pero precisamente cuando como mujer vive de verdad su papel materno.

Porque tampoco aquí hemos de ser racistas y pensar solamente en lo genético, ni en la función nutriz y protectora del mamífero hembra. Ser madre humana es mucho más que quedar embarazada y dar a luz -aunque, en estos tiempos, aún esto parezca heroico-. Ser madre es el generoso compromiso con una persona a la cual se ha regalado la vida, se la ha llevado nueve meses en el seno y se la ha vinculado, religado, durante al menos quince años, en desvelada dependencia. Y mucho más: ser madre no es solamente amamantar al hijo en alimento y cobijo, sino crearlo como persona en afirmación de amor incondicional, en comunicación de enseñanza y -si es cristiana y por lo tanto verdaderamente madre- en la recreación vital del bautismo y de la iniciación a la fe.

Ese es el heroísmo liberador que, psicológicamente y cristianamente, necesitan, de las mujeres, las generaciones futuras. No el del compromiso ideológico, ni el de la protesta, ni el del cóctel Molotov.

En una época en la cual la presión de los mass media y la corrupción del ambiente hace casi imposible la acción de los pastores de la Iglesia, y las prédicas verdaderamente católicas quedan sin eco en la prensa y la televisión, mientras se amplifican las voces de los falsos pastores, la gran esperanza para el futuro de la cristiandad está, como en los inicios de la predicación evangélica, en las mujeres: María madre, rodeada solo de mujeres madres, al pie de la cruz.

Ella, la madre, sostuvo a los varones medrosos en la espera de Pentecostés. Ella, la madre virgen, para subrayar que la fecundidad materna es más que ginecología.

Y por eso, aunque no comunique genes, también puede ser madre la consagrada y la estéril; como también es madre la Iglesia y como también debería ser madre la Patria y también la Madre Patria.

Difícilmente haya aquí presentes que de una manera u otra no deban su ser cristianos en la Argentina a estas madres: pero antes que nada a la que les dio el ser, y al cuidarlos y amarlos los hizo personas, y al educarlos como cristianos los hizo hijos de Dios. Vaya a ellas antes que a nadie nuestro agradecimiento y nuestra oración.

Y especialísima oración por las de ahora, por aquellas que en estos momentos cumplen en la Iglesia el difícil, pesado y heroico, aunque plenificante, oficio de madres. No hay oficio ni función más vital para la sociedad y la iglesia que la de ser madre, y todo debería servir y subordinarse a ello. Es obligación de todos los cristianos el ayudarlas, apoyarlas, estimularlas y agradecerles de toda manera que podamos.

A ellas, pues, hoy, nuestro homenaje y nuestra oferta de ayuda.

Dicen que el Papa pidió perdón a los indígenas por los abusos de la colonización. Es lo que afirman al menos los titulares de los diarios y los locutores de radio y televisión. Pero nadie reproduce el discurso. El único diario que publicó al parecer palabras literales, pone en labios del Papa no pedido de perdón -lo cual sería realmente extraño- sino una exhortación a los que se dicen indígenas a que, si se sienten agraviados o heridos por cualquier razón que sea, sepan perdonar y no atarse al resentimiento y al odio. Lo cual es muy distinto de 'pedir perdón el Papa'.

Por eso, hoy, en el día de la Madre, sepamos agradecer también, en medio de los desentonados gritos de rencor, ataque y calumnia de la revolución anticristiana, que de múltiples y cambiantes maneras avanza sobre el mundo y sobre nuestras otrora cristianas naciones, sepamos agradecer y defender a nuestra madre España -la de entonces por supuesto no la de ahora- que, generosa e hidalgamente, engendró América para Cristo y, como todo buen hijo, sepamos disimular con cariño sus humanos defectos, que en nada desmerecen el heroísmo y el honor de tamaña gigantesca empresa.

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