Sermón
Es curioso. Cuando los evangelistas, recordando las palabras del Señor, escriben sus evangelios, al recoger este mandato supremo que, según Cristo, sostiene toda la Ley y los profetas “amar a Dios y al prójimo”, deben inventar, a propósito, una nueva palabra para hacerlo. Tienen la conciencia profunda de que el mandato cristiano es -como dijo Jesús- un mandamiento ‘nuevo'.
Porque el amor humano e, inclusive, el consejo de ‘amar al prójimo' existían ya antes de Jesús. Pero el modo ‘nuevo' del amar cristiano no. Y esta novedad no podía empequeñecerse reduciéndola al mero amor humano y al uso del acostumbrado término ‘amor'.
Y, por eso, los evangelistas se rehúsan a utilizar las palabras comunes que les proporcionaba el vocabulario griego usual para designar al amor – eros, filía, storgué - y, para referirse al amor cristiano, sacan del bolsillo una nueva palabra: ‘ agape '. Casi, daríamos, inventada por ellos para marcar la radical diferencia del nuevo mandamiento del amor de Jesús con respecto a cualquier otro amor humano. ‘ Agapéseis kirion ton zeón sou ', suena el precepto en griego. Y, si a ustedes les suena extraño, también les sonaba raro, este neologismo (‘agapéseis') , a los contemporáneos de Jesús. Y eso ya era todo una prédica.
Hoy, en estas traducciones chabacanas mal hechas que nos endilga la nueva liturgia, todos los amores se echan en el mismo costal y, para designar el nuevo y supremo precepto del Señor, debemos utilizar el mismo vocablo que usan los gerentes de los hoteles alojamiento.
Y eso nos da no solo motivos de confusión, como todas las palabras equívocas, parónimas u homónimas, sino también curiosos argumentos. Como la señorita que me argumentaba, para justificar ciertos jugos prohibidos “Si Dios nos manda amar al prójimo, ¿Cómo la Iglesia me puede prohibir amar a mi novio?”. A lo cual, de haber ella sabido griego, tendría que haberle contestado con los evangelistas: “Dios le manda ‘agapar' a su novio, no ‘erotizarlo' ”. Y, mal traduciendo al español le contesté: “Dios le manda amar en serio a su novio, no en broma; amarlo como una adulta no como una chiquilina; amarlo como un ser humano y no como una chimpancé; en Cristo y no solo humanamente”
Quizá debí contestarle como lo hacía San Agustín: “Justamente hijita, Dios te manda amar, pero eso que tú haces es en el fondo odiar, porque el tuyo es un amor que pervierte, que degrada, que se equivoca. La única manera de amar en serio es hacerlo según el amor de Dios”
Pero los equívocos a que se presta el uso de este pobre y manoseado verbo ‘amar' son más sutiles que la grosera confusión que acabo de mencionar. Como, por ejemplo, según alguno dice por ahí: “como todo el cristianismo se reduce al precepto del amor al prójimo –no sé de dónde lo sacaron; está bien claro que, antes, está el del amor a Dios, pero en fin- “como todo el cristianismo, pues, dicen, se reduce al precepto del amor al prójimo y parece que los cristianos no los amamos y en cambio los comunista y guerrillero sí, los cristianos verdaderos son los comunistas y guerrilleros, no nosotros.
Y, de nuevo, se juega con la polivalencia o polisemia del término ‘amar'. Evidente, si amar significa solamente el impulso ciego que nos lleva a compadecernos por el prójimo, la buena intención, los sentimientos filantrópicos, las ganas de hacer algo por los demás, la sensación tierna que nos suscita el gatito enfermo, a lo mejor muchos de los comunistas, guerrilleros y tercermundistas sinceros -¿y quién va a discutir que los haya?- podrían recibir el honroso calificativo de ‘amadores de su prójimo.
Pero, nuevamente, eso es pervertir el sentido auténtico del amor cristiano, porque la caridad cristiana no es ni la pasión torpe que entrelaza los brazos de los amantes, ni las buenas intenciones, cuando guiadas por la ignorancia o la imbecilidad. Así como no hay amor sin sacrificio y dominio de sí mismo, así tampoco hay amor sin verdad, caridad sin fe, dilección sin lucidez, bondad sin sabiduría.
La verdad es la otra cara del bien, como la inteligencia es la otra cara del amor. No se puede amar en el error, en la mentira, en la estolidez. Y no bastan las buenas intenciones. Por más que me guíe la mejor de las intenciones si a un enfermo, por insipiencia, en vez de propinarle un remedio le doy veneno, muere. No lo salvarán ni mi afecto, ni mis buenas intenciones, porque lo habrá asesinado mi necedad.
Y por eso, también con San Agustín, podemos afirmar: el hereje –el errado- no puede tener verdadera caridad: pensando que ama, en el fondo odia.
Y lo mismo el marxista -sea comunista confeso o, creyéndose cristiano, profese afirmaciones marxistas tontamente, sin darse cuenta-. Sus buenas intenciones y bellas palabras no le evitarán el corromper y destruir todo lo que toque con su veneno. Porque insisto: solo hay auténtico amor en la verdad. Lo demás será almíbar, miel, sonrisa, dulzaina y manteca, pero no amor. Al menos no el amor cristiano. Y de miel, fácilmente puede convertirse en fusil, bomba, terrorismo.
Y por ello bien puso el Señor el mandato del amor al prójimo a continuación, en segundo lugar, el del amor a Dios.
Porque amar -en la abnegación, el sacrificio y la verdad- solo puede hacerse en Dios y desde Dios. “Amar” no de cualquier manera –dijo Cristo- sino “como yo os he amado” Con el mismo y sublime trinitario amor que une férreamente al Padre, con el Hijo en el Espíritu Santo.
No se puede amar al prójimo en cristiano, con la virtud sobrenatural de la caridad –que es la traducción latina de ‘agape'-, con el mismo amor con que Dios nos ama, si antes no se ama a ese Dios. En la oración, en el abrazo de la fe.
Lamentablemente, este es otro error que se ha introducido ya entre muchos católicos y, si no, baste de prueba el comentario introductorio a la Misa de hoy que trae este misalito tendencioso editado en España bajo los ojos miopes de sus obispos. Les leo:
“¿Dios o el hombre? Es un dilema que para nosotros no tiene ningún valor y al que podemos contestar: el hombre… porque… todo el que ama al hombre ya ama a Dios…”
Esto es falso, mentira –antes se hubiera dicho, es ‘herejía'- Porque ¿de qué amor se trata? Si es el amor cristiano, el ‘agape', la caridad, entonces sí, pero ese ‘agape' no existe si no se expresa antes hacia Dios en la oración, en la fe, en la verdad, en el culto, en la esperanza. Nunca el amor a Dios puede trasuntarse exclusivamente en el amor al hombre. Y, si se trata de cualquier otro amor, entonces la afirmación es doblemente mendaz.
No, señores, todo el cristianismo puede resumirse en el edicto supremo del amor. Pero no un amor cualquiera, sino el amor que comienza poro Dios y, desde Dios, -por El, con El y en El-, en la clarividencia de la verdad, en la virilidad del dominio austero de sí mismo, en la disciplina del decálogo, en la reciedumbre del que busca con decisión el Bien supremo para el otro, y se derrama hacia los demás, con la fuerza impetuosa y transformante de la gracia, abominando y extirpando, intransigente, la depravación y la mentira, aprobando y sosteniendo, firme, el bien y la verdad.