Sermón
Quien pensara que el pueblo de Israel homogéneamente daba a culto a un solo Dios y regulaba mayoritariamente sus acciones por la ley divina, y eso a partir de tan lejanos tiempos como el de Moisés, estaría muy equivocado. De hecho el culto a Yahvé, el Dios nacional hebreo, coexistía, entre la población y aún sus clases dirigentes, con el culto a otras divinidades, tal cual lo denuncia constantemente la Sagrada Escritura. Baal, Hadad, Astarté, Anat, Ishtar y multitud de otras deidades mayores y menores gozaban del supersticioso apego de grandes porciones de Israel, junto con prácticas adivinatorias, astrología, evocación de muertos y centenares de hechicerías.
Cuando la caída del reino del Norte en manos de Sargón II, rey de Asiria, el sobreviviente reino del Sur bajo el cetro de Ezequías, hacia el año 700 AC, intentó reformar toda esa confusión religiosa que quitaba cohesión al pueblo y, por lo tanto, conciencia nacional y fuerza. Ezequías, con la ayuda de un grupo de legisladores y teólogos de las clases media y alta, conmovidos por la caída de Samaría, se empeñó en una reforma religiosa en donde, entre otras cosas, intentó imponer a los judíos uno de los cuerpos legales más antiguos de la Biblia y que, bajo el nombre de "Código de la Alianza", hoy se halla en los capítulos 20 al 23 del Éxodo.
Pero la reforma de Ezequías fue un fracaso. Solo el grupo de reformadores que lo apoyaba, la pusieron en práctica e intentaron llevarla al conocimiento del pueblo. A este grupo, los exégetas, hoy, los llaman los deuteronomistas ya que están en la base de todo el libro del Deuteronomio y de gran parte de la legislación del Pentateuco.
Con el objeto de fomentar y promover el Código de la Alianza los deuteronomistas siguieron, empero, creando innumerables leyes complementarias. Pero, ochenta años después de Ezequías, bajo el reinado de Josías, los pensadores de la escuela deuteronómica se dieron cuenta de que todo era inútil y que el pueblo era incapaz de conocer y asumir todas esas leyes; y, en la práctica, continuaban con sus diversos cultos, supersticiones e inmoralidades.
Es entonces cuando a alguien de genio del grupo se le ocurrió que era necesario simplificar todos esos mandatos y proponer a los judíos comunes un compendio, una especie de catecismo que resumiera en leyes fundamentales, constitucionales, lo más importante y esencial de las leyes. ¿Y qué pensaron?: ¡un mandamiento por cada dedo! En esas épocas de mayorías aún analfabetas, generalizado recurso mnemotécnico. Es así como, a fines del siglo VII AC, basado en antiquísimas tradiciones, se redactaron los "diez" mandamientos, el decálogo. Resumen inspirado e impar, y que, a la postre, se revelará de validez universal, como epítome de la ley natural; es decir de las necesidades más elementales del individuo y la sociedad, nacidas de la naturaleza misma del ser humano.
Por supuesto que, como era costumbre en aquella época, en su inclusión en la historia sagrada, el decálogo se pondrá bajo la autoridad de Moisés, el legendario legislador y vocero de la palabra divina que había vivido siete siglos antes. Su versión primitiva la pueden encontrar en el capítulo 5 del Deuteronomio [1] . Otra versión de los diez mandamientos, levemente distinta, recogida por una escuela posterior a la deuteronomista, luego del Exilio, la versión llamada "sacerdotal", se halla en el capítulo 20 del Éxodo. La Iglesia, a partir de San Agustín, simplificará la redacción de este corto compendio popular. Tomará, por ejemplo el primer mandamiento, "No habrá para ti otros dioses delante de mi" y lo cristianizará: "Amarás a Dios sobre todas las cosas". Así se nos darán los mandamientos tal cual hoy los aprendemos en nuestro catecismo.
