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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2005. Ciclo A

30º Domingo durante el año
(GEP 23-10-05)

Lectura del santo Evangelio según san Jn. 2,13-17 

Sermón
DEDICACIÓN DEL TEMPLO    

Es posible que una de las mejores críticas a la civilización occidental, en parte coincidiendo con la de Spengler , en parte con el mismo Ortega y Gasset , (y aún influyendo sobre pensadores de izquierda humanista como Adorno y Marcuse ), haya sido, en el recién pasado siglo, el difundido libro de René Guénon El reino de la cantidad y los signos de los tiempos ” del año 1945.

En él sostiene Guénon que Occidente, apartándose cada vez más de la sabiduría tradicional, montándose a lomo de la técnica, del progreso y de la evolución, ha iniciado una irreversible decadencia, creando estructuras políticas y económicas destructivas del hombre y que solo miran a la cantidad . Según Guénon se ha reemplazado la calidad , la realización del espíritu, lo sagrado, por una cultura científico tecnológica que despoja al hombre de su parte más humana y lo vuelca inerme a lo puramente profano. Esta cultura le ha robado su perfil místico y moral, precipitándolo a formas ínfimas de ser. Lo único que mueve a la gente en este reino de la cantidad es el bolsillo, acostumbrándola a fijar su vista en antivalores o, por lo menos, a desviarla de los auténticos. Lo cualitativo ha desaparecido: solo vale lo cuantitativo, la estadística, la encuesta, el pláceme de la mayoría, por otro lado más fácilmente manipulada cuánto menos se deja guiar por el espíritu.

Lo que verdaderamente definía a la civilización occidental era la calidad perdida, cuando, según Guénon, la experiencia de lo espiritual y de la belleza latente en lo sagrado permitían el brillo de las excelencias en las cuales todos participaban, aún los más rudos. Hoy, dice Guénon, priman las unidades disgregadas, las sumas, vale lo mismo el voto del sabio que el del ignorante. En lugar de enfatizar la posibilidad de alcanzar niveles cada vez más altos de educación, arte, destreza, conciencia y conocimiento, se habla de censos, padrones, registros, promedios. El ajuste en la educación –escribe Guénon- mira a igualar por lo bajo, condenando a las mayorías a una permanente minoría de edad sin paradigmas superiores. Se ha extraviado el reino de la calidad, de lo que se encarna en el mundo de lo competente, lo talentoso, lo sublime y distinto, para hacer dominar la cantidad, en la reducción del ser humano a un número de la misma magnitud que el otro, engranajes intercambiables, cifras sin rostro, ecuaciones, anónimas papeletas mezcladas en una urna de amañadas elecciones.

Guénon, ya hacia los años 1930 -con profunda intuición de lo que ya percibía estaba sucediendo y explotaría después del Vaticano II - había perdido la esperanza incluso en la Iglesia , formadora de Occidente. Habla de su decadencia, de su paulatino servicio a lo mediocre, su abandono del espíritu y la mística, y su embarcarse en un rastrero servicio a la democracia, hasta, en su ala izquierda, deformar el evangelio en soflama socialista.

Sus observaciones certeras fueron seguidas con interés y asumidas, en su momento, por muchos católicos pertenecientes a grupos tradicionalistas. Y sus estudios en general no pueden dejar de interesar a ninguna persona culta, pero, es necesario decirlo, la obra de Guénon es sumamente peligrosa, porque las soluciones que propone y la espiritualidad y metafísica con la cual quiere componer a Occidente está lejos de ser la auténticamente católica. No por nada influyó en Heidegger . Quizá en el mismo Hitler .

De hecho René Guénon , que había nacido en Blois , Francia, en 1886, se había formado en una familia fervientemente católica y sus primeros estudios también lo fueron. Lamentablemente, quizá alguna enfermedad de orden mental y sus tendencias algo autistas, lo llevaron a acercarse al hermetismo, de allí a la masonería y a otras organizaciones esotéricas. Llegó en 1909 a ser ordenado obispo en la Iglesia Gnóstica fundada por el entonces renombrado ocultista Papus . En sus hambrientas lecturas obtuvo un perfecto conocimiento del hinduismo, el vedanta, el budismo, el taoismo y el Islam, que describió en sus obras con singular destreza. Mientras tanto intentaba permanecer adherido a la Iglesia católica en la cual todavía reconocía restos de la visión tradicional, aún no apagados del todo.

