Sermón
Cuántas veces uno escucha aquello de “¿Católico? ¿Cómo quiere que sea católico? ¿No conoce Vd. a los curas? Chinches, irascibles, avaros, poco piadosos, interesados en cobrar los casamientos, vagos, maleducados ”. O “ siempre metidos en política ”, de izquierda o de derecha. O peores cosas sobre sus vidas privadas –y todos conocemos al respecto alguna historia real-. O, también, “ Mire, yo desde chica he ido a colegio religioso y lo único que he recibido de las monjas han sido malos ejemplos ”. O, si no, aquello de que “¿Para qué quiere que vaya a Misa, si los que van a Misa muchas veces son peores que los que no lo hacen? ”
Y uno ¿qué contesta? Claro, podría contestar: “Bueno, Vd. ha conocido sacerdotes o monjas malas ” o “Se dicen muchas calumnias sobre ellos, pero, fíjese que la mayoría es gente buena”. Podría decir también: “Los que van a Misa y son malos, no es culpa de la Misa, es a pesar de ella. Serían peores si no la frecuentaran”.
Pero, en realidad, lo que hay que contestar es: “Mire, Vd. no ha entendido nada de lo que es el cristianismo. La Iglesia nunca pretendió ser una sociedad de ‘santos'. Tanto es así que a los pocos que realmente aparecen que lo son, con gran bambolla, la Iglesia los canoniza, los proclama, les hace estatuas y les pone una aureola en la cabeza”
No. Dios nos libre de pensar que los católicos seamos santos de peana. Todos los que estamos aquí presentes, salvo algún neofariseo, sabemos perfectamente qué lejos estamos de ser buenos cristianos.
Por el contrario; en la medida en que nos vamos dando cuenta de qué es lo que significa ser auténticamente discípulos de Cristo, al mismo tiempo y en la misma medida, nos vamos dando cuenta de nuestra poquedad y miseria. No. No venimos a Misa porque nos sintamos mejores que los demás, sino precisamente porque, habiéndonos dado cuenta frente a Dios lo que realmente somos, venimos a rogarle que nos transforme en aquello que, con nuestra solas fuerzas, no podríamos llegar nunca a ser. O, simplemente, venimos a que el Señor derrame su misericordia sobre nosotros y perdone nuestra falta de correspondencia a Su gracia.
La Santa Iglesia no es una sociedad de santos –en el sentido contemporáneo de la palabra-. Es una sociedad de pobres pecadores sobre los cuales constantemente se derrama la misericordia en sangre de un Dios que ha muerto por nosotros. “Yo , pecador, me confieso ”. Así empiezan nuestra misas y todas nuestras celebraciones y devociones. “Pésame, Dios mío”.
Pero, alguien dirá. En fin, yo tan pecador no me siento. Intento ser honesto y en gran medida lo logro, no maté a nadie, no tengo grandes enconos, no robo, trato de no decir mentiras, a lo mejor de guardar castidad de cuerpo y de corazón, rezo todos los días, vengo a misa los domingos, ayudo en lo que puedo a mi prójimo.
Y sí, puede ser, no lo dudo. Hay, ¡gracias a Dios!, todavía, tanta gente sencilla y buena, convertida seriamente a Cristo o modelada cristianamente por haber nacido en una buena familia y poseer buenos sentimientos, generosidad.
Yo recuerdo, recién ordenado sacerdote, en Flores, una noche de semana santa, después de más diez horas de confesión, a una mujer que, una vez abierta la ventanilla del confesonario, aun queriendo cumplir con el precepto pascual de confesarse una vez al año me insistía en que no tenía pecados. Finalmente, cansado y no logrando que declarara ninguna culpa, le cerré la ventanita en la cara.
Estuve mal, pobre mujer. Es probable que no solo no tuviera conciencia de ninguna falta notoria sino que realmente no la hubiera cometido. Pero es que tampoco hay que tenerla para acudir al sacramento de la Penitencia. Una educación apenas moralista que no enseña verdaderamente lo que el ser cristiano significa y hace hincapié solo en una moralina de exámenes de conciencia sobre listas de pecados o pecadillos típicos no enseña precisamente a ser discípulo y hermano de Cristo. En realidad yo debía haber aceptado como acusación o disposición suficiente para impartir el sacramento el mero hecho de que esta mujer se hubiera arrodillado frente al confesionario. Más aún, la condición normal del católico debería ser el habitualmente no pecar. Santa Teresa del Niño Jesús afirmaba con gran humildad que no recordaba haber cometido nunca a sabiendas una falta que pudiera ofender de cualquier manera a Dios. Eso no le impedía acudir al confesionario una vez por semana -como estaba prescripto en su tiempo a los religiosos- y recibir devotamente el sacramento.
Es que, en realidad no es tan sencillo darse cuenta de lo que significa el pecado o el estado de pecado.
Fíjense que, por lo que uno escucha normalmente, el cristianismo parece ser una especie de enseñanza sobre qué cosas hay que hacer y cuáles no hacer, para, en una especie de negocio ético o moral, ganarnos la benevolencia de Dios y, por ende, finalmente, el cielo. Si uno cumple relativamente bien mandamientos y preceptos, tiene asegurada la dicha eterna. Si uno viola alguno de ellos, cae en infracción y por lo tanto es pasible a la multa. E incluso a la abultada multa de la definitiva perdición. Pero multa que, en definitiva, se pude condonar con relativa facilidad ante el juez de faltas que se sienta en el confesionario.