Sin embargo -volviendo atrás- mientras fatigosamente se intentaba meter en la dura mollera de los judíos estos mandamientos, este resumen, como siempre, los legisladores, los moralistas, aún los de la misma escuela deuteronomista, siguieron promulgando leyes y prescripciones. Hay que pensar que no se trataba solo de leyes religiosas o puramente éticas sino de derecho civil y positivo. Los diez mandamientos quedaron, pues, otra vez, sepultados, ocultos bajo multitud de disposiciones y reglamentaciones que solo podían quedar en manos de eruditos. Estos eruditos en leyes, eran llamados "escribas", porque coincidían con los únicos que en aquel tiempo sabían leer y escribir. A la manera como hoy los llamamos "letrados". Más tarde se denominaron "doctores de la ley" y eran los que, en asuntos judiciales ayudaban -y, por supuesto, esquilmaban- a la gente, guiándolos en medio de todos los lazos, trampas y excepciones de la jungla de la legislación. Eran, pues, exactamente, los abogados de la época, con la única diferencia que no sabían Derecho Romano ni, estrictamente, filosofía del Derecho, por lo cual, ni en la mejor de las hipótesis -como todavía lo hacían nuestros abogados no hace tanto tiempo- buscaban prudentemente la justicia, sino el cumplimiento pedisecuo o la elusión o la excepción de la letra de la ley.
La cosa se complicó más aún después del Exilio cuando el cuerpo sacerdotal o levítico alcanzó preeminencia sobre los civiles y se encargó de reinterpretar y redactar nuevas leyes. El que tenga coraje lea, precisamente, el libro del Levítico, donde encontrará la mayor parte de su cuerpo jurídico. Yo confieso no haber podido leerlo entero nunca.
Por cierto que no todas las leyes eran malas. Baste pensar en las que hemos escuchado en la primera lectura. Incluso, deslizadas entre ellas, había auténticas joyas, como la del versículo 5 del capítulo 6 del Deuteronomio: "Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza" Que si bien se refería a un amor que era más bien temor, obediencia, permanece como una de las frases más sublimes de todo el antiguo testamento. Sobre todo sabiendo que es allí la única vez que se afirma, como precepto, semejante cosa.
Otra joya, también perdida entre cientos de otras disposiciones, bellísima para esas brutales épocas, era la del versículo 18 del capítulo 19 del Levítico: " o te vengarás ni guardarás rencor contra tus conciudadanos. Amarás a tu vecino como a ti mismo". Aunque algo restringido, el principio era elevadísimo.
Es verdad que estas joyas estaban como perdidas en los 613 mandamientos positivos, 365 prohibiciones y 248 prescripciones que contaban los escribas en la Torah. (No tantos, es verdad, como los que -en el fondo con algo de razón- quisiera abolir de un plumazo nuestro inefable y fugaz expresidente puntano y que son, en su mayoría, tortura y traba para los argentinos decentes, delicia para nuestros escribas y guarnición para los delincuentes.)
En fin, si toda esta maraña de leyes hubiera quedado allí, en la Torah, hasta cierto punto hubieran sido manejables, pero desdichadamente, a partir del siglo 5 antes de Cristo, aunque no integraran ya la Biblia, siguieron multiplicándose en las reglamentaciones y jurisprudencia de los doctores de la ley que, finalmente, hicieron todo indigerible. Ahí andaban perdidos incluso los diez mandamientos que algún rabino había dictaminado que valían tanto como cualquier otro precepto. Es sabido, por otra parte, que, como los cristianos, más tarde con lo único que se quedaron de las viejas leyes, en la práctica, fueron los diez mandamientos, los judíos posteriores les tomaron tirria y ya no les concedían la importancia que quisieron tener al principio e, incluso, los sacaron de su oración cotidiana como estaban antes.
El asunto es que, según la mayoría de los rabinos, todas las leyes tenían el mismo valor: "quien traspasa un solo mandamiento rechaza el yugo de Dios, rompe la alianza y desafía a la ley" recogerá la Mishná, predecesora del Talmud. "Que el mandamiento leve te sea tan querido como el mandamiento grave", dirá otra máxima.
Será en ese medio de letrados donde nacerá la secta farisea . Ellos se preciarán de cumplir los preceptos de la ley y todas sus salvaguardas hasta el último detalle. Así creían que asimilaban plenamente su voluntad a la voluntad de Dios. No era mala gente: era gente equivocada. No se daban cuenta, como se habían dado cuenta ya los romanos, que "summum ius, summa iniuria", que sin tener algún principio superior, algún criterio prudencial, pretender regular todos los actos humanos, no solo ahoga la libertad del hombre sino que lo embreta en caminos imposibles y, a la larga, lo lleva a procederes inhumanos. Es el pecado de origen de toda legislación positivista, no fundada en la ética ni librada en su aplicación a la prudencia, a las virtudes, tanto del ciudadano, como del juez.