Pero al final, decepcionado, se retira de Ella. Y sostiene que, así como el taoísmo chino se había pervertido en las doctrinas de Confucio; el hinduismo vedanta degradado en el budismo; así como la filosofía occidental -perdidos sus vínculos con los misterios órficos- se había corrompido en el racionalismo; así la Iglesia -suprimidos los templarios de los cuales Guénon era gran admirador-, pero sobre todo a partir del Renacimiento, había derivado en lo que él consideraba el desastre actual.

Siguiendo la doctrina védica de las cuatro edades o ‘yugas' en sucesiva degeneración –la de oro , la de plata , la de cobre y la de hierro - Guénon afirmaba que nos hallamos en la cuarta, la ‘edad de hierro', el Kali Yuga , la más degenerada y oscura de las cuatro edades o ‘yugas'. Kali Yuga en la cual se ha perdido el contacto con lo sagrado y, en lugar del universo ser lugar pleno de señales y símbolos conducentes a la sabiduría, transformado en campo superficial de nuestros experimentos técnicos y nuestros placeres superficiales. Signo de ello, la Iglesia católica, que ha ido disipando el lenguaje del símbolo, de la percepción del misterio, de la mirada hacia lo alto, transitando el idioma de lo profano, de lo intrascendente, incluso de lo ridículo. Echando por la borda incluso su modo sacro de expresarse. ¡Qué hubiera dicho Guénon de la masacre del latín y de la introducción del ‘Vds.', el ‘che y el ‘vos' en la liturgia y la Escritura!

A pesar de todo, como hemos dicho, hasta el año 1928 intentó permanecer en el catolicismo, hasta que intuyendo premonitoriamente la dirección mundana hacia donde lo encaminaba su jerarquía, decidió que la única religión viable que mantenía una cierta sacralidad capaz de transformar al mundo era el Islam. Muerta su mujer francesa se trasladó a El Cairo en 1930. Allí se puso en contacto con importantes maestros y gurúes y finalmente fue iniciado en la escuela ‘sufí', tomando el nombre de Abdel Wahed Yahya , casándose con una musulmana, hija de un sheik, muchos años menor que él. Murió en 1950, en su casa de las afueras de El Cairo abierta por un gran ventanal al espectáculo de las pirámides, invocando el nombre de Alá.

Es una tragedia que un hombre de los kilates de Guénon, quizá por su misma inteligencia, y aún en la exactitud de sus críticas al mundo contemporáneo y la decadencia católica, no haya sabido distinguir la metafísica y mística católica de la que él llama la metafísica tradicional, las místicas orientales. Nunca alcanzó a entender la diferencia esencial entre lo sagrado y lo profano que postula la concepción católica de la Creación. Por pretender defender lo sacro, transformó todo en sagrado y consideró cualquier visión creatural y científica del universo potencialmente desacralizante.

Todo para Guénon es sagrado, en el fondo porque identifica el mundo y lo humano con Dios, aunque para serlo del todo tenga que adquirir conciencia de ello, ingresar en la gnosis. Es verdad que concibe el universo al alcance de los sentidos como la última degradación del ser. Lo explica bien en su libro “Los estados múltiples del ser” , una de sus obras, aparecida en 1932. Pero aún en esa degradación continúa siendo sagrado y, por ello, explica Guénon, conserva la posibilidad de que el hombre, a partir de esta realidad disminuida, pueda, leyendo el lenguaje simbólico de las cosas, elevarse a la realidad suprema, mediante distintas etapas de purificación, hasta llegar a la fuente original de todo ser, que todo hombre lleva en su interior. Pero esa fuente no es el Ser por excelencia de los católicos, afirmable por la razón. Es lo ‘totalmente ignoto', lo que ni siquiera se limita por el ‘ser' y por lo tanto se identifica con el ‘infinito de la nada'.

¿Ven? Allí ya la pifió, es el destino de toda gnosis panteísta: la identificación del ser y la nada, la disolución de toda entidad y, por lo tanto de toda inteligibilidad, de todo logos, de toda razón, de toda verdad, de toda legalidad, de cualquier distinción entre el bien y el mal. El único encuentro con esa nada es el ‘nirvana', la negación de todo conocimiento, de toda percepción y, en la praxis, la revolución permanente, el patas para arriba de toda moralidad.

Justamente el cristianismo es la antípoda de esta concepción: el mundo puede, sí, llevar a lo sagrado y -como en Guénon- el símbolo será siempre instrumento válido y polisémico de acceso a lo sacro, pero en sí mismo el mundo es profano, no divino, creado y, por lo tanto, a pesar de Guénon, también objeto de microscopios, excavadoras y tecnología.