Pero así la cosa no va. Porque, de esta manera, uno llega a pensar que el ser cristianos se identifica con el potarse más o menos bien y que ‘pecado' es lo mismo que ‘infracción'. Se pueriliza lo que hay de de grandioso en la Redención que a los hombres alcanza la Iglesia y lo que hay de tenebroso y letal en el pecado.
La Gracia y, finalmente, la Gloria, el Cielo, no se puede paragonar a ningún premio por buena conducta. Porque ninguna buena conducta puede conseguirlo. Podemos ser buenos hombres, portándonos bien, pero eso no basta para ser cristianos.
Uno comienza a darse cuenta de lo que significa ser cristiano recién cuando empieza a percibir la distancia infinita que separa a Dios de la creatura.
Jugamos mucho con la palabra Dios, como si comprendiéramos lo que significa, como si fuera tan fácil conocerle, como si estuviera al alcance de nuestra inteligencia y de nuestro querer el entrar en amistad con El.
No es así. Dios es el supremamente Otro. Solo podemos intuir algo de Él a través de sus obras, de la grandeza del universo por El creado. De lo que ha hecho por nosotros en Jesucristo. Pero comparadas con lo que Él es, todas sus obras no son nada. Es como si pretendiéramos conocer a una persona por la huella que ha dejado en la arena. Algo, es claro, a lo Sherlock Holmes, podríamos deducir a partir de ese rastro, pero poquísimo.
¡Imagínense de Dios!
Claro algún concepto de Dios podemos tener. Sobre todo los cristianos a quienes Dios nos ha hablado de Si mismo, y nos da la luz de la fe para potenciar nuestro intelecto, pero, cuando comenzamos a creer que ‘eso que pensamos' de Dios es Dios, y no una idea apenas análoga que ‘apunta' hacia Él, entonces no hacemos más que fabricar un ‘ídolo', como afirma, quizá de modo excesivo, el teólogo protestante Karl Barth.
Karl Barth 1886 - 1968
Justamente cuando, más allá de nuestras representaciones paupérrimas, desbordando nuestras definiciones, empezamos a avizorar la inmensidad de un Dios que escapa totalmente a nuestras categorizaciones, recién entonces podemos empezar a percibir lo que significa ser cristianos. Porque ser cristianos quiere decir que ese Dios, totalmente Otro, Distinto, trascendente a toda realidad y riqueza creada, infinitamente superior a ésta, nos llama a saltar el vallado, el abismo del infinito, para unirnos a Él en el Amor infuso y elevarnos a Su inasible e inefable condición divina.
Y entonces el pecado ¿qué es? El pecado es, en el fondo, no tanto cometer esta o aquella mala acción, sino el permanecer en nuestro estado creatural, humano, fundado sobre la nada y destinado de por si a la muerte, ignorando a Dios y su ofrecimiento de participación en el existir fabuloso e impensable de lo divino.
Como hombre, mediante mis acciones moralmente buenas, no tengo más derecho en todo caso, por mejor que me porte, que a una vida humana, una felicidad humana. Con mis pocos pesos no puedo sino comprarme un chocolatín. El televisor en colores fuera de mi alcance. Y, si lo único que tengo son esos raquíticos pesos, por más que me obstine, con ellos no podré comprar otra cosa que la golosina. Y andaré de Scioli a Peres Pícaro y de Peres Pícaro a Kuligovski y seguiré siempre no pudiendo comprar más que mi chocolatín.
Pero supónganse que Peres Pícaro y Kuligovsky no fueran judíos y, de pronto, con generosidad inaudita empezaran a reglar sus televisores pidiendo solo, como signo de buena voluntad, que les diéramos esos escasos pesos que tenemos ¿no sería estúpido de nuestra parte pensar que son esos billetes o monedas los que nos obtienen el TV y no la generosidad de los donantes? ¿No se sentiría molesto Kuligovsky si nos creyéramos que con darle esa poca plata tenemos derecho a la TV? y ¿no se sentiría acaso más satisfecho de dárselo aún a aquel que ni siquiera es capaz de pagar un centavo si se lo pidiera humildemente y reconociendo su generosidad?
Algo así –aunque infinitamente más distante y valiosa- la amistad con Dios. Nuestra buenas obras ¡qué diez pesos! ¡ni cinco centavos viejos valen frente a Dios! Con ellas –nuestras buenas obras- no podemos comprar más que el chocolatín de lo humano, pero de ninguna manera la amistad divina: ¡el don totalmente gratuito e inmerecido e impagable de ser divinizados y llevados a participar la felicidad de Dios!
Por supuesto que el que se da cuenta de todo esto, tendrá que, como signo de amor y agradecimiento, juntar la mayor cantidad de pesos, portarse bien, pero nunca creyendo que con esto paga el cielo. Y quizá por ello el Señor permita que caigamos en infracciones, porque así es más fácil darse cuenta de lo poco que soy, de nuestro ser profundo de pecadores, de innata y naturalmente sin Gracia, ni con derecho a Ella.
El Señor no reprocha al fariseo el que se porte bien; al contario. Pero sí el que se crea que eso es lo que lo hace bueno y no el perdón, el regalo, la gracia de Dios.
El fariseo pensó que con sus pesos se hacía digno de ser justificado. Había caído en la trampa del ‘portarse bien', del hacer negocios con Dios.
El publicano se daba cuenta de que no tenía ni una moneda.
El fariseo salió muy contento con su chocolatín.
Al publicano le regalaron el Cielo.