Por eso ya había quienes, en el caos legal de las leyes judías, pretendían encontrar algunos grandes principios rectores. Faltos de criterios filosóficos para organizar este material atomizado y ordenarlo, algunos, lo dividían en mandamientos 'pesados' y mandamientos 'livianos'. Algo era. Ya cerca de la época de Cristo, y como reacción a la escuela farisea, algunos debatían incluso sobre cuál sería el más importante de los mandamientos. Muchos opinaban que el de "obedecer padre y madre", porque allí se reflejaba también la actitud del hombre frente a Dios. O el de ser justos, o el de ser estudiosos de la Ley. El "amar a Dios sobre todas las cosas", por su parte, era recordado en la oración judía por antonomasia. la "Shemá Israel", "Escucha Israel" que recogía el famoso pasaje del Deuteronomio y era recitada cotidianamente en el templo. Aisladamente, el famoso Rabí Akiba , en el siglo primero AC, en contraste con sus colegas, sostenía que "el amor al vecino" era el más importante. Unos pocos, no se sabe si contemporáneos o posteriores a Jesús, llegaron a admitir que el amar a Dios y amar al vecino eran los máximos mandamientos.
Pero la extensión de la vecindad a todos los hombres, transformados en posibles 'prójimos'; entender el amor como una verdadera relación filial, amical, de afecto con Dios, más allá de la obediencia o del temor; y, no yuxtaponer, sino combinar ambos mandatos de modo de hacer depender el uno del otro es algo genial y exclusivo de Cristo que, al mismo tiempo, los sacaba del puro fuero exterior para interiorizarlos, para que hicieran de espíritu de todo lo moral y lo legal.
Tanto más que ya no se trata del amor puramente humano, sino del amor que, implantado por Dios en el corazón del hombre, hace que éste ya no solo ame al modo 'humano' sino a la manera 'divina', en una nueva forma de amar que se eleva a virtud teologal, la 'caridad', como la llamará San Juan.
No es solo el mandamiento principal: la caridad se transforma en el núcleo del vivir mismo del cristiano, la manifestación del Espíritu Santo en su corazón y, sin ella, ningún otro mandamiento, precepto, obra o heroísmo valen un ardite. Cuanto mucho el resto de los mandamientos -y que el cristianismo reducirá a los diez del decálogo- son condiciones operativas de la caridad, pero tampoco valen en si mismos si no están informados, impregnados por ella.
Por supuesto que los mandamientos, leyes y preceptos de la ley natural son indispensables para el orden social, pero, sin la caridad, ineficaces en orden a la vida sobrenatural y cristiana y, además, difíciles de cumplir en plenitud.
Haber elevado el amor divino derramado al prójimo a ser el centro mismo de la vida cristiana es una novedad absoluta de Cristo, con apenas los imperfectos antecedentes mencionados del judaísmo y sin parangón con ninguna otra ideología o religión del mundo, por más que luego otros hayan tratado de imitar o parodiar, deformándola, esta ley del amor de Jesús, humanizándola, quitándole el motor de la fe y de la esperanza, y reduciéndola a un sentimentalismo barato.
Cristianos que somos, cumplidores. Casi todos los que venimos a Misa 'leídos' y un poco escribas y doctores de la ley, el menos en lo religioso, -lo cual no es malo-, sepamos examinarnos constantemente sobre si ese cumplimiento resguarda siempre la divina preeminencia y la incondicionalidad del amor a Dios y del amor que nos debemos los unos a los otros.
Y que el banquete de caridad en el cual ahora participaremos sea mucho más que el precepto de venir a Misa: allende toda división, rencor, juicio, ofensa, indiferencia... sea verdadera y amorosa comunión con Dios y con nuestros hermanos.
[1] Aunque allí tenemos la inserción, posterior al Exilio -dos siglos después-, del precepto de guardar el Sábado. Lo cual hace que por más esfuerzos de reagruparlos que hayan hecho los últimos redactores del Pentateuco los mandamientos sean finalmente más de diez.