Eso es lo que cualquier católico ha de tener claro. El universo no es sagrado: sagrado es solo Dios y lo que de modo directo y sobrenatural tiene que ver con El. El mundo es ‘creación' libre de Dios, y por lo tanto profano, natural, no una emanación ni decadencia de su Ser. De allí que, aún no siendo Dios, como obra de Dios es una realidad buena y, como toda obra, manifiesta a su autor.

Lo que sí afirma el cristianismo, empero, es que, Dios quiere hacer accesible al hombre Su propia santidad, Su vida sagrada, abriéndole el camino a lo sobrenatural. Y ello lo hace mediante Cristo. Jesús “el hombre verdadero unido al Dios verdadero”, como afirma, en bella y exacta expresión, San León Magno. Unido, sí, pero de ninguna manera confundido, mezclado, absorbido por lo divino, unificado en la naturaleza, como lo quería Guénon. Aún en Cristo la naturaleza humana y la divina no se identifican, sino que se unen en lo que la teología llama la ‘persona' o, mejor, la hipóstasis: la unión hipostática. Lo humano de Jesús sigue siendo humano y creado; y lo divino, eternamente igual a Sí mismo.

Y si no, a la manera de Guénon, caemos en la vieja herejía monofisita. Herejía nacida de ciertas frases confusas de San Cirilo de Alejandría y proclamadas allá en el lejano siglo V, por un tal Eutiques , archimandrita en Constantinopla. Monje fanático que proclamaba que en Cristo se confundían las naturalezas divina y humana y se hacían una sola naturaleza, ‘ mia fisis ', de allí monofisismo. No había, pues, una hipóstasis y dos naturalezas, sino una sola naturaleza, una sola ‘fisis'.

A pesar de haber sido condenado en el Concilio de Calcedonia , en el año 451 -siendo precisamente papa San León Magno-, el monofisismo siguió insinuándose en la mentalidad de los cristianos durante todos los tiempos. Aún hoy, para muchos, Cristo es una especie de hombre monstruoso cuyo ser y pensar se unifica con el infinito Ser y pensar de Dios y en quien lo santo se confunde con lo natural, lo divino con lo humano, lo increado con lo creado. Una especie de ‘coincidencia de opuestos' contradictoria, incomprensible, disparatada.

Y, así, en el desarrollo lógico de sus ideas, en el monofisismo todo lo humano se transforma en sagrado, y todo lo sagrado en humano o, si se quiere decir de otra manera, en profano. Ya estamos otra vez en el budismo, el yoga; o, en el mundo moderno, en Hegel, en la masonería, en Marx. No: lo sagrado solo se entiende si es distinto a lo profano y viceversa . Ya saben Vds. que ‘profano' es un término latino que significa lo que está fuera, en frente, -‘ pro '- del templo -‘ fanum '-. ‘Fano', todavía en el DRAE, es sinónimo de ‘templo'.

Y, de por sí, profano no es un término peyorativo. Nada hay de malo en decir que un automóvil es un objeto profano. Sería, al contrario, ridículo decir que es sagrado (aunque de hecho lo sea para muchos).

‘Profanar', en cambio, sí es peyorativo, porque significa tomar lo sagrado como si fuera profano. (Aunque también sea profanar considerar sagrado a lo que no lo es: la democracia, las elecciones, el dólar, los derechos humanos.)

Existe pues de un lado el mundo natural, profano, hecho para ser usado por el hombre y para, mediante él, elevarnos, por deducción o incluso intuición, a lo divino, viendo, en su belleza y su grandeza, signos de Dios; y existe, por otro lado , lo divino, lo sobrenatural, ¡Dios!, lo sagrado, Aquello que nos acerca Cristo en la unidad de su persona, no de su naturaleza, y se plasma en gracia santificante, en espíritu santo.

Porque lo sagrado, santo, trascendente, divino, no tiene otra manera para alcanzar al hombre que plasmarse en ‘signos': antes que nada en la humanidad de Cristo, unida hipostáticamente al Verbo, pero también en los signos sagrados de la Iglesia : aspecto de pan, aspecto de vino, aceite, agua, palabras, cosas que por su referencia directa a lo santo, a Dios, dejan de ser puramente profanas y se transforman en signos portadores o sugeridores de lo santo. Pero no solamente los sacramentos y los sacramentales, también en el arte sacro, música sagrada, canto gregoriano, órgano, vestiduras sacerdotales, ritos, vasos sagrados, lenguaje hierático, objetos y acciones reservados a la expresión de lo santo, distintos adrede de los puramente humanos y profanos.

