1974. Ciclo c
30º Domingo durante el año
Lectura del santo Evangelio según san Lc 18, 9-14
Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: "¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias" En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»
Sermón
“¿Para qué me voy a hacer católico, ir a Misa, rezar? Mire Vd. como tal y tal que se dicen católicos y después son peores que los demás.” ¡Cuántas veces hemos todos escuchado este tipo de reproches! Y uno mucho no sabe qué contestar: “Y bueno, serían peores si no fueran a Misa” o “Vd. se fija solamente en los malos pero fíjese en los tantos buenos” o “Claro, lo que pasa es que esos no son verdaderos católicos”. Todas respuestas desacertadas, ineficaces, inexactas y que a nosotros mismos nos dejan el sabor de la duda, la insatisfacción de la pregunta mal contestada.
Y es que, señores, lo que uno tendría que responder es esto: “¿Y a Vd. quién le dijo que los católicos somos mejores siempre que los demás y que porque nos sentimos buenos vamos a Misa? ¡Al contrario! Porque sabemos nuestra indigencia, nuestra miseria, nuestra poca cosa es porque venimos a la Iglesia y rezamos. No me va a venir a descubrir Vd. que no somos santos. ¡Bien que conocemos nuestra historia! ¡Bien que conozco mi historia!
¿Quién dijo que teníamos que ocultar como con vergüenza nuestra calidad de pecadores, desde la triple negación de Pedro, pasando por Alejandro VI hasta nuestra miseria hodierna? Seguimos a un Dios que vino a salvar no a los justos sino a los pecadores. Nadie afirmó nunca que la Iglesia fuera una sociedad de perfectos y de santos sino, al contrario, de miserables pecadores unidos en nuestra poquedad y recibiendo constantemente la misericordia y el perdón de un Dios que ha muerto por nosotros.
Sí: esto tendríamos que responder. Claro también que es verdad que el cristianismo es una instancia, un llamado a la perfección y que, como luminarias en la chatura de los fieles se alzan señeras las figuras de los santos. Las figuras perfectísimas de Cristo Nuestro Señor y de María Su Madre. Pero, justamente por eso, porque el cristiano se sabe compelido, atraído, apremiado, desafiado, a subir, a crecer a hacerse digno de la sublime vocación a la que ha sido llamado, por eso mismo se siente pecador, humilde y humillado por su falta de repuesta, por su quedarse mediocre, por su vegetar en el montón.
Y es curioso, en la vida de los santos, es un común denominador el que a medida que ellos crecen en fama de santidad en la consideración de la gente más ellos se sienten humildes y pecadores. Porque cuanto más se acercan a Dios más toman conciencia de su pequeñez. El traje y la camisa sucia pasan desapercibidos lejos de la luz. Es al sol donde descubrimos sus manchas y su suciedad. Y, por eso, San Vicente Ferrer, Santa Catalina de Siena, San Francisco de Borja, San Ignacio y otros tantos sentían la necesidad de confesarse a menudo ¡hasta dos veces por día!
Se cuenta de San Francisco de Asís que, al final de su vida, ya estigmatizado y famoso por su santidad excepcional, caminando en uno de sus viajes al lado de Fray León, gemía a cada rato diciendo “Soy un miserable pecador. Repítemelo Fray León”. Finalmente, fray León -que era un hombre sencillo- se exasperó y le dijo: “Padre Francisco, cómo dice Vd. eso ¿No se da cuenta de todo lo que Dios ha hecho en Vd. y cómo lo busca la gente? “ “Justamente por eso, Fray León, justamente por eso” –respondió Francisco- “porque si todo lo que Dios me ha dado se lo hubiera concedido al más malvado de los ladrones y asesinos estoy cierto que sería mil veces mejor que yo.”
Por eso no hay cosa que más me desconcierte, no percibo señal más palmaria de estancamiento espiritual que cuando, en el confesionario, oigo decir, después de unos cuantos meses de no confesarse, “Padre, no tengo pecados” Y no voy a ser injusto y decir que estos que así se expresan son como los fariseos de la parábola que acabamos de leer, porque las más de las veces no es eso, sino más bien ignorancia, culpa nuestra e los curas. ¿Quién predica hoy en la Iglesia que no es solamente cuestión de cumplir mandamientos sino de hacerse santos? Y hasta puede que estos que dicen que no tienen pecados incluso tengan razón: pecados objetivamente graves no comenten, son en general buena gente y el mismo hecho de acercarse al confesionario lo demuestra, no han quizá transgredido notoriamente a ninguno de los mandamientos. Pero ¡pobrecitos! Creer que a eso se reduce el cristianismo, a no pecar y no darse cuenta de que la profundidad de su miseria no la marca el límite ancho del Decálogo sino la distancia inmensa que los separa del sublime ideal que les propone Cristo. Y la ineficiencia y esterilidad con que hemos aprovechado Sus gracias.
Nuestra vida cristiana habría de ser un continuo ir creciendo, superando metas, transformarse. ¡Días, meses y años que se nos dan para eso y que nosotros desaprovechamos, satisfechos con nosotros mismos, con lo que somos!
El fariseo y el publicano. Anónimo 1501=1525
Museo Lázaro Galdiano. Madrid:
Por eso no hay sujeto más inconvertible e inamovible que aquel que se cree bueno. Si estoy satisfecho conmigo mismo, si pienso que no tengo nada que confesarme, si comparándome no con lo que Dios me ha dado y me propone sino con los que me rodean me siento mejor que ellos ¡ni un tanque me va a mover a la conversión, a la santidad! De allí que Jesús prefiere mil veces al publicano que al fariseo. Al primero sí puede transformarlo. Nada puede con el segundo.
Y por ello el Señor a veces permite que caigamos en faltas dolorosas –siempre condenables, por supuesto-. Un buen golpe en el suelo es la mejor manera de tomar conciencia de nuestra pequeñez.
Si, cristianos, asústense el día en que comiencen a pensar que son buenos, que no necesitan confesarse. Asústense el día en que vengan a comulgar cayéndose puros e irreprochables y no con la conciencia de la indignidad radical con la cual todos nos acercamos a Jesucristo. La comunión no es ningún premio a nuestras virtudes. No he de comulgar porque hoy me sienta digno de ello, sino porque me sé pobre y miserable, necesitado de la medicina que es el Cuerpo del Señor.
Sí, Dios mío, ¡ten piedad de mi que soy un pobre pecador!
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