Y, especialmente, espacios sagrados. Porque si bien es cierto que un cristiano puede encontrarse con Dios en cualquier lugar, su específico encuentro como hijo, como heredero de lo santo y de lo divino, como hermano del que está unido hipostáticamente a Dios, como portador -en su cuerpo bautizado- de lo santo, ha de hacerse habitualmente en un espacio que, porque apartado del uso profano, cotidiano, comercial, científico, puramente humano, se reserva solo a las acciones que nos ponen en comunión directa con Dios, con lo santo.

Por ejemplo este templo: este espacio de Madre Admirable, calle Arroyo, uno de los lugares más cotizados de Buenos Aires, propicio para shopping, hotel internacional, estacionamiento, pisos de lujo, … hace nueve años el entonces Arzobispo de Buenos Aires, Cardenal Antonio Quarracino , lo consagró -expulsó de él a latigazos mercaderes y políticos- apartándolo definitivamente de cualquier uso profano, para que fuera espacio sagrado, lugar sacramental de encuentro con Dios, espacio más cercano al cielo que a la tierra, más perteneciente a lo divino que a lo humano.

Guénon tenía razón cuando hablaba de la pérdida del sentido de lo sagrado del mundo moderno. Pero el problema no es el que él veía: el que absolutamente todas las cosas habían sido profanadas porque, siendo todas sagradas, no se consideraban tales. Porque -lo hemos dicho- el mundo no es de por sí sagrado: solo es lugar para que el cristiano cumpla en él acciones meritorias y, por lo tanto, aunque materialmente profanas, consagradas, santas y, mediante estas acciones, de alguna manera ‘consagre' su mundo. Es correcto considerar como profano, natural, creado, lo que no es Dios ni de por sí tiene que ver con lo sobrenatural. Lo que está mal y es profanar , es tomar lo que la Iglesia ha consagrado, haciéndolo signo de lo sagrado, y despojarlo de sacralidad, o abajándolo a usos profanos, o degradando esos signos a formas puramente mundanas.

Confundidos por el misterio de la encarnación mal entendido, a la manera monofisita, muchos teólogos de hoy afirman que, con la Navidad , Dios se ha unido a todo hombre, de tal manera que, desde entonces, todo lo humano es divino y todo lo divino humano.

Así, cantidad de clérigos y de cristianos, olvidando la distinción que permanece incluso en Cristo entre lo humano y lo divino, han perdido también la diferencia entre Dios y el hombre, entre lo sagrado y lo profano. Así identifican, sin distinciones, el amor al hombre y el amor a Dios; la promoción del Reino de Dios, con la justicia social, la revolución socialista; el cielo, con la felicidad proporcionada por la comunidad y la autoayuda; la oración con el diálogo; la plegaria que busca lo santo con las tontas ‘oraciones de los fieles' que a veces oímos pidiendo pataratas humanas; el infierno con la injusticia social; los mandamientos con los derechos humanos; la verdad no con la que viene de Dios sino con la que votan las mayorías. (Raro que no haya ido todavía ningún obispo a bendecir las mesas y cuartos oscuros).

También lo notamos en las formas: transformar al templo en salas multiuso; el altar en mesa; el sacerdote en animador de la comunidad; la Misa en fiestita; la música sagrada en música profana con letras más profanas todavía, o, en casos extremos, celebrar la eucaristía sentados todos juntos alrededor de una mesa de comedor, vestido el celebrante de civil, con vasos de vidrio, con platos de loza, con pan común que cada cual toma de la fuente y a lo mejor, con poncho y tomando mate. Y se profana tanto celebrando la santa Misa en uno de los llamados ‘templos del rock' o en una cancha, como metiendo música de rock o gritos de cancha en el templo; o, increíblemente, usando sus púlpitos como tribuna de indignos politicastros, aprendices de brujos y presidentes. En fin …

¡Pobre Guénon!, si ya no podía reconocer en la Iglesia de su tiempo el único lugar de lo auténticamente sagrado, ¡qué diría del Kali Yuga de la Iglesia de nuestros días, según han denunciado algunos obispos en el sínodo que acaba de terminar!

Porque es verdad que aún nuestras actividades temporales y profanas han de alcanzar sentido sagrado, meritorio, merecedoras de cielo -porque somos bautizados e hijos de Dios, nosotros mismos templos del Espíritu-, pero ello solo lo podremos hacer si conservamos, para instarnos a ello, signos exclusivamente reservados a lo sagrado -templos, rito, silencio, cantos, oración, lenguaje, actitudes, respeto, señales del admirable misterio por el cual Dios, sin transformarse ni degradarse, siendo eternamente Él mismo, se hace, en Cristo, accesible a nosotros. Sírvanos siempre, para ello, este precioso templo de Madre Admirable, espacio sagrado, a la manera del bendito vientre que cobijó a Jesús.

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